Hoy estaba henchido de orgullo. Siól de los Panteras de la Loma, había dado el batazo de la tarde deslizándose sobre el home con gran estilo, después de recorrer el diamante en doce segundos… Traía una botella de vino durce para la tía y los parientes que le fueran presentados. Repantigado sobre un taburete, en el centro del portal, desarrollaba un tornasolado monólogo, haciendo desfilar imágenes rutilantes ante los ojos maravillados de los Cué. ¡Cómo combelssaba el negro ese…! Cuando se cansó de provocar una admiración sin reservas, se caló la gorra, declarando que regresaba al caserío para “ver cómo estaba el elemento”. ¿Menegildo no querría acompañarlo? El mozo, colmado de honor, se dispuso a seguirlo.

– ¡Mira que etás enfelmo, muchacho! -objetó Salomé.

– Ya etoy bueno.

– ¡Va a cogel sereno!

– ¡Que ya etoy bueno, vieja! -concluyó enérgicamente el mozo.

El negro Antonio y Menegildo se encaminaron hacia la ruta del Central. Después de un momento de silencio, el primo alzó la voz:

– Oye, Menegid’do. Llegué eta mañana y ya conoc’co e cuento mejol que tú mim’mo. Una vieja que le disen Paula Macho y que siempre anda revuelta con lo haitiano, me dijo lo de lo palo, cuando la empregunté pa onde quedaba la casa e Salomé. Tabas metió con la mujel esa, y su gallo te saló… ¡Cosa e la vía! Pero e un mal negosio pa ti. E haitiano ese se figuraba que te había matao too. Ahora sabe que te pusit’te bueno, y cada vé que se mete en trago, dise que te va a sacal toa la gandinga pa fuera…

Menegildo quiso hacer buena figura ante el negro Antonio:

– Ya e desgrasio ese me tiene muy salao. Le voy a enterral e cuchiyo.

– ¿Y qué tú va sacal con eso? ¡Te llevan pal presidio…! Yo tuve un año, ocho mese y veintiún día, dipués que me denunsió la negrita Amelia por el rallo de su luja, y sé que e eso. ¡E rancho, lo brigada y e sielo cuadrao por tóos laos! ¿E presidio? ¡Pal cara…! Lo primero e dejal la mujel esa. Búc’cate otra pieza por ahí. Disen que el elemento etá pulpa en el pueblo. ¡Debe habel ca negritilla, caballero…! Oye la vo de la ep’periensia: no le ande buc’cando más bronca a lo haitiano…

– No puedo dejal’la -dijo Menegildo-. Etoy metió y ella etá metía conmigo… No le como mieo a lo haitiano, ni a lo americano, ni a lo chino, ni a lo de Guantánamo, ni a lo del Cobre…

– Tu hase lo que te sag’ga. A mí me tiene sin cuidao. Pero lo haitiano son mala comía, y si tú quiere seguir enredado con e elemento ese, te va tenel que portal como un macho…

– ¡Macho he sío siempre! -sentenció Menegildo. Ya era de noche cuando ambos llegaron al caserío.

27 Política

Muros de mampostería capaces de resistir un asedio, horadados en más de un lugar por los plomos de un ataque mambí; horcones azules plantados en piso de chinas pelonas -portal para caballos. El negro Antonio y Menegildo se aventuraron entre dos albardas y ocho patas, echando una mirada al interior de la bodega… Los compañeros del primo estaban ahí, rodeados de amigos y admiradores, celebrando el triunfo de la tarde.

– ¡Yey familia! -saludó Antonio.

– ¡Enagüeriero!

El héroe fue acogido con anchas sonrisas. Esa noche nadie pensaba en jugar al dominó. Sentados en bancos, sacos y cajones, los presentes asistían pasivamente a la charla espectacular de los peloteros, bajo un cielo de tablas soldadas con telarañas, del que colgaban vainas de machete, dientes de arado, jamones de Swift, guatacas y salchichones de Illinois envueltos en papel plateado. Para festejar la llegada de Antonio se pidieron tragos. Menegildo, que nunca “le entraba” al ron, salvo cuando tenía catarro, apuró su copa como una purga… Después de comentarse hasta la saciedad una formidable “sacada en primera” y la cubba del pitcher que logró “ponchar” al mejor bateador del Central, la conversación derivó hacia la política. Había quien votara por el Gallo y el Arado. Otros confiaban en Liborio y la Estrella, o en el Partido de la Cotorra. La lucha se había entablado entre el Chino-de-los-cuatro-gatos, el Mayoral-que-sonaba-el-cuero, y el Tiburón-con-sombrero-de-jipi. Una peseta gigantesca, una bañadera cuya agua “salcipaba” plateado, un látigo o un par de timbales, simbolizaban gráficamente a los futuros primeros magistrados, con lenguaje de jeroglífico. La mitología electoral alimentaba un mundo de fábula de Esopo, con bestias que hablaban, peces que obtenían sufragios y aves que robaban urnas de votos… Antonio filosofaba. Al fin y al cabo, la política era lo único que le ponía a uno en contacto directo con la “gente de arriba”. Ya daba por sentado que cualquier candidato electo acababa siempre por chivar a sus electores. También admitía que cada año la cosa andaba peor y la caña se vendía menos. Pero, por otra parte, sostenía que cualquier dotol vestido de dril blanco y escoltado por tres osos blandiendo garrotes, así fuese liberal o conservador, era un elemento de trascendental importancia para el porvenir de la nación, desde el momento que soltara generosamente el manguá que adquiere sufragios.

Se llenaron las copas. El alcohol ablandaba gratamente las articulaciones de Menegildo. Apoyado en un saco de maíz, escuchaba anécdotas de fraudes electorales que evocaban las siluetas de matones especialistas, enviados con la misión de “ganar colegios de cualquier manera”… Y en tiempos de reelección, ¿no se había visto a los soldados dando) planazos de machete a los votantes adversos? ¿Y el truco que consistía en confiscar los caballos de todos los campesinos sospechosos de oposicionismo, para no dejarlos concurrir a las urnas, bajo el pretexto de la carencia de cierta chapa de impuesto, de la que sólo se acordaban las autoridades en días de “comisios”?… ¡Había que orientar la opinión del pueblo soberano…!

Menegildo recordaba las fiestas políticas celebradas en el pueblo. Las guirnaldas de papel, tendidas de casa en casa. Las pencas de guano adornando los portales. Cohetes, voladores y disparos al aire. Una tribuna destinada a la oratoria, y una charanga de cornetín, contrabajo, güiro y timbal, para glosar discursos con aire de décima, en que el panegírico del candidato era trazado con elocuencia tonante por medio de parrafadas chillonas que organizaban exhibiciones de guayaberas heroicas, cargas al machete y pabellones tremolados en gloriosos palmares… El apoteosis de las promesas estilizaba el campo de Cuba. Los jacos engordaban, los pobres comían, los bueyes tendrían alas, y nadie repararía en el color de los negros: sería el imperio del angelismo y la concordia. Una ausencia total de programa era llenada con fórmulas huecas, reducidas frecuentemente a un simple lema. ¡A pie! pretendía sintetizar un espíritu democrático que se oponía ventajosamente, se ignoraba por qué serie de obscuras razones, al ¡A caballo! formulado por el partido adverso. En espera del momento en que pudieran comenzar a vender la república al mejor postor, los oradores desbarraban épicamente. De minuto en minuto, los nombres de Maceo y Martí volvían a ser prostituidos para escandir las peroraciones de aquellas cataratas grandilocuentes que conquistaban fáciles aplausos. Los catedráticos, pretendiendo movilizar una oratoria de otro estilo, obtenían bastante menos éxito, a pesar de exprimirse el intelecto para presentar imágenes clásicas. ¡Pena perdida! “La espada de Colón y el huevo de Damocles” no interesaban a nadie. El autor de un infortunado principio de discurso, por el estilo de: “Liberales de color de Aguacate”, estaba hundido de antemano… Lo que el pueblo necesitaba era alimento ideológico, doctrina concreta. Cosas como:

El Mayoral se va,
se va, se va, se va.
Ahí viene el chino Zayas
con la Liga Nacional.

El más genial de los políticos había sido aquel futuro representante que repartía tarjetas redactadas en dialecto apopa, prometiendo rumbas democráticas y libertad de rompimientos para ganarse la adhesión de las Potencias ñáñigas. ¡Votad por él…!

Rodeado de correligionarios, más de un prohombre de menor cuantía solía escuchar su elogio, revólver al cinto, pensando en las posibilidades productoras del querido pueblo que lo aclamaba. ¡Había que saber ordeñar la vaca lechera del régimen demagógico…! A veces, con la amenaza de apedrearlo a la salida de la cívica ceremonia si “no lo ayudaba”, un vivo lograba extraerle unos cuantos dólares. Pero ¿quién no aceptaba la férula de un elector?… Cierto candidato había tenido la inefable idea de entronizar el espíritu de la conga colonial en sus fiestas de propaganda. De este modo, cuando el mitin era importante y la charanga de la tribuna de enfrente comenzaba a sonar antes de tiempo, el orador tenía la estupefacción de ver a su público transformado en una marejada de rumberos, mientras sus palabras se esfumaban ante una estruendosa ofensiva de: ¡Aé, aé, aé la Chambelona! Los electores recorrían toda la calle principal en un tiempo de comparsa arrollada, y regresaban a escuchar otro discurso, abotonándose las camisas.

Lo cierto es que la sabia administración de tales próceres había traído un buen rosario de quiebras, cataclismos, bancos podridos y negocios malolientes. Roída por el chancro del latifundio, hipotecada en plena adolescencia, la isla de corcho se había vuelto una larga azucarera incapaz de flotar. Y los trabajadores y campesinos cubanos, explotados por el ingenio yanqui, vencidos por la importación de braceros a bajo costo, engañados por todo el mundo, traicionados por las autoridades, reventando de miseria, comían -cuando comían- lo que podía cosecharse en los surcos horizontales que fecundaban las paredes de la bodega: sardinas pescadas en Terranova, albaricoques encerrados en latas con nombre de novela romántica, carne de res salada al ritmo del bandoneón porteño, el bacalao de la Madre Patria y un arroz de no se sabía dónde… ¡Hasta la rústica alegría de coco y los caballitos de queque retrocedían ante la invasión de los ludiones de chicle! ¡La campiña criolla producía ya imágenes de frutas extranjeras, madurando en anuncios de refrescos! ¡El orange-crush se hacía instrumento del imperialismo norteamericano, como el recuerdo de Roosevelt o el avión de Lindbergh…! Sólo los negros, Menegildo, Longina, Salomé y su prole conservaban celosamente un carácter y una tradición antillana. ¡El bongó, antídoto de Wall Street! ¡El Espíritu Santo, venerado por los Cué, no admitía salchichas yanquis dentro de sus panecillos votivos…! ¡Nada de hot-dogs con los santos de Mayeya!