II ADOLESCENCIA

12 Espíritu Santo

A los diecisiete años Menegildo era un mozo rollizo y bien tallado. Sus músculos respondían a la labor impuesta como piezas de una excelente calidad humana. Su ascendencia carabalí lo había dotado de una pelambrera apretada e impeinable, cuyas pequeñas volutas se enlazaban hasta un vértice situado en el centro de la frente. Sus narices eran chatas como las de Piedra Fina, y, asomando entre dos gruesos labios violáceos, unos dientes sin tara eran la síntesis de su vida interior. Sus ojos, más córnea que iris, sólo sabían expresar alegría, sorpresa, indiferencia, dolor o expectación. A causa de sus largas cejas, los chicos del caserío lo habían apodado Cejas de Burro, burlándose de su previsto enojo, ya que Menegildo era susceptible en extremo y nada sensible al humorismo. Habitualmente cubrían sus anchos pectorales con una camiseta de listas purpurinas. Sus pantalones -blancos cuando salían de la batea hogareña- no tardaban en ser una mera embajada de todos los senderos de tierra colorada. Su sombrero estaba trenzado con el mismo material que la techumbre del bohío familiar. Se levantaba de madrugada, con Usebio y Tití, para enyugar los bueyes… Al caer la noche, cuando despertaban las lechuzas, era de los primeros en tumbarse en su mal oliente bastidor de sacos.

Salomé no había descuidado su vida espiritual. Unos meses antes, sentándolo ante el altar de la casa, lo había iniciado en los misterios de las “cosas grandes”, cuyos oscuros designios sobrepasan la comprensión del hombre… Menegildo escuchó en silencio y jamás volvió a hablar de ello. Sabía que era malo entablar conversaciones sobre semejantes temas. Sin embargo, pensaba muchas veces en la mitología que le había sido revelada, y se sorprendía, entonces, de su pequeñez y debilidad ante la vasta armonía de las fuerzas ocultas… En este mundo lo visible era bien poca cosa. Las criaturas vivian engañadas por un cúmulo de apariencias groseras, bajo la mirada compasiva de entidades superiores. ¡Oh, Yemayá, Shangó y Obatalá, espíritus de infinita perfección…! Pero entre los hombres existían vínculos secretos, potencias movilizables por el conocimiento de sus resortes arcanos. La pobre ciencia de Salomé desaparecía ante el saber profundísimo del viejo Beruá… Para este último, lo que contaba realmente era el vacío aparente. El espacio comprendido entre dos casas, entre dos sexos, entre una cabra y una niña, se mostraba lleno de fuerzas latentes, invisibles, fecundísimas, que era preciso poner en acción para obtener un fin cualquiera. El gallo negro que picotea una mazorca de maíz ignora que su cabeza, cortada por noche de luna y colocada sobre determinado número de granos sacados de su buche, puede reorganizar las realidades del universo. Un muñeco de madera, bautizado con el nombre de Menegildo, se vuelve el amo de su doble viviente. Si hay enemigos que hundan una puntilla enmohecida en el costado de la figura, el hombre recibirá la herida en su propia carne. Cuatro cabellos de mujer, debidamente trabajados a varias leguas de su bohío -mientras no medie el mar, la distancia no importa-, pueden amarrarla a un hecho de manera indefectible. La hembra celosa logra asegurarse la felicidad del amante empleando acertadamente el agua de sus íntimas abluciones… Así como los blancos han poblado la atmósfera de mensajes cifrados, tiempos de sinfonía y cursos de inglés, los hombres de color capaces de hacer perdurar la gran tradición de una ciencia legada durante siglos, de padres a hijos, de reyes a príncipes, de iniciadores a iniciados, saben que el aire es un tejido de hebras inconsútiles que transmite las fuerzas invocadas en ceremonias cuyo papel se reduce, en el fondo, al de condensar un misterio superior para dirigirlo contra algo o a favor de algo… Si se acepta como verdad indiscutible que un objeto pueda estar dotado de vida, ese objeto vivirá. La cadena de oro que se contrae, anunciará el peligro. La posesión de una plegaria impresa, preservará de mordeduras emponzoñadas… La pata de ave hallada en la mitad del camino se liga precisamente al que se detiene ante ella, ya que, entre cien, uno solo ha sido sensible a su aviso. El dibujo trazado por el soplo en un plato de harina responde a las preguntas que hacemos por virtudes de un determinismo oscuro. ¡Ley de cara o cruz, de estrella o escudo, sin apelación posible! Cuando el santo se digna regresar del más allá, para hablar por boca de un sujeto en estado dé éxtasis, aligera las palabras de todo lastre vulgar, de toda noción consciente, de toda ética falaz, opuestos a la expresión de su sentido integral. Es posible que, en realidad, el santo no hable nunca; pero la honda exaltación producida por una fe absoluta en su presencia, viene a dotar el verbo de su mágico poder creador, perdido desde las eras primitivas. La palabra, ritual en sí misma, receja entonces un próximo futuro que los sentidos han percibido ya, pero que la razón acapara todavía para su mejor control. Sin sospecharlo, Beruá conocía prácticas que excitaban los reflejos más profundos y primordiales del ser humano. Especulaba con el poder realizador de una convicción; la facultad de contagio de una idea fija; el prestigio fecundante de lo tabú; la acción de un ritmo asimétrico sobre los centros nerviosos… Bajo su influjo los tambores hablaban, los santos acudían, las profecías eran moneda cabal. Conocía el lenguaje de los árboles y el alma farmacéutica de las yerbas… Y, al amarrar a una mujer en beneficio de un cliente enamorado, sabía que el embó no dejaría de surtir el efecto deseado. La víctima, discretamente avisada por alguna combinación de objetos depositados al pie de su puerta, aceptaba la imposibilidad de oponerse a lo más fuerte que ella… Basta tener una concepción del mundo distinta a la generalmente inculcada para que los prodigios dejen de serlo y se sitúen dentro del orden de acontecimientos normalmente verificables.

Estaba claro que ni Menegildo, ni Salomé, ni Beruá habían emprendido nunca la ardua tarea de analizar las causas primeras. Pero tenían, por atavismo, una concepción del universo que aceptaba la posible índole mágica de cualquier hecho. Y en esto radicaba su confianza en una lógica superior y en el poder de desentrañar y de utilizar los elementos de esa lógica, que en nada se mostraba hostil. En las órficas sensaciones causadas por una ceremonia de brujería volvían a hallar la tradición milenaria -vieja como el perro que ladra a la luna-, que permitió al hombre, desnudo sobre una tierra aún mal repuesta de sus últimas convulsiones, encontrar en sí mismo unas defensas instintivas contra la ferocidad de todo lo creado. Conservaban la altísima sabiduría de admitir la existencia de las cosas en cuya existencia se cree. Y si alguna práctica de hechicería no daba los resultados apetecidos, la culpa debía achacarse a los fieles, que, buscándolo bien, olvidaban siempre un gesto, un atributo o una actitud esencial.

…Aun cuando Menegildo sólo tuviera unos centavos anudados en su pañuelo, jamás olvidaba traer del ingenio, cada semana, un panecillo, que ataba con una cinta detrás de la puerta del bohío, para que el Espíritu Santo chupara la miga.

Y cada siete días, cuando las tinieblas invadían los campos, el Espíritu Santo se corporizaba dentro del panecillo y aceptaba la humilde ofrenda de Menegildo Cué.

13 Paisaje (c)

Era raro que Menegildo saliera de noche. Conocía poca gente en el caserío y, además, para llegar allá, tenía que atravesar senderos muy obscuros, de los que se ven frecuentados por las “cosas malas”… Sin embargo, aquel 31 de diciembre, Menegildo se encaminó hacia el Central, a la caída de la tarde, para “ver el rebumbío”.

Algunas nubes mofletudas, anaranjadas por un agonizante rayo de sol, flotaban todavía en un cielo cuyos azules se iban entintando progresivamente. Las palmas parecían crecer en la calma infinita del paisaje. Sus troncos, escamados de estaño, retrocedían en la profundidad del valle. Dos ceibas solitarias brindaban manojos verdes en los extremos de sus largos brazos horizontales. Las frondas se iban confundiendo unas con otras, como vastas marañas de gasa. Un pavo real hacía sonar su claxon lúgubre desde el cauce de una cañada. El día tropical se desmayaba en lecho de brumas decadentes, agotado por catorce horas de orgasmo luminoso. Las estrellas ingenuas, como recortadas en papel plateado, iban apareciendo poco a poco, en tanto que la monótona respiración de la fábrica imponía su palpito de acero a la campiña… Menegildo tomó la ruta del Central. Unas pocas carretas se contoneaban entre sus altas ruedas. Otras, más lentas que andar de hombre, le venían al encuentro llevando familias de guajiros hacia alguna colonia vecina. Los campesinos, endomingados, lucían guayaberas crudas y rezagos en el colmillo. Instaladas en sillas y bancos, sus hijas, trigueñas, regordetas, vestidas con colores de pastelería, abrían ojos eternamente azorados en caras lindas y renegridas, llenas de cuajarones de polvos de arroz. De la rodante exposición de jipis, peinados grasientos y dentaduras averiadas, partía un saludo ruidoso:

– ¡Buena talde, camará!

– ¡Buena talde…! ¿Va pal caserío? ¿A eperal el año?

Frases amables. El chiste, insaciablemente repetido, del anciano que estaba muy grave. Y Menegildo se volvía a encontrar solo. Sin ser capaz de analizar su estado de ánimo, se sentía invadido por una leve congoja. Hoy -como le ocurría a veces en la cabaña que lo albergaba con sus padres y hermanos- pensaba vagamente en las cosas de que disfrutaban otros que no eran mejores que él. Los tocadores amigos de Usebio eran una palpitante emanación de buena vida, y se jactaban continuamente de haberse corrido rumbas en compañía de unas negras que eran el diablo. Menegildo imaginaba sobre todo, Como un héroe de romance, a aquel Antonio, primo suyo, que vivía en la ciudad cercana, y que, según contaban, era fuerte pelotero y marimbulero de un sexteto famoso, a más de benemérito limpiabotas. ¡El Antonio ese debía ser el gran salao…! Haciendo excepción de estas admiraciones, el mozo había considerado siempre sin envidia a los que osaban aventurarse más allá de las colinas que circundaban al San Lucio. No teniendo “ná que buscal” en esas lejanías, y pensando que, al fin y al cabo, bastaba la voluntad de ensillar una yegua para conocer el universo, evocaba con incomprensión profunda a los individuos, con corbatas de colorines, que invadían el caserío cada año, al comienzo de la zafra, para desaparecer después, sorbidos por las portezuelas de un ferrocarril. Pero más que todos los demás, los yanquis, mascadores de andullo, causaban su estupefacción. Le resultaban menos humanos que una tapia, con el hablao ese que ni Dio entendía. Además, era sabido que despreciaban a los negros… ¿Y qué tenían los negros? ¿No eran hombres como los demás? ¿Acaso valía menos un negro que un americano? Por lo menos, los negros no chivaban a nadie ni andaban robando tierras a los guajiros, obligándoles a vendérselas por tres pesetas. ¿Los americanos? ¡Saramambiche…! Ante ellos llegaba a tener un verdadero orgullo de su vida primitiva, llena de pequeñas complicaciones y de argucias mágicas que los hombres del Norte no conocerían nunca.