II. LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS

Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca, al fondo de Floresta.

Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoreó de mis días.

Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo:

– Silvio, es necesario que trabajes.

Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté.

Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.

Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.

– Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.

Al hablar apenas movía los labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.

– Tenés que trabajar, Silvio.

– ¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios… ¿Qué quiere que haga?… ¿que fabrique el empleo…? Bien sabe usted que he buscado trabajo.

Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.

Mas ella insistía como si fueran ésas sus únicas palabras.

– ¿De qué?… a ver ¿de qué?

Maquinalmente se acercó a la ventana, y con un movimiento nervioso arregló las arrugas de la cortina. Como si le costara trabajo decirlo:

– En La Prensa siempre piden…

– Sí, piden lavacopas, peones… ¿quiere que vaya de lavacopas?

– No, pero tenés que trabajar. Lo poco que ha quedado alcanza para que termine Lila de estudiar. Nada más. ¿Qué querés que haga?

Bajo la orla de la saya enseñó un botín descalabrado y dijo:

– Mira qué botines. Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los días a la biblioteca. ¿Qué querés que haga, hijo?

Ahora su voz era de tribulación. Un surco oscuro le hendía la frente desde el ceño hasta la raíz de los cabellos, y casi le temblaban los labios.

– Está bien, mamá, voy a trabajar.

Cuánta desolación. La claridad azul remachaba en el alma la monotonía de toda nuestra vida, cavilaba hedionda, taciturna.

Desde afuera oíase el canto triste de una rueda de niños:

La torre en guardia.

La torre en guardia.

La quiero conquistar.

Suspiró en voz baja.

– Qué más quisiera que pudieras estudiar.

– Eso no vale nada.

– El día que Lila se reciba…

La voz era mansa, con tedio de pena.

Habíase sentado junto a la máquina de coser, y en el perfil, bajo la fina línea de la ceja, el ojo era un cuévano de sombra con una chispa blanca y triste. Su pobre espalda encorvada, y la claridad azul en la lisura de los cabellos dejaba cierta claridad de témpano.

– Cuando pienso… -murmuró.

– ¿Estás triste, mamá?

– No -contestó.

De pronto:

– ¿Quieres que lo hable al señor Naidath? Puedes aprender a ser decorador. ¿No te gusta el oficio?

– Es igual.

– Sin embargo, ganan mucho dinero.

Me sentí impulsado a levantarme, a cogerla de los hombros y zamarrearla, gritándole en las orejas:

"¡No hable de dinero, mamá, por favor…! ¡No hable… cállese…!"

Estábamos allí, inmóviles de angustia. Afuera la ronda de chicos aún cantaba con melodía triste:

La torre en guardia.

La torre en guardia.

La quiero conquistar.

Pensé:

"Y así es la vida, y cuando yo sea grande y tenga un hijo, le diré: 'Tenés que trabajar. Yo no te puedo mantener.' "Así es la vida. Un ramalazo de frío me sacudía en la silla.

Ahora, mirándola, observando su cuerpo tan mezquino, se me llenó el corazón de pena.

Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.

¡Pobre mamá! Y hubiera querido abrazarla, hacerle inclinar la emblanquecida cabeza en mi pecho, pedirle perdón de mis palabras duras, y de pronto, en el prolongado silencio que guardábamos, le dije con voz vibrante:

– Sí, voy a trabajar, mamá.

Quedamente:

– Está bien, hijo, está bien… -y otra vez la pena honda nos selló los labios.

Afuera, sobre la sonrosada cresta de un muro, resplandecía en lo celeste un fúlgido tetragrama de plata.

Don Gaetano tenía su librería, mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.

El local era más largo y tenebroso que el antro de Trofonio.

Donde se miraba había libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.

Anchurosa portada mostraba a los transeúntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Brabante y Las aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando incesantemente.

Al mostrador, junto a la puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.

– No está don Gaetano.

La mujer me señaló un grandulón que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, mas, bajo las pestañas hirsutas, los ojos grandes y de aguas convulsas causaban desconfianza.

El hombre cogió la carta donde me recomendaban, la leyó; después, entregándola a su esposa, quedóse examinándome.

Gran arruga le hendía la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase al hombre de natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.

– ¿Así que vos antes trabajastes en una librería?

– Sí, patrón.

– Y trabajaba mucho el otro?

– Bastante.

– Pero no tiene tanto libro como acá, ¿eh?

– Oh, claro, ni la décima parte.

Después a su esposa:

– ¿Y Mosiú no vendrá más a trabajar?

La mujer con tono áspero, dijo:

– Así son todos estos piojosos. Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.

Dijo, y apoyó el mentón en la palma de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol, adentrado entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de Dardo Rocha.

– ¿Cuánto querés ganar?

– Yo no sé… Usted sabe.

– Bueno, mirá… Te voy a dar un peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí -y el hombre inclinaba su greñuda cabeza-, aquí no hay horario… la hora de más trabajo es de ocho de la noche a once…

– ¿Cómo, a las once de la noche?

– Y qué más quiere, un muchacho como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso sí, a la mañana nos levantamos a las diez.