– Me voy -exclamé, abalanzándome hacia la salida con una súbita sensación de asfixia.

– Pero Lucía… -dijo Ramón con voz pedigüeña.

– Ni una palabra más. No digas ni una palabra más. No quiero volver a verte. Desaparece.

García metió entre mis manos un sobre grande cerrado con cinta adhesiva:

– Toma, cielito. Un regalo para ti. Son un montón de documentos la mar de interesantes. Enséñaselos a la jueza: si esa zorra es tan lista como parece, seguro que con esto podrá enchironar a más de uno. Digamos que son las instrucciones para cazar capullos.

Di un empujón a García, abrí la puerta y abandoné el cuarto de una zancada. Al otro lado me estaban esperando Félix y Adrián, tan inquietos como dos leopardos en una jaula. Les miré, aferrada aún al sobre color pardo y casi asfixiada de congoja. La piel de Ramón. Su carne de hombre mayor, músculos macerados por toda la vida ya vivida. Me había emocionado esa piel tan hecha por el tiempo, la especial blandura con la que cedía bajo mis dedos. Me había conmovido hacer el amor con Ramón, y no sólo porque fuera él, sino porque era un hombre maduro. Venía desde lejos, como yo misma. Y estaba medio deshecho, como yo. Frente a mí, Félix y Adrián me seguían contemplando con expectación. Tragué con esfuerzo un nudo de lágrimas:

– Se acabó -dije.

Y me sentí aliviada y un poco muerta.

He mentido. Llevo escritas cientos de páginas para este libro y he mentido en ellas casi tantas veces como en mi propia vida. He mentido, por ejemplo, respecto a mi situación profesional. Al principio he dicho que era capaz de vivir de mis textos, y esto ya hace mucho que dejó de ser verdad. Los cuentos de la Gallina Belinda han ido experimentando un firme y sosegado decaimiento en sus ventas al público durante la última década, y al final llegaron a ser tan invisibles como los textos del Boletín Oficial del Estado. Fracasar en algo que de por sí te parece un fracaso es rizar el rizo de la derrota: yo me dedicaba a algo que me parecía una porquería y encima lo hacía mal.

El languidecimiento de mi estrella como escritora infantil me fue comiendo la moral; en vez de buscar otros medios de ganarme el sustento, había ido apoyándome más y más en el sueldo de Ramón. Con el tiempo me convertí en una mantenida: yo, que siempre había abominado de la esposa pasiva tradicional. La situación contribuyó a distanciarnos y acabó con las pocas briznas de orgullo que me quedaban; llegó un momentó en que no tenía confianza en mí misma ni para ir a hablar con el cajero de mi banco. Hasta que al fin un día sucedió lo que tanto había temido. ¿Recuerdas que he dicho que fui a pedirle un adelanto a mi editor? Pues bien, su respuesta no fue como antes la he descrito. Al contrario: cuando le pedí dinero, Emilio tosió, se sofocó y encendió un cigarrillo. Lo cual me pareció una señal de muy mal agüero, porque ya tenía otro cigarrillo humeando delante de sí en el cenicero.

– Lo… Lo siento mucho, Lucía, pero no va a poder ser.

– ¿No puedes adelantarme el próximo libro? ¿Estás mal de liquidez? -intenté ayudarle y ayudarme.

– No, no es exactamente eso, es… No puedo darte un adelanto, Lucía, porque los resultados económicos de tus últimos trabajos han sido muy… Desesperanzadores, digamos. Quiero decir que todavía no hemos recuperado el dinero que te dimos en los últimos cinco libros, y ya es imposible que lo recuperemos, porque los ejemplares sobrantes van a ser guillotinados.

– ¿Pero por qué? ¿No es una tontería destruir unos libros tan bonitos? Aguantad un poco, estoy segura de que terminarán marchando bien, ha sido cosa de la crisis económica…

– No te engañes, Lucía. La Ga ll inita Belinda no interesa. A lo mejor es estupenda, no lo niego, pero a los niños no les interesa. Y vamos a guillotinar los ejemplares que nos quedan porque no hay manera de venderlos y el almacenaje nos sale muy caro. Lucía, no sabes cuánto siento todo esto y cómo me cuesta tener que decirte lo que te digo. Pero se acabó la Gallinita Belinda. No te puedo dar un adelanto porque ya no habrá más adelantos. No vamos a sacar más libros tuyos.

Sentí que me caía en un pozo, que me volvía pequeña y deleznable, Alicia en el País de las Ignominias.

– Pero puedo cambiar de personaje, puedo inventarme al Oso Primoroso o a Paquita la Hormiguita, yo qué sé, Emilio, no me hagas esto, por favor.

– Lo siento, Lucía. Ya sabes que yo no soy el único socio en esta empresa. Por el momento hemos decidido no seguir publicando tus obras. Pero no es el fin del mundo, mujer. Inténtalo con otra editorial.

No me atreví a intentarlo, por supuesto: tenía el orgullo tan despellejado que era incapaz de aguantar otra negativa. Qué extraña cosa es el orgullo herido: es como un animal que brama dentro de tu pecho. Y es ese chillido de bestia agonizante lo que te vuelve loco, lo que te hace mentir para olvidarlo. Para poder soportar lo insoportable.

Ánimo, Lucía: un pequeño esfuerzo más, cuéntalo todo. No podrás terminar este libro si no dices todo lo que tienes que decir. Sobre Ramón, por ejemplo. Porque también he dado una imagen falsa de Ramón. Mi relación con él no tiene nada que ver con lo que aquí he dejado intuir. He dicho que era un ser tedioso y abrumadoramente gris, y tú te preguntarás: «Entonces, si era tan aburrido, ¿por qué se fue a vivir con él?» Te lo voy a contestar: porque le amaba.

Al principio, cuando nos conocimos, sentí por Ramón la habitual pasión loca acompañada de los correspondientes desenfrenos: palpitaciones, estrangulamientos del estómago, sudores de agonía, éxtasis seráficos al escuchar su voz al otro lado del teléfono, al oler su piel o morder sus labios. Y luego todo eso se pasó. Murió, como mueren siempre las pasiones. Se apagó dentro de la rutina y del desdén.

Soy yo la culpable, lo sé bien. Fue a mí a quien se le derrumbaron la ilusión y el deseo. Siempre me sucede lo mismo: es una catástrofe repetitiva e inexorable. Al cabo de un par de años o algo así envío a mi pareja al espacio exterior, o tal vez sea yo la que se marche mentalmente a la Luna. A partir de entonces el embeleso se deshace y El Hombre se transmuta en un hombre cualquiera con el que de repente me descubro durmiendo. Es una decepción ese descubrimiento.

Los humanos casi siempre terminamos nuestras pasiones así, con un proceso de demolición interior, pero el hecho de que se trate de la insensatez más común del planeta no aminora en lo más mínimo mi sensación de responsabilidad y de fracaso. Porque además, y aunque parezca mentira, hay algunas personas que se salvan de este sino fatídico. Conozco a una mujer que lleva casada catorce años con un arquitecto con el que ha tenido un bonito muestrario de cinco hijos: niños, niñas, rubios, morenos, un surtido completo. Pues bien, esta señora y este señor se siguen deseando el uno al otro con tórrida fiereza, y a veces echan de su casa abrupta y casi groseramente a las visitas para poder así desnudarse a bocados y ensartarse como adolescentes en el sofá. Se trata del único caso de este tipo del que tengo constancia: es una rareza extraordinaria, una suerte tremenda, como si les hubiera tocado la Bono Loto. Pero, aunque escasos, este tipo de afortunados especímenes existen: y eso le amarga a uno la existencia. Imagínate que hubiera una persona en el mundo, aunque no fuera más que una, que estuviera libre de la muerte. Eso, la excepción, haría que el morir fuera una atrocidad aún mayor de lo que ya es. Pues bien, con el amor y el deseo sucede algo semejante: porque algo muere dentro de ti cuando se te acaba la ilusión, cuando ya no encuentras la voluntad necesaria para seguir queriendo a la misma persona. Otros lo consiguen, te dices, torturada, mientras te abres de piernas y encapotas el ceño. Otros lo consiguen y yo no; y lloras con discreción lágrimas secas por el fin de todo lo que tuviste.

Cuando conocí a Ramón, ese deterioro del amor me había sucedido ya demasiadas veces. Pensé que él, tan tranquilo y de tan buen talante, un hombre con el que no discutí ni una sola vez y al que jamás escuché una palabra airada, sería el punto final de mi peregrinaje, y que apoyada en su serenidad construiría una pareja estable. Pero a los pocos años su serenidad me parecía pachorra, y había llegado al convencimiento de que, si no discutía nunca, era porque todo le importaba un comino. A los pocos años, Ramón se había convertido para mí en un ser débil, desvitalizado e insufrible. ¿Adonde se había ido la belleza del mundo? Toda esa abundancia en la que había vivido, el ubérrimo paraíso de la pasión, ¿dónde se había metido? Prefiero que me traicionen y que me abandonen, prefiero perder al amado mientras dura el paroxismo del amor, y arrancarme de congoja los cabellos en noches de insomnio y de relámpagos, a sentir otra vez cómo se van apagando dentro de mí las estrellas del cielo, cómo el desamor lo agosta todo como una plaga bíblica, cómo esa vida antaño tan jugosa se reseca como un fruto podrido y al final sólo queda en tu garganta el regusto polvoriento de la pena.

Porque la pena siempre sabe a polvo, aunque a mí en una ocasión me supo a sangre. Fue hace tres años, cuando me estrellé contra la trasera de un camión. Había niebla, el asfalto estaba resbaladizo, era de noche, yo me encontraba muy cansada, iba demasiado deprisa, di la vuelta a una curva y ahí estaba el camión casi parado. Esto no es más que la fría enumeración de la catástrofe. He pensado en todo ello muchas veces, intentando alterar en mi imaginación alguno de los elementos coincidentes. ¿Qué hubiera sucedido si no hubiera habido niebla? ¿Y si yo no hubiese estado tan fatigada y tan deseosa de llegar a mi casa? ¿O si el firme de la carretera hubiera sido firme, como su nombre exige, y no una pista fatal de patinaje? Todos los hierros del mundo se metieron en mi boca. Todos menos uno, que me agujereó el vientre. Yo estaba embarazada de seis meses. Era una niña. Las piernas, la cabeza, las manos de deditos enroscados. La había visto en la pantalla de la ecografía, mi niña en blanco y negro, totalmente formada, un brumoso prodigio de mi carne. La maté en aquel choque; y perdí el útero, de paso. Esto último apenas si importó: de todas formas ya había sido una embarazada bastante mayor. Una primípara añosa, como dicen los médicos con su jerga insultante. Me había llevado todo ese tiempo llegar a decidirme, vencer esa voz interior que me aconsejaba que no tuviera hijos, el imperativo de supervivencia que mi madre me susurró al oído. Y ahora estoy vacía. Así lo dicen las mujeres que han sido sometidas a la misma operación que yo: Me han vaciado. Como si todo lo que son fuera ese útero. Los romanos no le otorgaban ningún lugar social a la mujer sin hijos. Y eso está enterrado en nuestra memoria. Los pueblos que llamamos primitivos no conciben a la mujer estéril: es una aberración casi asocial. Y eso está enterrado en nuestra memoria. ¡Pero si incluso los fabricantes de productos eróticos acaban de sacar una muñeca hinchable con un barrigón de embarazada por encima de su vagina practicable!