– Te quiero, te quiero tanto, te quiero tantísimo… -gemía sobre Lucía, reluciente de sudor, extenuado.
Buscaba el Paraíso porque ignoraba que era un lugar inexistente. Buscaba la completud, pero el agujero negro de su interior se hacía cada vez más grande. Hubo gestos agrios, palabras acérrimas. Una noche, Adrián le dijo a Lucía una vez más:
– Quiero casarme contigo, quiero estar contigo para siempre.
– Recuerda que todavía estoy casada con Ramón.
– Pues entonces vivamos juntos. Somos una pareja, ¿no lo entiendes?
– ¿Para qué tantas prisas? ¿No estamos bien así? Además, tú todavía tienes que vivir demasiadas cosas… -empezó a decir Lucía, como en tantas otras ocasiones.
Pero esta vez él perdió los nervios. Se puso en pie de un salto, estaban desnudos y en la cama, y la alzó en vilo cogida por los brazos. Las manos de Adrián eran dos tenazas, hierros de dolor clavados en la carne:
– ¡Suéltame, me haces daño!
– ¿Por qué eres así? ¿Por qué me tratas así? ¿Por qué me haces esto? ¡Me estás volviendo loco! -rugió Adrián, congestionado y ronco.
Y mientras decía esto la zarandeaba, ella como un pelele, los pies rozando apenas las baldosas, la cabeza rebotando como un badajo, así puedo morir, pensó Lucía, así puede matarme, sé que estas sacudidas a veces son fatales. Pero antes de que el abrupto pánico inicial se convirtiera en un miedo denso y sostenido, Adrián abrió las manos y la dejó caer sobre sus talones. Ahí estaba el muchacho, mirándola con cara alucinada, casi irreconocible en su expresión porque en ese instante era incapaz de reconocerse a sí mismo.
– Lo siento… Oh, Dios mío… Lo siento tanto, Lucía…
Permanecieron el uno frente al otro durante unos segundos, estupefactos y más allá de toda palabra. Luego, él extendió la mano y pasó un dedo titubeante y suave por la mejilla de ella. El dedo llegó a la comisura de la boca, merodeó por el borde rosado de los labios y al fin se introdujo de un pequeño empujón en el interior húmedo y caliente. Salió de allí ensalivado y empezó a descender cuello abajo, luego por el desfiladero de los pechos, más tarde en las estribaciones del ombligo, ese oasis en el que se detuvo unos instantes. Para acabar la expedición, ya apresurado, buscando la madriguera entre las ingles. Con ese dedo dentro, Lucía se tumbó de espaldas en la cama. Trepó sobre la mujer Adrián con la misma desesperación con que un sherpa medio congelado treparía al último risco del Everest. Todo el esplendor, las chispas de la carne de los primeros días, se habían convertido ahora en un trabajo penoso, en la angustia de no poder estar a la altura de los propios deseos. Lucía sentía al chico encima de ella, pero en realidad le notaba muy lejos, prisionero de sí mismo, luchando como un esforzado galeote por sacar adelante un orgasmo mecánico y furioso. Al final, tras llegar a la meta, se abrazó a Lucía:
– Te quiero tanto como nunca pensé que podría querer a nadie -dijo, llorando.
Y ella comprendió con toda claridad que la historia se estaba terminando.
Después de nuestra entrevista con el gran mafioso no podíamos hacer otra cosa que aguardar acontecimientos. En realidad, llevábamos toda la novela así, aguardando a que alguien nos viniera a buscar, o nos llamara, o contactara con nosotros; esto es, sumidos en una pasividad forzosa y desquiciante. Yo empezaba a tener la sensación de que mi piso era un escenario teatral en el que se representaba un vodevil, con personajes entrando y saliendo todo el tiempo y cada uno diciendo un parlamento previamente acordado. Sólo que en esta representación los malos estaban tan bien interpretados que corrías el riesgo de que te asesinaran de verdad.
– No teman: con el apoyo implícito que les ha prometido el Vendedor de Calabazas, nadie se atreverá a tocarles -dijo la juez Martina cuando le contamos nuestra entrevista.
Debía de estar en lo cierto, aunque me asqueaba tener que agradecerle algo a ese canalla de pelo embetunado. De manera que nos fuimos a casa relativamente tranquilos y nos sentamos a esperar en torno a la mesa de la cocina, mientras chupábamos naranjas y bebíamos humeantes tazones de café con leche.
A la tarde siguiente de nuestra entrevista en el Paraíso sonó el timbre de la puerta. Atisbé a través de la mirilla: alguien llenaba todo mi campo de visión con una cabellera pelirroja y ondulada.
– Creo que es el matón ese, el que nos atacó cuando vimos al chino -bisbiseé con espanto.
Nos quedamos un instante paralizados y sin saber qué hacer. Entonces escuchamos con claridad una voz angustiada que llegaba desde el otro lado de la hoja.
– ¡Lucía! ¡Lucía, por favor! ¡Ayúdame!
Era Ramón. Sin duda, era Ramón. Volví a mirar por el agujero: ahora se distinguía bien la satisfecha cara del matón, y detrás de él se percibía la presencia imprecisa de otro hombre. Podía ser mi marido.
– ¡Por favor, Lucía! ¡Sólo cuento contigo!
– Tengo que abrir -susurré, consternada.
Félix cabeceó su asentimiento, y Adrián, que en los últimos tiempos había desarrollado una inquina feroz contra Ramón, bufó nervioso e irritado. Descorrí los cerrojos y entreabrí la hoja, dejando la cadena de seguridad echada. Por la rendija aparecieron el Caralindo y otro tipo más joven. Ni rastro de mi marido. El pelirrojo sonrió con expresión desagradable: llevaba una pequeña grabadora entre las manos y ahora estaba rebobinando. Luego la cinta comenzó de nuevo su andadura. Volví a escuchar la voz plañidera de Ramón:
– ¡Lucía! ¡Lucía, por favor! ¡Ayúdame! ¡Por favor, Lucía! ¡Sólo cuento contigo! ¡Mi situación es terrible! ¡No me dejes abandonado! ¡Por favor, acompaña a estos hombres! ¡Me han prometido que no te harán ningún daño! ¡Te traerán hasta mí y dejarán que nos veamos durante un rato! ¡Por favor, Lucía! ¡Sigo secuestrado y si no vienes no sé qué será de mí!
El tipo cortó la grabadora y acentuó un poco más su desagradable sonrisa de alimaña.
– Por favor, Lucía… -repitió, burlón. Y señaló la cadena.
Bien, esto era en realidad lo que estábamos esperando. Ya nos lo había dicho el Vendedor de Calabazas: «Dentro de poco tendrá usted noticias de primera mano», había prometido. Y este era el cumplimiento de su promesa. O eso esperaba yo.
Eso esperaba. Quité la cadena con mano temblorosa. El pelirrojo empujó la puerta con un dedo y entró pavoneándose, mientras Adrián, Félix y yo retrocedíamos hasta la sala. Cuando la Perra-Foca reconoció al Caralindo salió despavorida y se intentó esconder debajo del sofá. Sólo le cupo la cabeza bajo el mueble: el resto de su rolliza anatomía quedó fuera.
El pelirrojo empezó a dar vueltas por la sala, levantando un libro aquí, cogiendo una foto allá y pasando un dedo por encima de las estanterías, todo ello sin perder su mueca sardónica, como si estuviera revisando nuestro nivel de pulcritud doméstica. Era evidente que quería ponernos nerviosos. El otro tipo, muy joven y más parecido a los clónicos del traje gris, se había quedado junto a la puerta de la sala, las piernas abiertas, las manos entrelazadas, estólido y carnoso.
– Bien, bien, bien… -dijo al fin el Caralindo-. Parece ser que tienes algún amigo en las alturas…
Mientras hablaba no nos miraba: permanecía prendido de su propia imagen, que se reflejaba en el espejo de la pared. Se contempló de frente, se golpeó ligeramente con el dorso de los dedos la mínima papada y luego aquilató sus dos escorzos, hacia la derecha y hacia la izquierda, con gesto satisfecho. Hizo chascar sus labios de galán antiguo y sonrió de nuevo.
– Y este amigo quiere que vayas a ver a tu marido.
– ¿Dónde está, cómo está? -dije.
De pronto lo encontré junto a mí. El pelirrojo había girado sobre sí mismo con increíble rapidez, había dado una zancada y estaba junto a mí. Me agarró la cara con su mano derecha. Apretó tanto mis mejillas que mi boca salió proyectada hacia delante, como el morro de un pez.
– Ya te he dicho que no debes hacer tantas preguntas. Te lo he dicho.
Adrián vino en mi ayuda, pero cuando quiso llegar junto a nosotros el matón ya me había soltado.
– Eh, tú, no la toques -dijo mi querido Adrián, en el más perfecto estilo de héroe de película, dando un empellón en el hombro de su enemigo.
Y al instante siguiente se desplomó de rodillas sobre el suelo.
Al parecer, el matón le había arreado un puñetazo en la boca del estómago, aunque yo ni siquiera llegué a advertir el movimiento. Me precipité hacia el muchacho, que intentaba coger aire con inhalaciones espasmódicas.
– ¡Animal! -grité.
– Calma, nena. Calma -dijo el chulo-. Esto no es más que un transporte gratis. Vengo a llevarte conmigo y así no pagas taxi. No lo hagamos innecesariamente desagradable.
Senté al jadeante Adrián en el sofá e intenté serenarme.
– Está bien. En cuanto que se recupere, nos vamos.
– ¿Que nos vamos? ¿Quiénes nos vamos, guapa? Para este viaje sólo tienes billete tú. Estos dos se quedan. Félix carraspeó.
– Eso no puede ser. Mire, señor, no vamos a dejar que vaya sola con usted.
El pelirrojo se echó a reír:
– ¿Cómo dices, abuelo? ¿Que no vais a dejar que qué? -dijo con aire zumbón.
Félix se acercó hacia el tipo con paso renqueante. Se me pusieron los pelos de punta. El viejo no aguantaría un puñetazo como el de Adrián sin partirse en dos.
– Déjalo, Félix. No importa, déjalo -le dije ansiosamente. Pero Félix prosiguió impertérrito con su torpe avance de tortuga hasta pararse frente al chulo.
– Que lo dejes, viejo, ¿no lo oyes, so «chalao»? -dijo el pelirrojo, curvando los labios hacia abajo, despectivo, mientras agarraba a Félix por las solapas.
Tengo que hacer algo, pensé, tengo que intervenir. Estaban en mitad de la habitación, apenas a un par de metros de distancia de mí, Félix de espaldas y el matón de frente. Y entonces sucedió una cosa digna de verse: la cara del pelirrojo empezó a palidecer hasta ponerse de color ceniciento. Vi que soltaba el cuello de Félix con cuidado. Y después advertí que Félix le había hincado en la barriga la punta de su pistolón.
– Bien. Date la vuelta -dijo Félix.
– Cuidado, abuelo, que esas cosas las carga el demonio…
– ¡Date la vuelta!
– Ya voy, ya voy.
El jovenzuelo que aguardaba junto a la puerta había dado dos pasos hacia nosotros, pero la pistola de Félix, hábilmente dirigida a uno y otro matón de modo alternativo, había detenido su avance en seco. Algo había en el gesto y los movimientos de mi vecino, algo en su calma y en la naturalidad con que manejaba el arma, que le hacía parecer lo suficientemente peligroso como para obedecerle. El pelirrojo se giró y quedó de espaldas. Entonces Félix le agarró la chaqueta por el cuello, a la altura de la nuca, y dio un tirón seco hacia abajo. La chaqueta se volvió del revés y se deslizó por la espalda hasta apelotonarse a medio camino, trabándole los brazos al mafioso. Desde atrás, y con hábiles dedos, Félix sacó el arma del pelirrojo de la sobaquera, que había quedado al descubierto.