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Se preparaba entonces una gran batalla. La batalla definitiva entre la razón y la locura. La propia historia de la ciudad, que ahora estaba aprendiendo de los libros, parecía definida por una serie de escaramuzas en el transcurso de esa guerra.

Mientras leía la historia de Apeiron, y sentía cómo las mareas de siglos pasaban sobre la ciudad, encontraba vagas referencias al Adversario, aquí y allá. A veces le llamaban la Criatura , a veces el Adversario. Nunca se le describía con precisión, ni se explicaba cuáles eran sus intenciones, pero era evidente que a lo largo de los tiempos estaba siempre ahí, acechando en algún lugar desconocido y horrible.

Las pequeñas colonias y observatorios astronómicos que la ciudad había ido fundando a lo largo de los siglos, como simientes de nuevas Apeiron, destinadas a extender su ciencia y su criterio a la hora de interpretar la naturaleza, se habían perdido una tras otra; como zarpazos dados por el Adversario.

Pero nunca había encontrado la ciudad original, aunque era evidente que los apeironitas siempre se habían sentido amenazados, obligados a permanecer ocultos, a reducir al mínimo sus contactos con lo que ellos llamaban el Mundo Exterior.

Ácalo apenas pudo aclararme algo sobre el Adversario.

– Sabemos que vive en el Remoto Norte -me dijo en una ocasión-. Y es muy viejo, tan viejo como las estrellas. Su raza proviene de otro mundo y tuvo un gran poder en el pasado, pero ahora el Adversario está solo y sabe que nosotros somos los únicos que podríamos destruirle. Por eso nos odia y desea nuestro final.

Oyéndole hablar, y leyendo los crípticos comentarios sobre la Criatura dispersos por los textos históricos de la ciudad, me preguntaba por qué aquellas gentes tan perspicaces para otras cosas no alcanzaban a comprender, tan claramente como yo lo hacía, la verdadera naturaleza de aquel Ser; auténtica encarnación del Mal del mundo.

En una ocasión en la que Joanot vino a visitarme, comenté con él todas estas cuestiones, y el caballero me escuchó sonriente y satisfecho de sí mismo.

– No es un ser sobrenatural -me dijo-; esta gente está perfectamente de acuerdo sobre ese punto. Es un hechicero de una raza muy antigua, y cuya vida ha sido tan larga como la vida de los antiguos patriarcas. Posee el poder mágico de absorber el alma de la gente y transformarlos en sus siervos, como estuvo a punto de sucederte a ti, como dicen que hace el líder de la secta los asesinos, gracias al poder del humo de una hierba mágica. Pero esta gente prepara una expedición hasta su cubil para acabar de una vez por siempre con su amenaza. Una batalla más para los almogávares.

En la cabeza de Joanot se mezclaban sin problemas la superstición más ingenua con el escepticismo más recalcitrante.

– Y los almogávares participaréis en la lucha… -le dije- por oro.

– No por oro -replicó el valenciano-; sino por mucho oro. Diez carros cargados hasta los topes para ser preciso.

– Esta será una batalla sagrada, amigo mío -le dije-; el esperado momento de la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, donde todo se decidirá.

Tal y como san Agustín había predicho, la lucha entre el Bien y el Mal se libraría en el mundo real; en la Historia. Porque Dios necesitó de la Historia del Hombre, desde Adán hasta el momento presente, para que su ciudad dispusiera de tiempo para realizarse, para educar a aquel pequeño grupo de hombres y otorgarles el destino de destruir el Mal; o como dijo san Agustín: «La providencia divina conduce la Historia de la humanidad como si se tratara de la historia de un solo individuo que se desarrolla gradualmente desde la infancia hasta la vejez».

Pero las debilidades humanas estaban destinadas a empañar la gloria de aquel momento. La consejera Neléis vino un día a verme, y los sentimientos que afloraban en su rostro me resultaron indescifrables. Le pregunté qué había sucedido.

– Varios almogávares salieron durante la pasada noche de su campamento y atacaron, violaron y asesinaron a tres ciudadanas -respondió.

La noticia golpeó mi conciencia como un mazazo, y apenas logré preguntar por el paradero de aquellos hombres y si Joanot conocía ya los hechos.

Neléis me respondió que los almogávares estaban retenidos por los dragones, y que alguien había ido en busca de Joanot.

Neléis y yo nos trasladamos en una de aquellas barcazas voladoras hasta el cuartel de dragones en el que estaban encerrados los almogávares. Eran cuatro, pero sólo conocía bien a dos de ellos; se trataba de Jaume, el joven explorador que se había internado en la tétrica ciudad de Rai, y de Fabra, el veterano hom d'ordre almogávar.

Jaume no contaría mucho más de dieciocho años, y siempre me había parecido un joven discreto y tímido; lo que resultaba poco habitual en un almogávar. Por eso no era capaz de comprender el sinsentido y la maldad de aquella acción.

Joanot llegó poco después, y escuchó, con semblante impasible, el relato de lo sucedido de boca de un capitán de dragones. Al parecer, los cuatro almogávares habían abandonado el campamento en mitad de la noche y habían deambulado por la ciudad provistos de una buena cantidad de alcohol. Habían destrozado a pedradas varios globos luminosos y varias cristaleras sin que nadie hiciera nada por detenerlos. Después habían forzado la entrada de una vivienda de estudiantes y habían atacado a las tres muchachas que la ocupaban. La más joven de ellas apenas tenía catorce años.

Joanot se volvió entonces hacia Fabra y le pidió que nos diera su versión. Fabra se sorbió los mocos; tenía los ojos enrojecidos, y era evidente que estaba muy alterado, pero no tenía señales de haber recibido ningún castigo por parte de los dragones.

– Nos alegramos de verte, Adalid -empezó-; todo el mundo está bastante loco por aquí. Deberíamos marcharnos de este país de brujos y regresar a nuestra tierra…

– Cuéntame lo sucedido -le cortó Joanot.

– Sí, Adalid… -Fabra miró a un lado y a otro, como si buscara apoyo en sus tres compañeros, pero éstos tenían sus ojos clavados en el suelo. El joven Jaume se retorcía las manos y mordía sus labios como si luchara para que sus emociones no afloraran. Fabra siguió diciendo-: Esas mujeres… se pasean ante nuestras narices casi desnudas, luciendo sus cuerpos como furcias… Esas tres estuvieron por la tarde cerca del campamento, y una de ellas parecía haberse encaprichado de Jaume. Estuvo hablando con él durante horas, y le invitó a visitarla en su vivienda. ¿Qué mujer sino una puta haría eso? Así se lo dijimos a Jaume, pero el muy tonto no quería ir… -Fabra se permitió entonces una risita y dijo-: Al parecer el muchacho estaba sin estrenar; ¿entiendes lo que quiero decir, Adalid?

– Te entiendo -dijo Joanot-. Sigue hablando.

– Bien, al final le convencimos, y fuimos a ver a las chicas -dijo Fabra, elevando sus ojos desafiantes hacia Neléis y el resto de los apeironitas presentes-; ¿quieres que siga dando detalles, Adalid?

– No es necesario -dijo Joanot.

– Esos canallas se ensañaron con las tres jóvenes -dijo el capitán de dragones, temblando de ira-; las mataron después de haberlas torturado durante horas. Nadie en esta ciudad ha nacido para sufrir tanto horror. Nadie aquí está preparado para esto.

Joanot hizo una mueca de cínico desprecio, y dijo:

– ¿Y los del Mundo Exterior sí estamos destinados a sufrir? ¿Acaso nuestras carnes son de una naturaleza diferente a las vuestras?

Neléis se interpuso entre los dos hombres.

– El capitán no pretendía decir eso, Joanot -dijo-; debemos tranquilizar los ánimos y buscar una salida justa a este problema. Hay demasiado en juego para que iniciemos aquí un enfrentamiento entre nosotros.

Pregunté a la consejera cuál sería el castigo de la ciudad para un crimen así.

– El destierro. Pero primero debemos juzgar a estos hombres…

– Son mis hombres -le cortó Joanot- y serán juzgados de acuerdo con nuestras costumbres.

Neléis aceptó esto, afirmando que siempre había tenido a Joanot por un hombre justo, y silenció las protestas del capitán de dragones ordenándole que dejara a los cuatro almogávares bajo la custodia del valenciano.

Mientras regresábamos al campamento con los cuatro almogávares, Fabra se disculpó ante Joanot por todo lo sucedido, diciendo que había sido una consecuencia del vino y del nerviosismo que todos sentían ante un lugar tan extraño como la ciudad.

«Nada demasiado grave, y nada que precisara de un rigor exagerado», comentó Joanot. Le bastó con adornar los ángulos del campamento con unos leños cruzados y colgar de ellos a aquellos cuatro almogávares ariscos y asesinos.

Los cuerpos permanecieron allí suspendidos durante varios días, pudriéndose en el limpio aire de Apeiron, rodeados por una muchedumbre que contemplaba con morbosa fascinación tanto horror y tanta brutalidad por parte de aquellos extranjeros.

7

– Preparamos una expedición a Marakanda -me anunció la consejera Neléis una semana después del ajusticiamiento de los cuatro almogávares-. Nuestro deseo es que tú, y algunos de los guerreros de Joanot, vayáis en ella.

Levantando la mirada de los libros que estaba estudiando en esos momentos, le pregunté cuál era el objetivo del viaje. Debía de tener los ojos enrojecidos y el gesto huraño típico de los momentos en los que era interrumpido durante el estudio.

– Uno de los musulmanes que os acompaña nos informó que antes de ser capturado por los protohombres había presenciado una gran concentración de guerreros tártaros en los alrededores de Marakanda.

Era así como los antiguos griegos llamaban a Samarcanda.

– ¿Creéis que preparaban un ataque contra vosotros? -pregunté.

Neléis y el resto de la Asamblea estaban bastante seguros de esto. Lo que necesitaban evaluar era la verdadera dimensión de la amenaza. Ibn-Abdalá afirmaba que los enemigos podían contarse por centenares de miles, y la Asamblea quería confirmar esto y prepararse para lo que se avecinaba.

Yo no entendía del todo la situación:

– ¿Estáis seguros de que el Adversario conoce la situación de esta ciudad?

– Sin ninguna duda.

– Pero -reflexioné-, durante siglos ha estado buscándoos sin ningún resultado. ¿Por qué creéis que ahora, precisamente, sí sabe de vuestro emplazamiento?

– Él sabe dónde estamos. Pero, afortunadamente, nosotros ya conocemos con exactitud dónde se oculta él.