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Pude escuchar numerosas leyendas que afirmaban que muchos de estos condenados alcanzaron en el exterior una gran fama y poder, quizá aguijoneados por el enturbiado recuerdo de las riquezas y la felicidad que una vez disfrutaron en Apeiron; y que muchos de ellos se convirtieron en generales victoriosos o en despiadados tiranos.

5

Al concluir la asamblea, Nyayam y Neléis me pidieron que les acompañara.

Descendimos por una escalera metálica, que se doblaba en espiral sobre sí misma, hasta un amplio piso inferior, donde me vi rodeado por una maravillosa maquinaria que trabajaba incesantemente entre nubes de vapor. Grandes ruedas dentadas, haces de finísimas varillas metálicas que transmitían, rítmicamente, fuerzas y movimientos, engranajes, correas transmisoras. Todas estas piezas eran sencillas y hermosas a la vez como el mecanismo de un reloj, pero mucho más preciso y limpio.

Un grupo de hombres y mujeres, ataviados con largos blusones grises, se ocupaban del mantenimiento de aquella maquinaria. Algunos llevaban recipientes con grasa que aplicaban a los engranajes en movimiento. Concentrados en su trabajo, apenas levantaron la mirada a nuestro paso.

Caminamos hasta la pared del fondo, en la que había un artilugio extraordinario.

Me acerqué a él y rocé las teclas y manivelas de bronce con los dedos. Parecía el órgano de una iglesia, pero su aspecto era mucho más complejo que cualquier otra cosa que yo hubiera visto nunca. Unos tubos y conducciones que surgían del suelo se incrustaban en el aparato y exudaban vapor. El lugar que en un órgano correspondería a las teclas y a los botones de registro contenía también un gran número de teclas, pero de forma redonda, con símbolos numéricos y caracteres griegos grabados en ellas.

Al acercarme, un ruidoso repiqueteo surgió de un extremo del órgano y un mazo de láminas de cartón cayó sobre una bandeja. Neléis cogió una y me la mostró; parecía un gran naipe lleno de perforaciones rectangulares. Me explicó que, si la Sala de la Asamblea era el corazón de Apeiron, esta máquina era su cerebro; la inteligencia que mantenía unida la ciudad: las guías de los transportes voladores, el suministro de agua a las casas, la iluminación nocturna…

– Esta máquina analítica es capaz de realizar los cálculos necesarios para dirigir toda esa actividad -dijo la consejera.

– ¡Una máquina capaz de ayudar a la mente humana! -exclamé.

– Exacto -dijo ella, sorprendida de que yo hubiera captado tan rápidamente la idea. No sabía que yo llevaba toda mi vida trabajando en algo similar-, por eso queríamos que la vieras funcionar. De alguna forma, representa nuestro esfuerzo continuado por mantener el orden en este apartado lugar del mundo.

Yo estaba más interesado por saber cómo funcionaba.

– Con vapor -explicó Neléis-, como el resto de la ciudad. Todo este edificio, desde el sótano hasta este piso, está en su mayor parte ocupado por toda su compleja maquinaria. Éste es también un lugar simbólico para nosotros, por ese motivo se reúne aquí la Asamblea.

– Todo esto es maravilloso -dije-; como caminar por el interior de una mente.

Nyayam sonrió y dijo.

– No tanto, amigo mío. Es sólo una máquina capaz de hacer cálculos a gran velocidad, y de guardar una memoria de ellos; pero resulta muy útil para nosotros, sin ella no podríamos mantener Apeiron en funcionamiento. Tú lo has dicho antes: «una máquina para auxiliar a la mente humana». Sólo eso.

– Sólo eso -dije pensativo-. Yo también intenté construir algo así; pero no contaba con vuestros medios. Tampoco entiendo completamente las razones matemáticas que hacen posible esta máquina, pero creo que buscaba lo mismo que vosotros.

– ¿Y cuál era tu búsqueda? -me preguntó el anciano.

– Llegar a comprender la lógica de Dios -dije.

Sí, la lógica de Dios; si los astros y el mundo realizan complejos movimientos siguiendo la lógica matemática elaborada por Dios; si las mareas se suceden una tras otra siguiendo el influjo del Sol y de la Luna, tal y como Dios dispuso desde el principio; si las estaciones llegan una tras otra, año tras año, con perfecta regularidad, y si las cosas siempre caen hacia abajo, y el fuego siempre da calor al arder… si todas estas cosas han sido decididas e impulsadas por Dios, que es el gran relojero y arquitecto de esta maravillosa obra, ¿por qué el hombre creado por Él a su imagen, recorre caminos tan absurdos durante su permanencia en este mundo?

Concebí mis discos del Ars Magna para que me ayudaran a interpretar y a descifrar la mente de Dios, pues supuse que la pequeñez de la mente humana sería incapaz de hacerlo por sí sola. Necesitaba ayuda, y ésta sólo podía provenir de un ingenio creado por mi propia mente, pero que fuera capaz de multiplicar su capacidad, como una palanca es capaz de multiplicar la fuerza de un brazo.

Nyayam se interesó por saber si había logrado algún resultado. Ojalá lo supiera, pensé. Pero le dije:

– En parte sí. Pero nunca logré ir más allá de agotar todas las posibles combinaciones de los principios, y explorar así todas las posibles estructuras de la Verdad.

Neléis me preguntó si no era eso lo que había buscado desde el primer momento.

– Creía que era eso, pero ahora, al ver vuestra máquina, sé que estaba en un error. Cuando intenté aplicar mis círculos a problemas mundanos éstos me condujeron una y otra vez a demostraciones circulares, sin ninguna posibilidad de aplicación práctica. Comprendí que el error era más profundo de lo que yo creía, y que me faltaba algún tipo de herramienta matemática para fundar esta lógica. Pero ahora -extendí los brazos como si quisiera abarcar toda la maquinaria que me rodeaba- veo que el problema tiene una solución, y que vosotros habéis dado con ella, y doy gracias a Dios por haberme permitido visitar esta ciudad antes del día de mi muerte. Debo… es necesario para mí entender cómo funciona esta máquina.

Nyayam apoyó una mano sobre mi hombro y me pidió calma.

– Somos enanos subidos a las espaldas de gigantes -dijo-; no intentes comprenderlo todo inmediatamente, porque cada paso hacia adelante, cada avance tecnológico, lleva consigo una implacable lección de humildad.

Les miré confundido, sin entender completamente lo que querían decir. ¿Cómo podría el avance del conocimiento humano tener consecuencias negativas? Sólo la ignorancia puede ser mala, el conocimiento del mundo sólo nos hará mejores y más felices.

Nyayam y Neléis me miraron significativamente, durante un largo instante, antes de que la mujer dijera:

– ¿Y qué sucedería si ese conocimiento te demostrara que el mundo no es tal y como creías que era? Que es mucho más extraño y complejo de lo que imaginabas.

Me estremecí ante aquellas palabras, y sentí una especie de vértigo, como si mi alma estuviera colgando al borde de un abismo. Les aseguré que no sabía de qué estaban hablando, y ellos me condujeron hasta un extremo de aquella gran sala, donde estaba arrinconada una mesa de gruesa madera repleta de papeles. Sobre ella descansaba una compleja figura; nueve esferas de cobre estaban sujetas a una delicada armilla, y sobre cada una de estas esferas estaba grabado el nombre de un planeta.

– En ocasiones me gusta retirarme aquí para meditar -dijo Nyayam, sonriendo como si quisiera alejar aquella turbación de mi mente-. Sé que esto puede resultar sorprendente, rodeado por todo ese ruido, pero el chasquido de esos engranajes, su monótono repiqueteo, suele ayudarme a disciplinar mi mente. En otras ocasiones, debo advertirte, su efecto es el contrario.

– ¿Qué es esto? -pregunté observando la armilla-. ¿Es un juego?

Neléis quiso saber por qué decía esto, y yo tomé la armilla entre mis manos.

– Sólo existen seis planetas -dije-, contando la Tierra que debería estar situada en el centro. ¿De dónde han salido esos otros nombres? Rea, Océano y Tártaro… Esos nombres no pueden corresponder a planetas.

– ¿Por qué pareces tan seguro de eso? -me preguntó Neléis.

– He estudiado los cielos durante toda mi vida -dije-, y jamás vi más que cinco planetas, además del Sol y la Luna, moviéndose por los cielos.

En realidad, recordé, los pitagóricos afirmaban que los astros del Universo deberían completar el número mágico de diez, y como sea que sólo conocían nueve: Sol, Mercurio, Venus, Tierra, Luna, Marte, Júpiter, Saturno y Estrellas-fijas, tuvieron la osadía de añadir la Antitierra.

Nyayam se acercó a la esfera armilar, y la hizo girar levemente.

– ¿Y si esos otros mundos fueran invisibles para los ojos desnudos, y sólo se descubrieran al hacerlo con potentes instrumentos ópticos? ¿Cambiaría eso tu concepción del mundo? Y si esos mismos instrumentos te demostraran que, efectivamente, la Tierra no ocupa el centro del mundo, ¿lo creerías? ¿Aceptarías lo que esos instrumentos te dicen o en cambio los destruirías afirmando que son obras del demonio?

De nuevo Roger Bacon, el doctor admirable, acudió a mi mente. ¡Qué feliz se habría sentido aquel franciscano inglés de haber llegado a una ciudad como aquélla, y ver todos sus sueños realizados! Su pasión era el conocimiento de la naturaleza, tanto en relación con el contenido de las ciencias como en cuanto al método para investigarlas. Y, como hijo de San Francisco, Bacon transformó su amor hacia las creaturas en observación científica. Tenía una fe exuberante, no sólo en Dios, sino también en la naturaleza, en los hombres, y en sí mismo. Sentía el universo rico de infinitos secretos:

«Ve, observa, experimenta, aplica». El saber para él era acción y sentía la necesidad de los hechos y de las pruebas. Nunca le asustó la Verdad. ¿A mí sí?

– No lo sé -reconocí-; no sé lo que haría, lo que creería, si tuviera que enfrentarme a una realidad distinta de la que creo. -Alcé los ojos y miré desafiante al anciano consejero-. Pero sé que siempre intentaría guiarme por la razón y la lógica, que nunca utilizaría argumentos irracionales o fanáticos para defender a ultranza mis creencias.

La sonrisa de Nyayam se amplió.

– Estupendo, amigo mío, porque si es así, sin duda que nuestra relación será fructífera. Eres una persona de gran importancia para nosotros.

– No entiendo por qué -dije-. Es evidente que podéis aprender muy pocas cosas de mí, siendo como son vuestros conocimientos tan vastos.

– Hay dos grandes motivos por los que tu presencia entre nosotros es tan importante -me explicó Neléis-; el primero es que estamos viviendo tiempos de crisis; nuestra ciudad está amenazada por el mismo Mal que intentó poseerte. Se avecina un gran enfrentamiento y tus amigos guerreros bien podrían ser el grano de arena que decidiera la balanza a nuestro favor. Pero no confiamos en los mercenarios y carecemos de experiencia en tratar con ellos. Preferimos hablar con un hombre de ciencia como tú; por quien, sorprendentemente, el líder de los mercenarios parece sentir un profundo respeto. Es una situación muy afortunada para nosotros.