Si te digo la verdad, me da lo mismo. Me la refanfinfla que la petarda de Francisca Odón y el oligofrénico de su pato se beneficien de mi supuesta y repentina popularidad. Sin duda, me hubiera venido muy bien ganar algún dinero con mis libros; pero odio tanto a la Gallinita Belinda que prefiero no tener que deberle ningún favor. He encontrado trabajo en una guardería infantil. Sí, en una guardería, porque ya no me irritan tanto los niños como antes: ahora sólo me parecen abominables la mitad del tiempo. Tengo horario de mañana, y con lo que gano, aunque es poco, saco suficiente para ir tirando, de modo que por las tardes me dedico a escribir. Ya no pienso volver a hacer un solo libro infantil: de ahora en adelante escribiré para adultos. A veces resulta difícil de creer, pero es verdad que viviendo se aprende. Evolucionas, te haces más sabia, creces. Y la prueba de lo que digo es este libro. Gracias a que he vivido todo lo que acabo de contar he sido capaz de inventarme esta novela.
Como esta es una historia con final feliz, añadiré que la vida de la Perra-Foca ha mejorado mucho con la ausencia de Ramón, porque el animal se ha adueñado del sillón de mi ex marido y ahora disfruta de su apacible ancianidad cómodamente entronizada entre cojines. El antiguo Caníbal, por su parte, ha conseguido un papel de abuelo protagonista en una serie de televisión y está feliz, pensando que ahora, a punto de espicharla, como él dice, va a alcanzar el éxito que siempre le fue esquivo (algún día tengo que preguntarle a Félix si aquel hombre que zarandeaba a M a nitas de Plata frente al teatro Barcelona era mi padre). En cuanto a los ácaros, todas las noches me canturrean a la oreja alegres composiciones corales.
Esto debe de ser la madurez: me parece que me estoy reconciliando con la vida, incluso con la oscuridad de la vida. Pasará el resto de mi existencia como un soplo y moriré, y transcurrirán enseguida cuatrocientos años y luego cuatrocientos mil y ni siquiera entonces habré rozado el largo sueño de los dinosaurios. Está bien, lo acepto: hoy creo entender el mundo. Mañana dejaré de entenderlo, pero hoy me parece haber desentrañado su secreto. Me veo flotando en el tiempo y el espacio, recorriendo los caminos marcados en el mapa invisible de las cosas. Cumpliendo mis días y convirtiéndome quizá en una de esas viejas en silla de ruedas, esas ancianas supersónicas que van de avión en avión por todo el globo. Convirtiéndome tal vez, ahora que lo pienso, en aquella anciana con la que coincidí un día en el ascensor de un aeropuerto, esa vieja desdentada que me dijo: «Disfruta de la vida mientras puedas.» De acuerdo, lo intentaré. A pesar de la pérdida y de la traición, y de los pánicos nocturnos, y del horror que acecha. Pero, como dice Félix, siempre existe la belleza. Y, además, no vamos a ser menos que los pingüinos.