Las palabras de sus compañeros revelaban a Menegildo los hábitos y misterios de la ciudad. Ya le importaba saber si “me arrastro y soy soldado” era lombriz; “pelotero que no ve la bola” era anguila, o “gato que camina por los tejados sin romper las tejas” correspondía a la lengua del elefante, según decían. Guiado por esas definiciones sibilinas, imaginadas por los banqueros chinos para atraer al jugador, había arriesgado ya sus primeras monedas, a fijo o corrido, sobre las figuras del cooli charadero, o las de su compañera, la Manila de Matanzas. Gato en boca, marinero en oreja, cachimba en mano, el brujo amarillo y mostachudo había seducido también a Menegildo, con su cabeza hecha hipódromo de caballos, su gallo erguido sobre el esternón, su buque navegando a flor de vientre, su mono bebedor, su camarón colgado de la bragueta, y, por corazón, una ramera de gola y talle avispado. Si caracol era “guajiro que no iba al mercado”, pavo real “no alumbraba siendo faro”. Detrás de los hombros del mago-tablero-rifero, arlequín de bichos y cuadrillas, asomaban una monja cristiana y un venado como los títeres de un bululú. Además, los inventores de la Charada sólo habían necesitado 36 figuras para resumir las actividades y los anhelos esenciales del hombre. Y Radamés, que ahora jugaba a “Antón Perulero” con los machos de verdad, estaba simbólicamente representado en ese desfile de símbolos freudianos, luciendo una florida cola de pavo real.

La historia de Radamés, que ya Menegildo se sabía de memoria, era de las que se situaban en las fronteras de la mitología. ¡Cosas así no habían pasado ni en el Castillo de Campana-Salomón!… 1910. Un Tiburón ocupaba la silla presidencial. Junto al mar Caribe había una calle a la que el santo aguador había prestado su nombre. Calle con cien casas. En cada casa diez mujeres. En cada pierna una media. En cada media un centén. Bolas de celuloide danzaban en los surtidores del tiro al blanco; los “misterios del convento” eran revelados en un teatro cuyos primeros asientos estaban ocupados siempre por fondistas chinos. Y caída la tarde, los colores de la marinería convivían con el dril blanco de los elegantes tropicales. Desfilaban tatuajes y dientes de oro, quema-hocicos de barro y brevas de Vueltabajo. Las aceras angostas estaban guarnecidas de una doble hilera de bocas y de ligas, tan rojas las unas como las otras. Por una efigie de rey o un retrato de Washington, todo hombre podía disfrutar de un amor completo, con grabados de revistas francesas en las paredes, una rociada de alcohol profiláctico, y la inevitable canción, casta y sentimental, mientras se anudara la corbata. Había criollas, ufanas de acoger ciertas proposiciones con insultos sonoros; pardas, de las que cubren a San Lázaro con una enagua para que no se entere; francesas, hábiles como ningunas en el arte de economizar el minuto; polacas, de las que reúnen dinero para comprarle una botica al novio químico, allá en Varsovia, haciéndole creer que las damas de compañía se enriquecen en América. Desde la mujer perfumada con extractos de lujo o esencias violentas, hasta la que se dejó tatuar inscripciones conmemorativas en los muslos… Todas estas lectoras de Fierre Loti vivían bajo dominación de unos cuantos varones fuertes, Radamés y el chino Hoang-Wo presidían el trust de los nacionales, en pugna sangrienta con los franceses, que hacían gotear azucarillos en sus ajenjos siempre renovados. La frontera estaba trazada. A cien metros del Café de la Sirena se encontraba el trópico de la muerte, tan invisible y preciso como el de Capricornio. Quien se aventurara más allá, quedaría encogido en un bache como un caracol en su concha… Mario el Grande, Radamés y Hoang-Wo vivían en una casa cuadrangular, en cuyo patio se incendiaba, cada mañana, una planta de flores encarnadas. “¡Condenado sea quien viva solo!” -dijo el Profeta. Pero Mario el Grande, Radamés y Hoang-Wo no contrariaban la palabra venerada. Cada uno tenía cinco esposas fidelísimas, sin hablar de “Postalita”, la lesbiana maliciosa y eficiente que tenía el secreto de traer nuevas adeptas al hogar colectivo. Cuando los muñecos de organillo dejaban de martillear en sus campanitas doradas, después de la proyección final de Los misterios del convento; cuando los pianos-orquestas acababan de digerir estrepitosamente sus últimos níqueles, las mujeres volvían a la casa y, sentadas en torno a la mesa familiar, procedían a rendir cuentas. La que menos hubiera ganado en el día se levantaba mansamente y se dirigía al patio, después de despojarse de sus tacones Luis XV y de todo lo rompible que adornara su persona. Mario descolgaba un bambú. Y durante algunos minutos la letra entraba con sangre, y cada semilla de admonición hacía florecer un ancho morado. Estas siembras permitían cosechar trajes de dril 100, leontinas de oro, alfileres de corbata con perlas y herraduras platinadas, y otros adornos de buen ver…

Todo anduvo bien hasta el día en que Mario el Grande fue abatido a balazos por un marsellés que se aventuró en terreno prohibido. Esto abrió una era de vendetas, de luchas de clan, que aterrorizó a la misma policía. El capitán del barrio llegó a pedir garantías y dos pelotones de refuerzo. Las mujeres miraban a sus clientes con desconfianza, preguntándose si no calentaban un espía en el seno. Al fin, el peor adversario de los cubanos, monsieur Absalón, apareció una noche en el Café de la Sirena tratando de sujetar unos intestinos que se le iban a borbotones. Su entierro tuvo lugar en la tarde siguiente. Entierro de primera, con caballos emplumados, féretro de gala, lágrimas plateadas y dos zacatecas asturianos con las piernas enfundadas en calzones de franela adherente, adornados por un sol de amoniaco en el muslo izquierdo. Detrás de las coronas se iniciaba un interminable desfile de coches, llevando personajes con la cara marcada o un ojo de menos. Las plañideras venían después, con las caderas enormes, el pelo corto, los ojos llorosos de aguardiente y desesperación, todas enlutadas en tornasol, con atavíos teñidos de prisa, que no excluían calzado de hebillas cupleteras, adornos de mostacilla, lentejuelas y brillantes de vidrio tallado, bajo el ala de sombreros habitados por cuanta golondrina o ave del Paraíso habían podido atraparse en los zaldos de La Metafísica. Como Absalón era católico-apostólico-romano, un cura y dos sochantres inclinaban las tonsuras detrás de la chistera roñosa de un cochero… El cortejo había recorrido ya la avenida paralela al mar, cuando, al apuntar hacia el pórtico monumental del cementerio, los caballos del féretro doblaron los corvejones, cayendo sobre los costillares con gran desorden de bridas y penachos. Los compañeros de Mario el Grande, dirigidos por Radamés y Hoang-Wo, habían abierto recio tiroteo sobre el carro mortuorio, desde el portal de un cafetín destinado a los empleados de pompas fúnebres. Las mujeres corrieron a refugiarse en las furnias cercanas, mientras los nacionales y los franceses cargaban con pistolas y cuchillos. Al fin, las fuerzas de la policía entraron en acción, soltando una descarga de máuser a cada tres pasos… Y desde entonces, Radamés y su chino fiel vivían entre rejas, esperando que una amnistía les devolviera un puesto a la luz del sol.

A la con-tin-sén
Y a la que con-tin-sén.

– ¡Ese Radamé era un macho! -pensaba Menegildo.

La campana dio las ocho. Los presos rompieron sus grupos y regresaron a sus respectivas galeras, cuyas luces quedarían encendidas toda la noche para evitar unas violaciones que siempre tenían lugar, además, a pesar de las bombillas de cincuenta bujías y de todas las medidas dictadas por la moral del reglamento.

33 Rejas (c)

Cuando, aquel sábado, el negro Antonio vino a la prisión para ver a Menegildo y traerle dos cajetillas de cigarros y una lata de arroz con jaiba, quedó maravillado de la transformación que se había operado en el carácter del primo. Unas pocas semanas de obligada promiscuidad con hombres de otras costumbres y otros hábitos, habían raspado la costra de barro original que acorazaba al campesino contra una serie de tentaciones y desplantes. Después de haber maldecido mil veces el instante en que apuñaló aquel haitiano de rayos, sentía la necesidad, ahora, de blasonar de su valentía. Eran veinte cuchilladas las que le había dado, y si el otro seguía viviendo era porque le tuvo lástima. Con los dineros ganados en la charada acababa de comprarse una resplandeciente camisa de cuadros azules y anaranjados. Hablaba reciamente y gesticulaba con arrogancia. Antonio, hallándose frente a un hombre digno de estimación, sentenció:

– ¡Cuando sagga, te va a tenel que metel a ñáñigo! ¡Naiden podrá salarte má!

– Ya ta pensao -respondió Menegildo-. Ñangaíto, el del Sexteto Botona, tiene una libreta del Juego, y me está enseñando lengua. ¡Con toj Abonecue no hay quien puea! ¡Etá uno protegió pa toa la vía!

– ¡Yo voy a sel tu ecobio! -exclamó Antonio, bajando la voz-. ¡Tú va a sel de la Potencia del Enellegüellé! Te tiene que conseguil cuatro peso y un gallo negro. ¡Ya verá que con lo hermano nunca te faltará ná!

Y le repitió la historia de aquellas secretas asociaciones de masonería negra, remozadas en tiempos de bozales para proteger a los esclavos de la fosa común. En su relato vivieron los antecesores de los jefes de hoy, Obones de oro, que construyeron el primer tambor sagrado con la madera de tres árboles. El río cuyos manantiales están en el cielo, asistió a la iniciación de los “amanisones” fundadores… Hoy, en la ciudad que rodeaba a la prisión, existían juegos enemigos hereditarios: el Efó-Abacara y el Enellegüellé. Igualmente protegidos por el alcalde, que hallaba electores en sus filas, habían afirmado su prestigio con hechos de guerra. Los socios de ambos eran muy machos; no había pederasta entre ellos, y sabían buscarse aventuras por ahí, sin “dormirse” a las queridas o mujeres de los hermanos…

De pronto Menegildo pareció salir de un sueño:

– ¡Está muy bueno! Pero… ¿cuándo voy a salil de aquí?

– ¡Ni te ocupe! -exclamó Antonio-. Tu negocio etá fenómeno. ¡Ya tá arregláo! ¡E Consejal Uñita, que e ñáñigo, me dijo que cuando meno te lo eppere vas a vel e sielo redondo!

_¡No hay do negro iguale! Yo atrancándome en la colonia, con lo bueye y la carreta, cuando había un elemento como tú en la familia…

– ¡La influensia! ¡Ná má que la influensia! ¡Con el eppiritismo, la politica y e ñañiguismo, va uno pa’rriba como volador de a peso!