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– No lo entiendo -admití.

La consejera me explicó entonces que yo había entrado en Apeiron con una parte del Adversario en mi interior; el rexinoos, la pequeña y horrible criatura que los cirujanos de la ciudad me habían extirpado.

Me revolví nervioso en la silla al recordarlo.

– Precisamente por eso -siguió diciendo la consejera- él conoce ahora nuestra localización. Sin ningún género de duda.

– Sigo sin comprender por qué.

Neléis miró a su alrededor buscando la mejor forma de explicarse. Abrió una ventana y señaló los haces de luz que, gracias al polvo que iluminaban, aparecían nítidamente dibujados. Casi parecían barras sólidas de luz.

La mujer me pidió que me concentrara en aquellos haces luminosos, señalándome que no podríamos ver los rayos de luz a no ser que chocasen o se reflejasen contra algo; y, sin embargo, siempre estaban a nuestro alrededor. Tampoco podíamos ver el calor, de ninguna forma, pero sí sentir su presencia. La luz [29] y el calor, me explicó, eran dos calidades de los cuerpos; pero existían muchas otras, la mayoría invisibles para nuestros ojos. Era posible usar la luz para comunicarse, encendiendo y apagando una linterna en la noche, por ejemplo; y si fuera posible modular esas calidades invisibles de los cuerpos, también podríamos usarlas para la comunicación.

Esto era algo en lo que trabajaban los científicos de Apeiron, pero que el Adversario podía hacer de forma innata.

– ¿Puede comunicarse usando rayos de luz invisibles? -pregunté. Parecía un contrasentido; si eran invisibles, ¿qué utilidad podían tener para la comunicación?

La mujer me miró desanimada. Era evidente que, a pesar del esfuerzo y el tiempo que yo dedicaba al estudio, el abismo de conocimientos entre nosotros dos era enorme.

Neléis me pidió entonces que le acompañara; abandonamos la vivienda y transportados por uno de aquellos grandes balones flotantes nos dirigimos al hospital-laboratorio donde yo había despertado al llegar a la ciudad. Allí, la consejera, me mostró los vasos herméticos que contenían los cadáveres repugnantes de los rexinoos.

Eran tres redomas, y todas estaban etiquetadas. Pude leer mi propio nombre en uno de aquellos vasos, y el pelo se erizó en mi nuca al recordar que aquella asquerosa piltrafa había habitado en mi interior no hacía mucho. Para mí era evidente que eran auténticos demonios, aunque su aspecto no fuera el que comúnmente era representado por los artistas. Demonios como el que el propio Jesucristo había expulsado de las entrañas de un hombre con sólo su voluntad.

Neléis me había dicho que aquél me había sido extraído mediante métodos quirúrgicos, y yo no tenía ningún motivo para dudar de esto. En Apeiron coexistían dos realidades que aparentaban ser opuestas pero que se complementaban perfectamente entre sí.

– Cada una de esas criaturas -me explicó Neléis- era una parte viviente del Adversario, de igual forma que cada uno de tus brazos forma parte de ti; él puede usar sus rexinoos como tú utilizarías tus miembros para interactuar con tu entorno.

– Pero mis brazos están unidos a mi cuerpo -repliqué-; por lo cual es fácil de ver y de comprender cómo los uso y los domino, pues forman parte de mí.

La consejera me explicó que los rexinoos también estaban unidos con el tronco central del Adversario, a pesar de la enorme distancia que los separaba. Gracias a esa substancia invisible y etérea de la que me había hablado, el Adversario controlaba esos tentáculos suyos a distancia como yo controlaría los dedos de mi mano.

– Para que esto resulte efectivo -conjeturé-, el Adversario deberá conocer en cada momento dónde están situados sus miembros; pues de nada me serviría mover una mano si no pudiera saber cuál es su posición en cada instante. No tendría sentido.

Neléis asintió, y me invitó a que siguiera hablando.

– Por lo tanto -seguí reflexionando-, cuando ingresé en la ciudad, enfermo y con ese ser repugnante en mi interior, señalé involuntariamente al Adversario cuál era la situación exacta de Apeiron.

– Así es -dijo Neléis, acercándose a uno de los grandes vasos herméticos -; hemos abierto esos rexinoos y estudiado sus entrañas. No tienen ojos, ni narices, ni oídos. Interiormente son tan sencillos como un dedo cortado, por lo que pensamos que obtienen todos estos sentidos del propio huésped en el que se alojan. Dentro de ellos tan sólo hay un órgano claramente definido; esa especie de racimo envuelto en gelatina. En realidad es una colonia de seres microscópicos, invisibles para nuestros ojos, que generan un aliento eléctrico.

Yo había leído sobre esta electricidad en uno de los volúmenes de la librería que Neléis me había procurado. Se trataba del mismo vigor que hay en los relámpagos durante las tormentas, y que el ámbar adquiere cuando es frotado con un paño.

– Sabemos que este órgano es el responsable de generar la substancia etérea que mantiene la comunicación entre el rexinoos y el cuerpo del Adversario -siguió diciendo la mujer-, y hemos sido capaces de captar esa substancia y medir su potencia.

Neléis dio un paso hacia atrás y señaló uno tras otro los tres vasos herméticos, y dijo que cada una de aquellas criaturas había sido capturada en un lugar distinto de la Tierra. La primera, por uno de los científicos de Apeiron durante una expedición al norte de la India. La segunda fue extraída del cuerpo de un moribundo en algún lugar de Bulgaria. Y la última, la que había habitado en mi interior, en Apeiron, como yo bien sabía. El vigor eléctrico de cada una era diferente y generaba diferente potencia, tal y como los científicos de Apeiron pudieron medir antes de que las criaturas murieran.

– Gracias a este último -concluyó Neléis-, hemos triangulado el lugar exacto donde debe de estar oculto el Adversario.

De una de las paredes del laboratorio colgaban diferentes láminas multicolores; me acerqué a la primera de ellas y comprobé que se trataba de un mapa tan preciso y detallado como la esfera azul que yo había visto en los sótanos del Palacio de Constantinopla. Tres grandes círculos rojos centrados en un punto de la India, en Bulgaria y en Apeiron, se intersectaban en un lugar situado muy a la tramontana, en una región completamente desconocida para mí o para cualquier hombre occidental.

– ¿El Adversario vive ahí? -pregunté a la consejera.

– El Adversario sabe dónde estamos nosotros -dijo Neléis-, y nosotros sabemos dónde se oculta él.

Un enfrentamiento que se ha estado demorando durante quince siglos es ya inminente.

Otro de los grabados, situado a la derecha del mapa, mostraba un cuerpo humano cubierto por una armadura reluciente, unas alas de plata a la espalda y la cola de escorpión que parecía hecha con metal dotado de vida. El rostro de la langosta era hermoso, como el de una muchacha de pelo largo y negro, pero quedaba deformado por una boca semejante a la de una fiera, repleta de dientes largos, afilados y amarillentos.

El grabado lo mostraba de frente y de perfil, y había una línea acotada junto a él que indicaba su altura. Neléis había denominado kauli a aquella criatura.

– ¿Es ése el ser que viste en tu sueño? -me preguntó la mujer.

– No creo que fuera un sueño.

– Lo era, aunque inducido por la presencia del rexinoos dentro de ti. Sin duda tuviste visiones que te mostraron cosas reales, aunque lejanas.

– ¿Por qué lejanas?

– Los kauli no pueden sobrevivir tan al sur, en un ambiente tan cálido y bajo un sol tan brillante. Son criaturas del frío y la oscuridad y, aunque sus armaduras les protegen, tan sólo en el Remoto Norte pueden mantenerse activos. Hay quien piensa que vienen de otro mundo; un planeta frío y seco opinan algunos, pero en realidad nadie sabe nada con certeza.

Le pregunté si los había visto en alguna ocasión con sus propios ojos.

– Nunca -admitió ella-. Pero muchos otros sí los han visto. Y algunos, muy pocos, han tenido la suficiente fortuna como para sobrevivir. Los kauli son unos seres repugnantes cuyo alimento es casi exclusivamente la sangre humana.

Junto al dibujo del kauli había una serie de grabados que mostraba a los gog en diferentes posturas. Allí no había duda, los dibujos representaban a los repugnantes seres que me habían mantenido prisionero en su campamento.

La consejera dijo que creían que se trataba de dos razas esclavas del Adversario, a las que usaba según su conveniencia en un lugar u otro del mundo. Una teoría decía que el Adversario era miembro de una raza de esclavistas; seres solitarios y malvados que, degenerados por su dependencia de los esclavos, permanecían ocultos y casi inmóviles.

No había más grabados.

– ¿No tenéis ni idea de cuál es su aspecto?

– No -respondió la mujer-. Tenemos muchas descripciones, pero ninguna coincide. Se diría que cada persona que lo ha visto ha creído ver algo distinto.

Esto no resultaba extraño, pues se sabe que el Mal es eterno y polimorfo.

Estudié el mapa, pensativo; comprobando la enorme distancia que separaba el desierto salino y la ciudad de Apeiron de Constantinopla; distancia que habíamos recorrido en los últimos meses. Pero el Adversario estaba mucho más lejos. Era, por lo menos, tres veces esa distancia; a través de territorios desconocidos y seguramente plagados de enemigos y criaturas hostiles como los kauli y los gog.

– Parece un camino demasiado largo para que pueda cruzarlo en lo que me queda de vida -comenté.

– No lo haremos a pie, si es en eso en lo que estás pensando -dijo la mujer.

Y, ante mi mirada desorientada, añadió:

– Debo mostrarte más cosas.

8

Tomamos un transporte volador que se dirigía hacia la zona norte de Apeiron. Había mucha vegetación por todas partes, hasta el punto de que muchas calles desaparecían bajo ella, y por todos lados sobresalían enormes torres humeantes de ladrillo cuyos remates se ensanchaban para contener complicadas decoraciones geométricas; eran simplemente chimeneas que exudaban vapor desde el subsuelo de la ciudad, pero me parecían tan hermosas como las agujas de una catedral.

Estaba anocheciendo y la iluminación nocturna de la ciudad se estaba activando, confiriéndole a todo el aspecto de joya mágica que tanto me maravillaba.

[29] Ramón Llull consideraba la luz como un cuerpo de naturaleza similar al aire; y los cuerpos podían ser de tres clases con respecto a la luz: diáfanos, los que podían ser atravesados por ésta; opacos, en cuya superficie se detenía; y luminosos, los que la producían.