– ¡Buenoj día!

El viejo Beruá apareció en el marco de la puerta. Su cara parecía más arrugada que nunca. Tenía la cabeza envuelta en una servilleta blanca -color ritual de la Virgen de las Mercedes. Una patilla gris temblequeaba en el vértice de su barba. Sus manos sarmentosas, llenas de escamas como lomo de caimán, se asían de un grueso bastón. Detrás de él asomó la casi centenaria Ma-Indalesia, esposa del Taita, contemplando a Menegildo con curiosidad hostil.

– Taita… Soy Menegildo, el hijo de Salomé… Era pa un remedio…

Ma-Indalesia lo hizo entrar con una seña. Examinó todavía al mozo durante un instante, hasta que una sonrisa se dibujó en la trama de sus arrugas:

– ¡Ay, niño…! Tu madre no se acuelda ya de la vieja. Battante vese que le puse la Oración de la Vilgen de la Caridá en la barriga cuando daba a lú… Ella debe ettalse figurando que la vieja Indalesia etá que no sibbe pa ná… Jase como una pila e tiempo que no manda ná pal Santo.

– Mientras no hay enfelmo, naiden se acuelda de uno… -apoyó el Taita.

Menegildo, sentado en un taburete entre los dos ancianos, objetó con timidez:

– Taita… Uté sabe que todo lo queremo… Ayel mimitico Luí se acoldaba de cómo Ma-Indalesia le sacó un orzuelo, arrestregándoselo con e rabo de un gato prieto…

Beruá se mostró más indulgente:

– Etamo en pá, niño. E camino e laggo… Y la comadre etá cansá de tanto trabajo y tanto muchacho… ¿Cuá é e remedio que tú necesita?

Menegildo respondió gravemente:

– Taita… E cuestión de enamoramiento.

– ¿Quiere echarle un daño a agguien?

– No. E pa que me correpponda.

– Cómo se ñama?

– No sé.

Beruá se rascó el cuello terroso.

– Mal negocio… ¿E de colol?

– Sí.

– Mejol… ¿Tiene pelo de ella?

– No.

– ¿Ni un peazo e ropa?

– Aquí lo traigo.

– Dame acá. ¡Se hará lo que se puea…!

Menegildo sacó de su bolsillo el trozo de tela blanca recogido junto al campamento de los haitianos, entregándoselo al Taita.

– ¿Y la comía del santo?

El mozo deshizo un bulto que llevaba en la mano. Envueltos en su pañuelo se encontraban una botellita de aguardiente mezclado con miel de purga, tres bolas de goño, algunas frituras de ñame, un corazón y una mano de metal, como los que testimoniaban de promesas cumplidas en la iglesia del caserío. Beruá tomó estas ofrendas, pero no se movió aún. Uniendo el índice y el pulgar de la mano derecha, dijo secamente, con voz inesperadamente vigorosa:

– ¡Oyá! ¡Oyá!

Menegildo comprendió. Algunas monedas cayeron en las manos del santo. Entonces Beruá confió los presentes a Ma-Indalesia. Esta se dirigió hacia el fondo del bohío, donde una cortina de percalina bárbara cerraba la puerta de una habitación misteriosa. A punto de entrar, se volvió hacia el mozo.

– Ven.

Palpitante de emoción, mudo, sudoroso, Menegildo penetró en el santuario, seguido por el sabio Beruá… Al principio sólo divisó una vaga arquitectura blanca, apoyada en una de las paredes. Las ventanas estaban cerradas, y ninguna hendidura dejaba pasar la luz.

– ¡Arrodillao!

Cuando el mozo hubo obedecido, Beruá encendió una vela. Un estremecimiento de terror recorrió el espinazo de Menegildo… Se hallaba, por vez primera, ante las cosas grandes, de las cuales el altar de Salomé sólo resultaba un debilísimo reflejo, sin fuerza y sin prestigio verdadero. A la altura de sus ojos, una mesa cubierta de encajes toscos sostenía un verdadero cónclave de divinidades y atributos. Las imágenes cristianas, para comenzar, gozaban libremente de los esplendores de una vida secreta, ignorada por los no iniciados. En el centro, sobre la piel de un chato tambor ritual, se alzaba Obatalá, el crucificado, preso en una red de collares entretejidos. A sus pies, Yemayá, diminuta Virgen de Regla, estaba encarcelada en una botella de cristal. Shangó, bajo los rasgos de Santa Bárbara, segundo elemento de la trinidad de orishas mayores, blandía un sable dorado. Un San Juan Bautista de yeso representaba la potencia de Olulú. Mama-Lola, china pelona, diosa de los sexos del hombre y de la mujer, era figurada por una sonriente muñeca de juguetería, a la que habían añadido un enorme lazo rosado cubierto de cuentas. Vestidos de encarnado, con los ojos fijos, los Jimaguas erguían sus cuerpecitos negros en un ángulo de la mesa. Espíritus mellizos, con pupilas saltonas y los cuellos unidos por un trozo de soga aparatosamente atado. Un cándido gallito de plumas, colocado en una cazuela de barro y rodeado por siete cuchillos relucientes simbolizaba el poderío indómito del demonio Eshú… En torno a las figuras, un hacha, dos cornamentas de venado, algunos colmillos de gato, varias maracas y un sapo embalsamado constituían un inquietante arsenal de maleficios. El guano de las paredes sostenía herraduras, flores de papel y estampas de San José, San Dimas, el Niño de Atocha, la Virgen de las Mercedes. Sujeto de un clavo se veía el collar de Ifá compuesto por dieciséis medias semillas de mango, ensartadas en una cadena de cobre.

Ma-Indalesia repartió las ofrendas de Menegildo dentro de las jícaras, platos y soperas que se encontraban colocados delante de cada santo. El Taita, que había desaparecido en una habitación contigua desde hacía un instante, volvió, trayendo un largo tambor bajo el brazo izquierdo. Al verlo, Menegildo tuvo un sobresalto de sorpresa: su cabeza estaba coronada por un gorro adornado con plumas de cotorra, del que colgaban cuatro largas trenzas de pelo rubio. Su camisa, abierta sobre el pecho velludo, dejaba visible una bolsa de amuletos, sostenida por una correa fina. Y como el Taita padecía en aquellos días de dolor de garganta, otra bolsita, pendiente de un cordoncillo, debía encerrar una araña viva. El harapo recogido por Menegildo fue colocado en el centro del altar.

– ¿Tú etá seguro que era ropa de ella?

– Sí.

– ¡Entonse vamo a empezal por la limpieza! -sentenció el brujo.

Untando sus dedos en la manteca de corojo que contenía una pequeña vasija de porcelana, el viejo Beruá engrasó la frente, las mejillas, la boca y la nuca de Menegildo. Luego comenzó a girar lentamente en torno del mozo prosternado. A cada tres pasos se detenía para arrojar un puñado de maíz tostado, bañado en vino dulce, sobre las espaldas temblorosas del paciente. Entonces, en dúo, el brujo y Ma-Indalesia repitieron varias veces:

– ¡Sará-yé-yé! ¡Sará-yé-yé!

Después de esta invocación, el brujo se plantó ante Menegildo:

– ¿Dónde nació tu padre?

– ¡En la finca e Luí!

– ¿Dónde nació el santo?

– ¡Allá en Guinea!

Taita Beruá volvió a comenzar:

– ¿Dónde nació el santo?

– ¡Allá en Guinea!

– ¿Dónde nació tu padre?

– ¡En la finca e Luí!

Combinando las fórmulas, los tres cantaron, alternando las réplicas a capricho:

– El santo en Guinea.

– ¡Sará-yé-yé!

– Usebio en la finca.

– ¡Sará-yé-yé!

– El santo en Guinea.

– ¡ Sará-ye-yé!

– En la finca e Luí.

– ¡Sará-yé-yé!

– El santo en la finca.

– ¡Sará-yé-yé!

– ¿Quién amarra, quién amarra?

– ¡Sará-yé-yé!

– En la finca e Luí.

– ¡Sará-yé-yé!

– Menegildo, Menegildo.

– ¡Sará-yé-yé!

– ¡En la finca e Luí!

– ¡Sará-yé-yé! ¡Sará-yé-yé! ¡Sará-yé-yé!

Calló el tambor. Callaron las voces. Entonces Beruá tomó el trozo de tela. Lo ató con un cáñamo, en el que hizo siete nudos, diciendo:

– Con el uno te amarro.

– Con el do también.

– Con el tre Mama-Lola.

– Con el cuatro te caes.

– Con el cinco te quemas.

– Con el sei te quedas.

– ¡Con el siete, amarrada estás!

Beruá hizo una seña a Menegildo. El mozo se levantó. Siguiendo al brujo, salió del bohío. A la sombra de un aromo, Ma-Indalesia escarbó la tierra con sus manos arrugadas. El brujo dejó caer el pequeño lío de trapo y cordel dentro del hoyo.

– ¡Entiérralo!

El mozo, tembloroso de emoción, sepultó el pobre harapo, mientras el sabio recitaba la Oración al Anima Sola.

– ¡Cuando hayga salido una mata -sentenció después-, la mujel mijma te andará buceando!

Lleno de júbilo, henchido de agradecimiento, Menegildo inclinó la frente hasta los dedos callosos del Taita. Todavía le dio unas monedas para “la comía del santo”, y se despidió de Ma-Indalesia. La voz temblequeante de Beruá le recomendó:

– Niño, dile a Salomé que eta casa e suya, y que e viejo etá pasando mucho trabajo…

– Deccuide, Taita.

Menegildo se alejó del mogote con paso ligero. Se sentía más nervudo, más ágil que nunca… Los aguinaldos en flor cubrían las ramas de los guayabos con sus copos blancos. Bajo un sol de platino, el paisaje brindaba insólitas visiones de flora siberiana.

20 Iniciación (b)

A pesar del sortilegio, los días pasaban sin que la suerte de Menegildo variara. Debía creerse que ninguna semilla se había complacido en germinar sobre la tumba de los siete nudos. El mozo hablaba en sueños; se hacía taciturno e irritable. Sin escuchar las protestas indignadas de Salomé, repartía bofetadas y nalgadas a Rupelto y Andresito por los motivos más nimios. A la hora de la reunión familiar en la mesa, apenas hablaba. Usebio y el viejo Luí lo observaban furtivamente, sin comprender. La madre, casi convencida de que un daño actuaba sobre su vástago, pensaba emprender la caminata hasta la casa del brujo, un próximo día, para pedirle una limpieza total de la casa, con agua de albahaca y palitos de tabaco. Esperaba tan sólo que sus piernas hinchadas dejaran de dolerle, y con este fin se aplicaba emplastos de sangre de gallina… Una peculiar vibración de la atmósfera denunciaba la llegada de la primavera, con su destilación de savias, su elaboración de simientes. El limo se resquebrajaba, ante un hervor de; retoños. Los caballos soltaban las lanas del invierno. El rumor constante de la fábrica se sincronizaba con un vasto concertante de relinchos, de persecuciones en las frondas, de carnes aradas por la carne. Los grillos se multiplicaban. El mugir de los toros repercutía hasta las montañas azules que la bruma esfumaba suavemente. Un primer nido había sido descubierto por los macheteros del cañaveral cercano… Pero Menegildo se sentía solo y agriado en medio del cántico de la tierra.