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– ¿Hemos llegado? -le pregunté a la mujer cuando el transporte se detuvo en una plataforma.

– No -respondió Neléis-; pero se ha hecho tarde y, según me dijo Ácalo, hace muchas horas que no has comido nada. Mi hogar está aquí mismo y he pensado que podríamos cenar antes de continuar.

Yo sentía una gran curiosidad por saber más cosas de Neléis y del resto de los consejeros. La idea de una mujer que ocupara un cargo tan importante en la ciudad me seguía fascinando. Su hogar era una pequeña casa de dos plantas con un amplio jardín frente a ella; similar a las otras casas que se levantaban a ambos lados de la calle.

Atravesamos un estrecho camino de losas de piedra incrustadas en la hierba perfectamente recortada, y llegamos frente a una puerta de madera con algunos adornos multicolores grabados en ella. Quizá hubiera esperado que la vivienda de un alto dignatario fuera algo más parecido a un palacio, pero tenía que admitir que el lugar era agradable. En el jardín había multitud de casitas de madera para pájaros y palomares que despedían un característico olor, y de los que llegaba un continuo murmullo de aves que se preparaban para pasar la noche.

La consejera abrió la puerta y una mujer joven, a quien Neléis me presentó como su compañera, salió a recibirnos.

Cenamos en el jardín, en una mesa atendida por un par de muchachas a las que ya no me atreví a considerar esclavas. Quizá también eran estudiantes como Ácalo.

La compañera de Neléis se llamaba Eritea, y le calculé unos veinte años. Tenía el pelo largo, de color castaño oscuro. Sus rasgos eran equilibrados y apacibles, y sonreía con sinceridad. Era una buena conversadora, al igual que Neléis, pero al mismo tiempo parecía ser, de las dos, la que estaba más pendiente del desarrollo de la cena, ordenando a las dos sirvientas que sacaran uno u otro plato, que retiraran esto o lo otro, o que escanciaran más vino; por lo que me pregunté si sería una especie de dueña, o ama de llaves que se ocupaba de la casa mientras Neléis se dedicaba a sus tareas en la Asamblea. Pero ambas mujeres se trataban con una familiaridad sorprendente.

La comida era deliciosa, como toda la que había probado en Apeiron; pero durante mi tiempo de estudio en la vivienda cercana a la Pirámide de la Asamblea, había estado tan enfrascado en los libros que apenas había percibido lo excelente que era.

Sabores ricos y sutiles en las verduras perfectamente especiadas, y una carne fresca y llena de jugo, como si siempre perteneciera a un animal recién sacrificado. Y el vino era el mejor que jamás hubiera tomado, incluso en la mesa de algún papa. Pero, como tantas otras cosas, aquel lujo allí parecía cosa normal.

Sirvieron una verdura con aspecto de flor, semejante a la alcachofa, pero de un color verde más intenso, hervida y aromatizada con hebras de azafrán, y una carne cortada muy gruesa y apenas pasada por el fuego, pero asombrosamente tierna. Pregunté de qué animal se trataba, y Eritea dijo una palabra que no entendí pero que después de una larga explicación interpreté que se trataba de carne de avestruz.

Yo sólo había visto avestruces en las ilustraciones de un libro sarraceno de un tal El-Kasvini [30] , y me había parecido un animal tan mítico como el mismísimo unicornio; un pájaro tan grande como un caballo, de plumas blancas y negras. Me parecía imposible estar comiéndolo en esos momentos; Eritea me podía haber dicho que se trataba de carne de roc y me hubiera resultado igual de extraño.

Pero tenía que admitir que era sabrosísima.

Los dulces consistieron en una multitud de pequeños y sabrosísimos pasteles, de diferentes tamaños y sabores, pero en los que la miel parecía ser el ingrediente principal. Ya había observado el gusto que los apeironitas tenían por la miel, y pregunté por su procedencia. Neléis explicó que algunos de los grandes edificios de cristal no estaban habitados por personas, sino por plantas, flores y abejas. Eran llamados estos edificios palacios de cristal, y la miel era recolectada por unos ciudadanos que penetraban en estos edificios con trajes protectores.

Mientras comíamos, Neléis me contó que Eritea era ingeniera, y que había aportado importantes mejoras al trazado del alcantarillado y al sistema de irrigación de los jardines. La mujer joven sonrió con modestia mientras la consejera decía esto; pero yo seguía sintiéndome confuso. Me preguntaba cuál sería la relación entre las dos mujeres, pues no parecían hermanas ni madre e hija; y consideré si existiría entre ambas alguna especie de vínculo monástico que las obligara a vivir solas sin compañía masculina.

Aquella ciudad y sus gentes me desconcertaban por completo.

Tras la cena, Eritea me condujo al interior de la vivienda donde me mostró su colección de objetos del Mundo Exterior: Frascos egipcios, con esfinges policromadas rematando sus tapas; curvados cuchillos de acero turco, y llaves de hierro romanas; la multitud de pequeños objetos se completaba con minuciosos grabados colgados de las paredes que mostraban estampas de Alejandría, Constantinopla y Roma.

Otro grupo de grabados, que Eritea exhibió con el cuidado de quien enseñaría su más preciada joya, representaban escenas repletas de hombres y mujeres extraños, desnudos o con apenas un pequeño taparrabos cubriendo sus partes pudendas. Eran hombres oscuros, con el cuerpo ilustrado con exóticos tatuajes y espectaculares adornos de plumas sobre sus cabezas. Otro mostraba a un grupo de personajes de ojos rasgados, ricamente vestidos y en actitud hierática; el grabado reproducía con minuciosa perfección los complejos bordados de sus túnicas que recordaban algo a las vestiduras de los nobles de Constantinopla. Otro representaba una ciudad con aire oriental, con hermosas mujeres asomadas a las ventanas, por cuya calle principal discurría una comitiva de guerreros cabalgando sobre elefantes; uno de los cuales estaba ricamente engalanado y llevaba una especie de palio bajo el que había un hombre de aspecto majestuoso.

Había incontables grabados, y algunos mostraban escenas tan extrañas que yo no sabía cómo interpretarlas, pero el conjunto era fascinante y extrañamente evocador.

– Nunca he salido de Apeiron -me confesó Eritea mientras contemplaba las láminas-, pues siempre ha habido asuntos que me han mantenido dentro de sus murallas, y no tengo más conocimiento sobre el maravilloso Mundo Exterior que estos hermosos grabados.

– No te gustaría -le dije mirándola-. El Mundo Exterior no es tan hermoso como estas láminas parecen indicar, pues no muestran la suciedad, ni la podredumbre, ni la miseria que anega lo que vosotros llamáis el Mundo Exterior. Esta imagen de Constantinopla, por ejemplo. Es cierto que Hagia Sofía posee una arquitectura tan bella como la que describe el grabado, pero aquí, en primer término, faltan las legiones de mendigos pidiendo para comer, y los mutilados arrastrándose por el suelo, y los niños turcos esclavizados, transportando grandes pesos y vestidos sólo con harapos; y, por supuesto, no podemos sentir el olor de las basuras amontonadas por todas partes, pudriéndose al sol. El artista ha preferido olvidar esos detalles, pero están ahí, siempre, al menos en el Mundo Exterior que yo conozco. Tu ciudad sí que es verdaderamente hermosa, Eritea, no lamentes no haberla abandonado nunca.

Horas después, de nuevo a bordo de un transporte volador que se deslizaba silenciosamente en medio de la más absoluta oscuridad, mientras las brillantes luces de Apeiron iban quedado muy atrás, Neléis dijo:

– Creo que Eritea quedó muy impresionada por tu descripción del Mundo Exterior. Esta noche has destruido uno de sus más queridos sueños.

– Lo siento -dije-. No era ésa mi intención.

– No te disculpes, Ramón, es evidente que tu experiencia es muy distinta a la nuestra, y que tú has vivido tu vida de una forma mucho más intensa que nosotros.

– Eso me resulta difícil de creer.

– ¿Por qué?

– Cualquiera de tu pueblo puede aprender más en un solo día que un hombre del exterior en toda su vida. Con todos esos libros y esos conocimientos al alcance de la totalidad de los ciudadanos, tu pueblo debe ser el más sabio de la tierra.

Ella sonrió y dijo:

– No te dejes engañar por las apariencias. Que el conocimiento esté al alcance de todos no significa que todo el mundo vaya a transformarse en sabio. Creo que tenemos la misma proporción de genios y de gente común que vosotros.

– Pues no logro entenderlo, con toda esa información a vuestro alcance.

– En realidad, la gente como tú no abunda precisamente en Apeiron.

– Tú eres muy inteligente.

Neléis se frotó la barbilla, y dijo:

– He cumplido ya los cuarenta años; y, al igual que Eritea, jamás he abandonado los seguros muros de Apeiron. Esta actitud no favorece la creatividad, amigo mío. A veces pienso que mi pueblo desaparecerá en la historia sin dejar el menor rastro; que las arenas de este desierto nos cubrirán, o que nuestros huesos yacerán en el fondo del mar sin que nadie de las razas venideras sepa nunca de nuestra existencia.

– Eso no sucederá -le dije-. La gente hablará de nuestros tiempos por vosotros, y no por las guerras y calamidades que llenan lo que tu compañera llama el maravilloso Mundo Exterior.

– Me temo que Eritea es demasiado romántica para algunas cosas.

– La miseria no tiene nada de romántico -dije, hablando con tono severo-. Tu ciudad disfruta de tantas cosas de las que el resto del mundo carece que es casi…

– ¿Inmoral?

– Sí, ésa es la palabra; inmoral. Yo creo que la grandeza no sólo está en conseguir grandes logros, sino también en saber cómo compartirlos con los menos afortunados.

– ¿Y crees que ésa no es nuestra voluntad? -preguntó la mujer.

– Es evidente que no. No pretendo juzgaros, ni en realidad sabría cómo hacerlo, pues sois tan divinos y tan humanos a la vez que me desorientáis por completo; pero de una cosa sí estoy seguro, y es de que podríais ayudar a la gente del exterior, con vuestra ciencia, para que tantas vidas humanas no fueran tan miserables.

Por primera vez, Neléis parecía molesta. Me contó que, a pesar de lo que yo pudiera creer, la ciencia de la ciudad estaba muy atrasada, y apenas había presentado algún avance importante en los últimos siglos. Constreñidos por su obligado encierro y por la falta de ideas y perspectiva de las cosas. Por eso agradecían cualquier aportación de sangre nueva; la llegada de nuevos miembros desde el Mundo Exterior.

[30] Se refiere a la obra titulada Las maravillas de la naturaleza, que escrita durante el siglo XIII describe muchos animales tropicales, como el orangután y el dugongo.