Ya caída la tarde, un guardia rural vino a informarse de lo sucedido. Usebio declaró que Menegildo se había caído bajo las ruedas de una carreta, sin ofrecer mayores explicaciones… La familia Cué estaba convencida -y en ello no andaba equivocada- que la Justicia y los Tribunales eran un invento de gentes complicadas, que de nada servía, como no fuera para enredar las cosas y embromar siempre al pobre que tiene la razón.

25 Mitología

Envuelto en sacos cubiertos de letras azules, sudando grasa, Menegildo abrió sus ojos atontados en la obscuridad del bohío. Su cabeza respondía con latigazos de sangre a cada latido del corazón. Jamelgo mal herido. ¡Buen garrote tenía el haitiano…! Los grillos limaban sus patas entre las pencas del techo. Andresito, Rupelto y Ambarina respiraban sonoramente. Salomé maldecía en sueños. Afuera, los campos de caña se estremecían apenas, alzando sus güines hacía el rocío de luna.

Sed. Un triángulo en el portal: la rastra del barril. Barril hirviente de gusarapos. El jarro de hojalata. Jarro, carro, barro. El barro de la laguna en tiempos de sequía, cuando las biajacas se agarran con la mano. Pero no; estábamos en plena molienda. La laguna debía estar llena de agua clarísima. Y fresca. Sin duda alguna. Los bueyes no ignoraban estas cosas. Abandonando la carreta, sin narigón, sin yugo, sin temor a la aguijada, Grano de Oro y Piedra Fina marcaban sus pezuñas en la orilla y hundían sus belfos entre los juncos… La mano de Menegildo se acercaba al agua. Se hacía enorme, se proyectaba, se crispaba. Y súbitamente, la laguna huía como un ave ante la mano llena de zumbidos.

– ¡Ay, San Lázaro!

Sostenido por sus muletas, cubierto de llagas que lamían dos perros roñosos, San Lázaro debía velar en imagen detrás de la puerta de la casa, junto al panecillo destinado a alimentar el Espíritu Santo, y la tacita de aceite en que ardía una “velita de Santa Teresa”. ¡San Lázaro, Babayú-Ayé, que cuidas de los dolientes! La plegaria de Babayú-Ayé debía acompañar la aplicación de todo remedio: el vaso movido en cruz, sobre el cráneo, para quitar la insolación; el cinturón de piel de majá, para curar mal de vientre; el tajo en tronco de almacigo, por noche de Año Nuevo, para matar ahogos; el tirón a la piel de las espaldas contra empacho de mango verde. Hasta los caracoles que se arrojan al aire para saber si un enfermo sanará, eran vigilados en su trayectoria mágica por el santo negro, a quien los blancos creían blanco… Además, ¿quién ignoraba, en casa de Menegildo, que con todos los santos pasaba igual? Los ojos del mozo quisieron ver las figuras de yeso pintado que se erguían sobre el altar doméstico de Salomé. Cristo, clavado y sediento, eres Obatalá., dios y diosa en un mismo cuerpo, que todo lo animas, que estiras palio de estrellas y llevas la nube al río, que pones pajuelas de oro en los ojos de las bestias, peines de metal en la garganta del sapo, pañuelos de seda morada en el cuello del hombre. Y tú, Santa Bárbara, Shangó de Guinea, dios del trueno, de la espada y de la corona de almenas, a quien algunos creen mujer. Y tú, Virgen de la Caridad del Cobre, suave Ochum, madre de nadie, esposa de Shangó, a quien Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo vieron aparecer, llevada por medias lunas, sobre la barca que asaltaban las olas. Dijiste: “Los que crean en mi gran poder estarán libres de toda muerte repentina…, no podrá morderles ningún perro rabioso u otra clase de animal malo…» y aunque una mujer esté sola, no tendrá miedo a nadie, porque nunca verá visiones de ningún muerto ni cosas malas.” ¡Las cosas malas! Menegildo las conocía. Rondaban en torno del hombre, con sus manos frías, voces sin gaznate y miradas sin rostro. Una noche, junto a las ruinas del viejo ingenio, Menegildo había sentido su presencia invisible y poderosa. Contra las persecuciones de los hombres existía la Oración de la Piedra Imán -Líbrame, Señor, de mis enemigos, como liberaste a Jonás del centro de la ballena- ; pero contra las cosas malas, la lucha se hacía desesperada. Sólo el sabio Beruá, cuya casa era rematada por un cuerno de chivo, era capaz de entendérselas con los fantasmas. Pero poseía los tres bastones de hierro legados por Eshú-el-Agricultor, una piel de gato-tigre, las conchas de jicotea. la Oración a los catorce Santos Auxiliares y, sobre todo, los Jimaguas. ¡Qué no podían esos muñecos negros y pulidos, con sus ojos en cabeza de alfiler, y la cuerda que los mancornaba por el cogote!… Cosas malas y ánimas solas eran de una misma esencia. Y cuando una mujer celosa visitaba al brujo, para asegurarse la fidelidad del amante próximo a partir, Beruá Te prescribía el empleo de aguas dotadas de secreto fluido erótico y la recitación de una plegaria feroz que debía decirse, a mediodía y a medianoche, encendiendo una lámpara detrás de la puerta: “Anima triste y sola, nadie te llama, yo te llamo; nadie te necesita, yo te necesito; nadie te quiere, yo te quiero. Supuesto que no puedes entrar en los cielos, estando en el infierno, montarás el caballo mejor, irás al Monte Oliva, y del árbol cortarás tres ramas y se las pasarás por las entrañas a Fulano de Tal para que no pueda estar tranquilo, y en ninguna parte parar, ni en silla sentarse, ni en mesa comer, ni en cama dormir, y que no haya negra, ni blanca, ni mulata ni china que con él pueda hablar y que corra como perro rabioso detrás de mí…” -¡Ay, San Lázaro!

Menegildo caía en un hoyo negro. Hacía esfuerzos por asirse de algo. Un clavo. Los clavos solían tener corbatas hechas con paja de maíz. Entonces eran como las que usaba Beruá en sus encantaciones. Clavos y piedras del cielo. Y cadenas. Ante su puerta había una de hierro. Pero el brujo había trabajado cierta vez una cadena de oro con tal ciencia, que se enroscaba como serpiente cuando su dueño se hallaba cerca de peligro. El Gallego Blanco, bandido de caminos reales, la había poseído. Y fue derribado por el máuser de un guardia rural pocas horas después de perderla, al cruzar un río crecido… El trabajo de una cadena mágica se hacía por medio de jícaras llenas de guijarros, rosarios de abalorios, polvos de cantárida y plumas de gallo negro degollado en noche de luna. Como cuando Beruá había sacado tres docenas de alfileres, varios sapos y un gato sin orejas del pecho de Candita la Loca, víctima del mal de ojo.

Pobre Candita la loca,
que Lucumí la mató.
Ella me daba la ropa,
ella me daba de tó.

Para empezar, Candita la Loca no fue matada por Lucumí, sino por un jamaiquino, capitán de partida, a quien llamaban Samuel. Matada indirectamente, es cierto. El negro usaba camisas azules cubiertas de diminutos tragaluces. Hablaba con el “hablao a rayo de los americanos”. Y junto a su cama tenía un cuadro piadoso en que podían verse la Virgen y el Niño adorados por los Reyes Magos. La Madre llevaba largo vestido blanco, entallado, y escarpines puntiagudos. Los Magos lucían levitas y chisteras. Y todos los santos personajes eran negros, excepto Baltasar, transformado en blanquísimo seguidor de estrellas… ¡Quién ha visto eso…! Ya se sabe que Cristo, San José, las Vírgenes, San Lázaro, Santa Bárbara y los mismos ángeles son divinidades “de color”. Pero son blancas en su representación terrenal, porque así debe ser. Samuel regaló el cuadro a Candita la Loca. Pero Lucumí estaba celoso, y un día de cólera dicen que le echó un daño. ¿Hierbas molidas en una taza de café? ¿Cazuela de barro con millo, un real de vino dulce y una pata de gallina…? Lo cierto es que Candita la Loca yacía entre cuatro velas, antes de que Beruá hubiera podido limpiarla de maleficios… La difunta -loca había de ser y que en pá dec’canse- había llevado el maldito cuadro a un velorio de santos verdaderos, arrojando la salación sobre el altar y todos los presentes. Ella había sido la primera víctima. ¡Chivo que rompe tambor, con su pellejo paga!

– ¡Ay, San Lázaro!

Sed. El sol seguía quemando en plena noche. ¿No arderían los cañaverales cercanos? ¡Yaguas y chispas! ¡Abanicos y lentejuelas! Mil columnas de humo para sostener techumbre de nubes caoba. ¡Mamá! ¡Mamá…!

Andresito roncaba. Ambarina tenía visiones. Rupelto era perseguido por una araña con ojos verdes. Tití gemía ante una mujer que se iba transformando en cabra. Salomé maldecía en sueños. El viejo temblequeaba en silencio, pensando en Juan Mandinga y los mayorales antiguos. Afuera, Palomo aullaba a muerte. ¡Aura tiñosa, ponte en cruz!

– ¡Ay, San Lázaro!

26 El negro Antonio

– ¡Tú tá peldío, muchacho! ¡Tú tá peldío…!

Durante los días en que Menegildo, convaleciente, se pasaba las horas chupando caña tras caña en el portal del bohío, un mismo lamento era incansablemente repetido por Salomé. El mozo estaba peldío. Peldío, porque su inexplicable reserva había defraudado a los suyos. La susceptibilidad materna se matizaba con un remoto despecho de chismosa. ¡Haberlo llevado en la barriga, haberlo criado y no ser capaz de ofrecerles a las comadres todos los detalles del hecho reciente! Por más que Menegildo volviera a la carga con una fantasiosa versión, el cuento no convencía al abuelo, ni a Usebio, ni a Salomé, ni siquiera a Ambarina, que ya se pasaba de lista… ¿Atacado por un desconocido? ¿No le vio la cara porque era de noche? ¿No sospechaba de naiden…? ¡Buena historia para contentar a un inocente! ¡Eso no se lo tragaba ningún sel rasional…! Un gran malestar reinaba en el bohío desde el alba de la agresión. Reunida en torno a la mesa, la familia comía rabiosamente. Los niños miraban a los viejos sintiendo que sus más profundos anhelos de ternura eran rotos siempre por el aire distante de Menegildo y por la presencia de aquel secreto abismado en sus pupilas. Sin embargo, por respeto a su estado físico, sólo se le hacía sentir el descontento de cada cual por medio de alusiones obscuras.

Esta situación se prolongó hasta el día en que los Panteras de la Loma, venidos de la ciudad cercana, anotaron los nueve ceros a la novena de base-ball del Central San Lucio. Dos horas después de terminado el juego, un negro pequeño, con cara redonda y astuta, se presentó en el bohío luciendo los colores del Club vencedor en su gorra de pelotero. -¡Antonio! -exclamó Salomé. El ilustre primo, ídolo de Menegildo desde la infancia, se dignaba visitar la pobre vivienda de los Cué. Rumbero, marimbulero, politiquero, era sostén de Comités de barrio, y de los primeros en presentarse cada vez que el régimen democrático necesitaba comprar “iVivas!” a peso por cabeza en favor de algún pescao gordo que aspiraba a ser electo. Llevado a la ciudad por unos colonos ricos que sé habían apegado a su ingenuo cinismo de niño, el negro Antonio no tardó en independizarse, revendiendo el contenido de una lata robada a un tamalero. Con los beneficios obtenidos en esta operación, se consagró al comercio de pulpas de tamarindo, hasta que se vio en la posibilidad de alquilar un sillón de limpiabotas bajo las arcadas que rodeaban el parque central… Ahora estaba en el apogeo de su carrera. Era ñáñigo, reeleccionista, apuntador de la Charada China, y tenía una pieza que trabajaba para conseguirle los diez y los veinte. ¡Ese sí que se reía de la crisis y del hambre que mataba a los campesinos en el fondo de sus bohíos! ¡Que otros trabajaran por jornales de peseta y media! El espíritu de Rosendo lo protegía, y sabía hacerse imprescindible a cualquier sistema político “que se pusiera pal número”. El negro Antonio se decía más versado que nadie en una vasta gama de “asuntos generales”.