Subimos y al llegar al pasillo don Gaetano me preguntó:
– ¿Trajiste colchón, vos?
– Yo no. ¿Por qué?
– Aquí hay una camita, pero sin colchón.
– ¿Y no hay nada con qué taparse?
Don Gaetano miró en redor, luego abrió la puerta del comedor; encima de la mesa había una carpeta verde, pesada y velluda.
Doña María entraba en el dormitorio cuando don Gaetano tomó la carpeta por un extremo y echándomela al hombro, malhumorado, dijo:
– Estate buono -y sin contestar a mis buenas noches, me cerró la puerta en las narices.
Quedé desconcertado ante el viejo, que testimonió su indignación con esta sorda blasfemia: "¡Ah! ¡Dío Fetente!"; luego echó a andar y le seguí.
El cuchitril donde habitaba el anciano famélico, a quien desde ese momento bauticé con el nombre de Dío Fetente, era un triángulo absurdo, empinado junto al techo, con un ventanuco redondo que daba a la calle Esmeralda y por el cual se veía la lámpara de arco voltaico que iluminaba la calzada. El vidrio del ojo de buey estaba roto, y por allí se colaban ráfagas de viento que hacían bailar la lengua amarilla de una candela sujeta en una palmatoria al muro.
Arrimada a la pared había una cama de tijera, dos palos en cruz con una lona clavada en los travesaños.
Dío Fetente salió a orinar a la terraza, luego sentóse en un cajón, se quitó la gorra y los botines, arreglóse prolijamente la bufanda en torno del cogote y preparado para afrontar el frío de la noche, prudentemente entró en el catre, cubriéndose hasta la barba con las mantas, unas bolsas de arpillera rellenadas de trapos inservibles.
La mortecina claridad de la candela, iluminaba el perfil de su rostro, de larga nariz rojiza, aplanada frente estriada de arrugas, y cráneo mondo, con vestigios de pelos grises encima de las orejas. Como el viento que entraba molestábale, Dío Fetente extendió el brazo, cogió la gorra y se la hundió sobre las orejas, luego sacó del bolsillo una colilla de toscano, la encendió, lanzó largas bocanadas de humo y uniendo las manos bajo la nuca, quedóse mirándome sombrío.
Yo comencé a examinar mi cama. Muchos debían de haber padecido en ella, tan deteriorada estaba. Habiendo la punta de los elásticos rasgado la malla, quedaban éstos en el aire como fantásticos tirabuzones, y las grampas de las agarraderas habían sido reemplazadas por ligaduras de alambre.
Sin embargo, no me iba a estar la noche en éxtasis, y después de comprobar su estabilidad, imitando a Dío Fetente, me saqué los botines, que envueltos en un periódico me sirvieron de almohada, me envolví en la carpeta verde y dejándome caer en el fementido lecho, resolví dormir.
Indiscutiblemente, era cama de archipobre, un deshecho de judería, la yacija más taimada que he conocido.
Los resortes me hundían las espaldas; parecía que sus puntas querían horadarme la carne entre las costillas, la malla de acero rígida en una zona se hundía desconsideradamente en un punto, en tanto que en otro por maravillas de elasticidad elevaba promontorios, y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite. Además, no encontraba postura cómoda, el rígido vello de la carpeta rascábame la garganta, el filo de los botines me entumecía la nuca, los espirales de los elásticos doblados me pellizcaban la carne. Entonces:
– ¡Eh, diga, Dío Fetente!
Como una tortuga, el anciano sacó su pequeña cabeza al aire de entre el caparazón de arpilleras.
– Diga, don Silvio.
– ¿Qué hacen que no tiran este camastro a la basura? El venerable anciano, poniendo los ojos en blanco, me respondió con un suspiro profundo, tomando así a Dios de testigo de todas las iniquidades de los hombres.
– Diga, Dío Fetente, ¿no hay otra cama?… Aquí no se puede dormir…
– Esta casa es el infierno, don Silvio… el infierno -y bajando la voz, temeroso de ser escuchado-: esto es… la mujer… la comida… Ah, Dío Fetente, ¡qué casa ésta!
El viejo apagó la luz y yo pensé:
"Decididamente, voy de mal en peor."
Ahora escuchaba el ruido de la lluvia caer sobre el zinc de la boharda.
De pronto me conturbó un sollozo sofocado. Era el viejo que lloraba, que lloraba de pena y de hambre. Y ésa fue mi primera jornada.
Algunas veces en la noche, hay rostros de doncellas que hieren con espada de dulzura. Nos alejamos, y el alma nos queda entenebrecida y sola, como después de una fiesta.
Realizaciones excepcionales… se fueron y no sabemos más de ellas, y sin embargo nos acompañaron una noche teniendo la mirada fija en nuestros ojos inmóviles… y nosotros heridos con espadas de dulzura, pensamos cómo sería el amor de esas mujeres con esos semblantes que se adentraron en la carne. Congojosa sequedad del espíritu, peregrina voluptuosidad áspera y mandadora.
Pensamos cómo inclinarían la cabeza hacia nosotros para dejar en dirección al cielo sus labios entreabiertos, cómo dejarían desmayarse del deseo sin desmentir la belleza del semblante un momento ideal; pensamos cómo sus propias manos trizarían los lazos del corpiño…
Rostros… rostros de doncellas maduras para las desesperaciones del júbilo, rostros que súbitamente acrecientan en la entraña un desfallecimiento ardiente, rostros en los que el deseo no desmiente la idealidad de un momento. ¿Cómo vienen a ocupar nuestras noches?
Yo me he estado horas continuas persiguiendo con los ojos la forma de una doncella que durante el día me dejó en los huesos ansiedad de amor.
Despacio consideraba sus encantos avergonzados de ser tan adorables, su boca hecha tan sólo para los grandes besos; veía su cuerpo sumiso pegarse a la carne llamadora de su desengaño e insistiendo en la delicia de su abandono, en la magnífica pequeñez de sus partes destrozables, la vista ocupada por el semblante, por el cuerpo joven para el tormento y para una maternidad, alargaba un brazo hacia mi pobre carne; hostigándola, la dejaba acercarse al deleite.
En aquel momento don Gaetano volvía de la calle y pasó hacia la cocina. Miróme ceñudo, mas no dijo nada, y yo me incliné sobre el tarro de engrudo al tiempo que arreglaba un libro, pensando: va a haber tormenta.
Ciertamente, con intervalos breves, el matrimonio reñía.
La mujer blanca, inmóvil, apoyada de codos en el mostrador, las manos arrebujadas en los repliegues de la pañoleta verde, seguía los pasos del marido con ojos crueles.
Don Miguel, en la cocinita, lavaba platos en un fuentón grasiento. Las puntas de su bufanda rozaban los bordes del tacho y un delantal de cuadros rojos y azules atado a la cintura con un piolín, le defendía de las salpicaduras de agua.
– ¡Qué casa ésta, Dío Fetente!
He de advertir que la cocina, lugar de nuestras expansiones, estaba enfrentada a una letrineja hedionda, era un rincón de la caverna, tapiado a las espaldas de las estanterías.
Encima de una tabla sucia, apelmazados con sobras de verdura, había pequeños trozos de carne y patatas, con los que don Miguel confeccionaba la magra pitanza del mediodía. Lo quitado a nuestra voracidad era servido a la noche, bajo la forma de un guiso estrambótico. Y era Dío Fetente el genio y mago de ese antro hediondo. Allí maldecíamos de nuestra suerte; allí don Gaetano se refugiaba a veces para meditar sombrío en las desazones que trae consigo el matrimonio.
El odio que fermentaba en el pecho de la mujer terminaba por estallar.
Bastaba un movimiento insignificante, una nimiedad cualquiera.
Súbitamente la mujer envarada de un furor sombrío abandonaba el mostrador, y arrastrando las chancletas por el mosaico, las manos arrebujadas en su pañoleta, los labios apretados y los párpados inmóviles, buscaba al marido.
Recuerdo la escena de ese día: Como de costumbre, esa mañana don Gaetano fingió no verla, aunque se encontraba a tres pasos de él. Yo vi que el hombre inclinó la cabeza hacia cierto libro simulando leer el título.
Detenida, la mujer blanca permanecía inmóvil. Sólo sus labios temblaban como tiemblan las hojas.
Después dijo con una voz que hacía grave cierta monotonía terrible.
– Yo era linda. ¿Qué has hecho de mi vida?
Sobre su frente temblaron los cabellos como si pasara el viento.
Un sobresalto sacudió el cuerpo de don Gaetano.
Con desesperación que le hinchaba la garganta, ella le arrojó estas palabras pesadas, salitrosas:
– Yo te levanté… ¿Quién era tu madre… sino una bagazza que andaba con todos los hombres? ¿Qué has hecho de mi vida vos…?
– ¡María, callate! -respondió con voz cavernosa don Gaetano.
– Sí, ¿quién te sacó el hambre y te vistió…? Yo, strunzo… yo te di de comer -y la mano de la mujer se levantó como si quisiera castigar la mejilla del hombre.
Don Gaetano retrocedió tembloroso.
Ella dijo con amargura en que temblaba un sollozo, un sollozo pesado de salitre: