Sonó la sirena. Nuevas caras, salidas del Central, aparecieron en la bodega. La tertulia se deshizo… Menegildo estaba excitado por sus cinco copas de ron. Tenía ganas, indistintamente, de reír fuerte, de acariciar a su mujer o de reñir con alguien. Un nervioso deseo de acción le hacía mirar las torres trepidantes del Ingenio, con ganas de escalarlas… ¿Y Longina? No sabía de ella desde la noche de la agresión. ¿Y el desgraciao ese…? ¡Si lo hubiera visto aquella noche, habría pasado algo serio! Antonio tendría la prueba de que sabía portarse como un macho… Mascullando insultos, Menegildo palpaba la vaina de su cuchillo.

Varios “conocíos” lo acompañaban en la ruta, alejándose del caserío. Poco a poco fueron perdiéndose en los senderos que desembocaban a la arteria polvorienta y maltrecha. Menegildo quedó solo. Una sorda exasperación le hizo apretar el paso. Ahora iba dando saltos, sin sentir cansancio, llevado por los resabios del alcohol. Estaba furioso, estaba alegre. Recogía guijarros y los tiraba contra los árboles… La luna, verdosa, remataba una cuesta en la carretera, como alegoría de la salud en anuncio de reconstituyente. Sobre esa luna había un habitante: una silueta engrandecida por una jaba… Menegildo sintió una curiosidad apremiante, casi enfermiza, por ver quién era aquel transeúnte de astros.

Echó a correr, camino arriba, hasta ser nueva sombra en el disco luminoso… Las palmacanas, húmedas de rocío, habían puesto sordina a su crepitar de aguacero.

28 El macho

Serían las cinco de la tarde cuando la pareja de la guardia rural arrestó a Menegildo.

No se le acusaba -por casualidad- de hacer propaganda comunista ni de atentar contra la seguridad del Estado.

Era sencillamente que el haitiano Napolión había sido hallado en una cuneta de la carretera, casi desangrado, con un muslo abierto por una cuchillada.