– Pero decime, ¿cómo fue?
– Mirá. Iba por la calle. No había nadie. Al doblar en la esquina de Sud América, me doy cuenta que bajo un foco me estaba mirando un vigilante. Instintivamente me paré, y él me gritó:
– ¿Qué lleva ahí?
– Ni decirlo, salí como un diablo. Él corría tras mí, pero como tenía el capote puesto no podía alcanzarme… lo dejaba atrás… cuando a lo lejos siento otro, venir a caballo… y el pito, el que me corría tocó pito. Entonces hice fuerza y llegué hasta acá.
– Has visto… ¡Por no dejar los libros en casa de Lucio!… ¡mirá si te "cachan"!
– Nos arrean a todos a la "leonera".
– ¿Y los libros? ¿No perdiste los libros por la calle?
– No, se cayeron ahí en el corredor.
Al ir a buscarlos, tuve que explicarle a mamá:
– No es nada malo. Resulta que Enrique estaba jugando al billar con otro muchacho y sin querer rompió el paño de la mesa. El dueño quiso cobrarle y como no tenía plata se armó una trifulca.
Estamos en casa de Enrique.
Un rayo rojo penetra por el ventanuco de la covacha de los títeres.
Enrique reflexiona en su rincón, y una arruga dilatada le hiende la frente desde la raíz de los cabellos al ceño. Lucio fuma recostado en un montón de ropa sucia y el humo del cigarrillo envuelve en una neblina su pálido rostro. Por encima de la letrineja, desde una casa vecina, llega la melodía de un vals desgranado lentamente en el piano.
Yo estoy sentado en el suelo. Un soldadito sin piernas, rojo y verde, me mira desde su casa de cartón descalabrada. Las hermanas de Enrique riñen afuera con voz desagradable.
– ¿Entonces?…
Enrique levanta la noble cabeza y mira a Lucio.
– ¿Entonces?
Yo miro a Enrique.
– ¿Y qué te parece a vos, Silvio? -continúa Lucio.
– No hay que hacerle; dejarse de macanear, si no, vamos a caer.
– Anteanoche estuvimos dos veces a punto.
– Sí, la cosa no puede ser más clara -y Lucio por décima vez relee complacido el recorte de un diario:
– ¿Así que el club se disuelve? -dice Enrique.
– No. Paraliza sus actividades por tiempo indeterminado -replica Lucio-. No es programa trabajar ahora que la policía husmea algo.
– Cierto; sería una estupidez.
– ¿Y los libros?
– ¿Cuántos tomos son?
– Veintisiete.
– Nueve para cada uno… pero no hay que olvidarse de borrar con cuidado los sellos del Consejo Escolar…
– ¿Y las bombas?
Con presteza Lucio replica:
– Miren, che, yo de las bombas no quiero saber ni medio. Antes de ir a reducirlas, las tiro a la letrina.
– Sí, cierto, es un poco peligroso ahora.
Irzubeta calla.
– ¿Estás triste, che Enrique?
Una sonrisa extraña le tuerce la boca; encógese de hombros y con vehemencia, irguiendo el busto dice:
– Ustedes desisten, claro, no para todos es la bota de potro, pero yo, aunque me dejen solo, voy a seguir.
En el muro de la covacha de los títeres, el rayo rojo ilumina el demacrado perfil del adolescente.