¡Temporal, temporal,
Qué tremendo temporal!
¡Cuando veo a mi casita,
Me dan ganas de lloral!

cantarán después los negros de Puerto Rico… Ya los ríos acarrean reses muertas. El mar avanza por las calles de las ciudades. Las viviendas se rajan como troncos al fuego. Los árboles extranjeros caen, uno tras otro, mientras las ceibas y los júcaros resisten a pie firme. Las vigas de un futuro rascacielos se torcieron como alambre de florista. CIGARROS, se lee todavía en un anuncio lumínico, huérfano de fluido, cuyas letras echarán a volar dentro de un instante, transformando el cielo en alfabeto. COLON, responde otro rótulo en el lado opuesto de la plaza martirizada. El ataúd de un niño navega por la calle de las Animas. Encajándose en el tronco de una palma, un trozo de riel ha dibujado una cruz. La prostituta polaca, olvidada en un barco-prisión, empieza a reír. CI. A. ROS. Las letras que caen cortan el asfalto como hachazos. Rotas sus amarras, los buques comienzan a reñir en el puerto a golpes de espolón y de quilla. Las goletas de pesca viajan por racimos, llevando marineros ahogados en sus cordajes entremezclados. Las olas hacen bailar cadáveres encogidos como fetos gigantescos. Hay ojos vidriosos que emergen por un segundo; bocas que quisieran gritar, presintiendo ya las horrendas tenazas del cangrejal. Cada mástil vencido pone un estampido en la sinfonía del meteoro. Cada virgen del gran campanario se desploma con fragor de explosión subterránea. Su cabeza coronada rueda, Reina abajo, como un lingote de plomo. CI… C. LON, dicen todavía los rótulos. CI… C. LO, dirán ahora. Mil toneles huyen a lo largo de un muelle, bajo los empellones del alud que gira. La torre de un ingenio se quiebra como porcelana, despidiendo astillas de cemento. Las ranas de una charca ascienden por la columna de agua que aspira una boca monstruosa. [Caerán, tres días más tarde, en el corazón del Gulf Stream] Cielo en ruinas. Está constelado de estacas, timones, plumas, banderas y tanques de hierro rojo. Un carro de pompas fúnebres vaga sin rumbo, guiado por tres ángeles heridos… En la plaza sólo ha quedado el ojo vacío de una O, porque dejó pasar el viento por el hueco de su órbita.

Temporal, temporal,
¡Qué tremendo temporal!

…El ciclón ha pasado, ensangrentando aves y dejando un balandro anclado en el techo de una catedral.)

10 Temporal (c)

Cuando ya parecía haber resistido a lo más recio del huracán, la casa se desarmó como un rompecabezas chino, en gran desorden de pencas y de yaguas.

– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío! -aulló Salomé en el fragor de la tempestad.

El viento corría con furia, sin intermitencias de presión, como una masa compacta que pesara sobre el flanco oeste de todo lo existente. Los árboles, las hierbas, los horcones, todo estaba inclinado en una misma dirección. Los pararrayos caían hacia el Oeste; las tejas volaban hacia el Oeste; las bestias agonizantes rodaban hacia el Oeste. Al Oeste, las planchas de palastro arrancadas a la techumbre del San Lucio; al Oeste, las latas cilíndricas de la lechería; al Oeste, los postes del telégrafo; al Oeste, en un foso de la vía, un vagón frigorífico derribado con su carga de jamones yanquis… Las tinieblas estaban amasadas con agua del mar. Olas del Atlántico, que llegaban en lluvia a las Once Mil Vírgenes, después de pulverizarse sobre el inmenso desamparo de las tierras. De las plantas acosadas, del arroyo hecho torrente, de las hendeduras y de los filos, de las grietas y de los alambres doblados, se alzaba un coro de quejas -quejas de la materia torturada- que esfumaba en su vastedad el bramido del azote.

– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío!

Usebio gateó entre los restos del bohío. Empuñó a Menegildo y Andresito por las piernas y se lanzó corriendo hacia la fosa abierta al pie de la ceiba. Cuatro veces más y, al fin, se dejó rodar en la cavidad que el agua salada había transformado en lodazal. Salomé llegó después, apretando a Ruperto contra su cuello. Las manos del rorro se agarraban desesperadamente a sus orejas. Barbarita apareció con Ambarina entre los brazos. Luí venía detrás de ella, con Tití, arrastrando el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, que el aire le arrancaba a cada paso. Agazapados, revueltos, boca en tierra como los camellos ante la tempestad de arena, grandes y chicos se preparaban a resistir hasta el agotamiento. Vacíos de toda idea, sólo dominaba en ellos un desesperado instinto de defensa. El ancho tronco del árbol los protegía un poco. Sus raíces centenarias mantenían la tierra reblandecida del hueco. Las tinieblas fragorosas amordazaban las bocas, haciendo más trágica la sensación de absoluto abandono. Los niños gemían. Palomo se había escurrido también en la trinchera, ocultando la cabeza bajo las piernas huesudas del abuelo. El temblor del perro se había contagiado a los hombres.

Varias horas duró la espera. En la proximidad del alba, el viento comenzó a ceder. La continuidad de su impulso se transformó en una sucesión de latigazos bruscos, escandidos por breves instantes de flaqueza. Sosteniendo a los niños, Salomé y el abuelo estaban hundidos en el lodo tibio hasta el vientre. Sobre ellos no habían cesado de caer hojas, ramas rotas y semillas de palmiche. Empapados, tiritantes, los hombres parecían listos a colaborar con la incipiente podredumbre de los escombros vegetales. Menegildo estaba cubierto de golpes y arañazos. Una mano de Usebio sangraba.

Hacía tiempo ya que una imagen se había apoderado de su cerebro con febril insistencia: la casa, tan blanca y nueva, de la colonia, debía haber resistido a la tormenta, gracias a sus fuertes muros de mampostería. Estaba a menos de media legua. Ahí estaba el refugio contra el agua, los palos y las bofetadas de aliento atroz. ¡Pero eran nueve! ¿Cómo emprender esa expedición en la noche terrible, sin estar seguros de hallar el techo deseado? El viento pareció debilitarse una vez más. Usebio tomó una repentina determinación. Saltó fuera de la fosa y echó a correr, doblado sobre sí mismo, en dirección de la colonia.

– ¡Usebio! -gritó Salomé-. ¡Usebio…!

Una ráfaga, seca como un trallazo, la obligó a agachar la cabeza.

11 Temporal (d)

Usebio corría a campo traviesa, sostenido por la sola voluntad de llegar. Saltaba sobre los restos de cercas derribadas. Sus tobillos estaban cubiertos de heridas, causadas por los alambres de púas. Los troncos tumbados se le atravesaban en el camino. Caía en fangales y rodaba a veces a lo largo de las cuestas. Avanzaba en zig-zag, con la cabeza baja, embistiendo el aire. Sus mangas rotas, los jirones de su camisa tremolaban a sus espaldas como cintas batidas por los monzones marítimos… Al fin. cubierto de tierra, jadeante, con los dientes apretados y la boca seca, creyó divisar las paredes blancas de la casa vivienda. Aligeró el paso, haciendo un postrer esfuerzo.

De la casa sólo quedaban tres murallas hundidas, un cementerio de camas y armarios cubierto por un millar de tejas quebradas. Al caer, un bloque de piedra había aplastado a un ternero, cuyas patas se agitaban todavía, convulsivamente, en un inmundo hervor de intestinos morados… ¡Nadie! Los habitantes habían huido, sin duda, ante el temor de perecer bajo los escombros de la casa, que aún tenía la audacia de erguirse hacia el cielo implacable.

Usebio andaba extraviado. Su voluntad de antes había cedido lugar a un desaliento doloroso. Una bandada de auras imposibles ponía sombras de cruces en el fondo de sus retinas. Dos velas, un sombrero sobre su ataúd. Lo bailarían y se acabó. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no.

Lo bailarían,
Lo bailarían,
Que sí,
Que no.
Lo bailarían,
Y se acabó.
Se
a-
ca-
bó…

La fiebre había anclado un ritmo absurdo en su cerebro y sus oídos. Un coro de rumberos fantasmales, de los que zarandeaban ataúdes en funerales ñáñigos, se alzaba ahora desde el macizo central de su ser. Lo bailarían. Lo bailarían. ¡Lo bailarían y se acabó…! Sin convicción, intentó volver hacia el bohío, brincando, corriendo, gateando. Tenía la sensación de no llegar jamás. Los guías -árboles, cercas, veredas- que hubieran podido conducirlo, estaban tan arruinados que sus ojos no lograban reconocerlos en la penumbra. Un alba de ejecución capital se hizo sentir a través del velo vertiginoso de la tormenta. Usebio cayó de bruces, vencido. ¡Se acabó! ¡Se a-ca-bó…! Estaba muy lejos del batey, y lo sabía. ¿Tití? ¿Barbarita? ¿Menegildo? ¿Ambarina? ¿Rupelto? ¿Andresito? ¿Salomé? ¿El viejo…? La evocación de la fosa encharcada lo hizo levantarse una vez más. Ahora le obsesionaba, menos el recuerdo de los suyos que el deseo desesperado de no saberse tan solo, tan miserable, sobre esta tierra agotada, arada por el trueno, surcada de estrías sanguinolentas como el cerebro de un buey degollado… Entonces el prodigio vino a su encuentro. Alzando los ojos, se vio de pronto ante una construcción de piedra, larga como hangar, con ventanas claveteadas, que el ciclón parecía haber respetado. Era un barracón del ingenio antiguo, cuyos restos, veteranos de tormentas, se alzaban un poco más lejos. Estaba habitado por algunos haitianos que se habían quedado en la colonia después de la última zafra… Usebio anduvo a lo largo del edificio. En el costado contrario al viento había una puerta cerrada. Asiendo una estaca, golpeó furiosamente las tablas de madera dura. Golpeó sin tregua hasta oír un ruido que provenía del interior. La puerta se movió apenas y una cara oscura se mostró en el intersticio. Intentaron cerrar. Pero Usebio se precipitó con todo su peso contra la hoja, cayendo cara al suelo, en el interior del barracón, entre unos negros que blandían mochas. Uno de ellos, singularmente ataviado, llevaba una larga levita azul sobre un vestido blanco de mujer. Su cara estaba desfigurada por anchos espejuelos ahumados. Un gorro tubular, de terciopelo verde, le ceñía la frente.

Usebio se incorporó. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no… En el fondo del barracón había una suerte de altar, alumbrado con velas, que sostenía un cráneo en cuya boca relucían tres dientes de oro. Varias cornamentas de buey y espuelas de aves estaban dispuestas alrededor de la calavera. Collares de llaves oxidadas, un fémur y algunos huesos pequeños. Un rosario de muelas. Dos brazos y dos manos de madera negra. En el centro, una estatuilla con cabellera de clavos, que sostenía una larga vara de metal. Tambores y botellas… Y un grupo de haitianos que lo miraban con malos ojos. En un rincón, Usebio reconoció a Paula Macho, luciendo una corona de flores de papel. Su semblante, sin expresión, estaba como paralizado.