A mi lado, Félix se removía en el asiento y apretaba los puños. Ahora fui yo quien le dio un rodillazo de advertencia.

– Usted quiere saber qué le ha sucedido a su marido. Le diré que últimamente estoy oyendo hablar de su marido con excesiva frecuencia. Le diré que empiezo a estar harto de su marido y de los amigos de su marido. Un hombre de mi posición no frecuenta sólo los palacios, como antes le dije. Un hombre de mi posición también tiene que tratar con gentes de medio pelo, botarates. Los amigos de su marido son unos parvenus. Pretenden conseguir en tan sólo unos años el mismo lugar de poder que familias como la mía llevamos generaciones edificando. Y eso es imposible, por supuesto. Ese orden del mundo al que antes me refería es una construcción social que tiene milenios; la realidad se ha ido organizando así desde el principio de los tiempos, y posee unas normas y una jerarquía. Pero los parvenus siempre lo confunden todo. Son unos ignorantes y además unos horteras, pero ya ve usted, son necesarios: alguien tiene que desempeñar el trabajo sucio, y los parvenus están dispuestos a hacer lo que sea con tal de medrar. Para nosotros son, ¿cómo le diría yo?, como animales domésticos: cuando empiezan a producir molestias, cuando dejan de rendir lo suficiente, se les cambia por otros y santas pascuas. Es un sistema un poco caro, pero muy eficaz. Le explico todo esto porque ahora nos encontramos, precisamente, en uno de esos momentos de renovación. Usted quiere saber qué ha sucedido con su marido y nosotros estamos hartos de esos zoquetes. De manera que voy a ayudarla: quédese tranquila porque dentro de poco tendrá usted noticias de primera mano. Dígaselo así a la juez Martina: dígale que le brindo mi colaboración con mucho gusto. Yo no quiero problemas. Si ha entendido usted todo lo que le acabo de explicar, se habrá dado cuenta de que a mí no me pueden interesar los escándalos, puesto que formo parte fundamental del orden establecido. Dígaselo así a la juez. A ver si nos ayudamos los unos a los otros y acabamos con este estúpido incidente. ¿Qué le parece?

– Pues verá, le agradezco su buena disposición, pero quisiera…

– Entonces ya está todo dicho -me cortó el tipo, extendiendo la mano hacia mí para despedirse-. Denle mis recuerdos al bueno de Van Hoog.

Los matones de la mesa de al lado se levantaron para escoltarnos hasta la salida. Estaba claro que la reunión se había terminado, y el tono de voz era lo suficientemente imperativo como para salir corriendo. Pero Félix apoyó los dos puños sobre la mesa de mármol y se inclinó hacia delante. El tipo seguía sentado y los demás estábamos de pie y rodeados de gorilas.

–  La medida del hombre -dijo Félix.

– ¿Qué? -preguntó el Vendedor de Calabazas.

Uno de los guardaespaldas agarró a mi vecino por el codo, pero su jefe le hizo una indicación con la cabeza para que le soltara.

– Lo que usted decía antes -prosiguió Félix-. Eso de que para qué servía conducirse con dignidad. Sirve para darnos la medida de lo que somos. Mire, los humanos somos incapaces de imaginarnos lo que no existe; si podemos hablar de cosas tales como el consuelo, la solidaridad, el amor y la belleza es porque esas cosas existen en realidad, porque forman parte de las personas, lo mismo que la ferocidad y el egoísmo. En situaciones extremas esos ingredientes se precipitan, y por eso hay de todo, comportamientos grandiosos y actitudes mezquinas. ¿Que para qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara, por ejemplo? Pues para ser como somos. Aunque inútiles desde un punto de vista práctico, sus muertes corroboran que los humanos somos también así. Que, aun en el peor de los casos, siempre hay algo en nosotros capaz de lo mejor. Si no hubiera habido ningún acto heroico en Annual, es decir, si en las personas no existiera también ese impulso automático hacia la dignidad, el mundo sería un lugar inhabitable y los humanos pareceríamos animales feroces.

– Puede ser -respondió el hombre, atusándose con coquetería los caracolillos del cogote-. Quizá tenga usted razón. Pero en ese caso, y en ese mundo, yo formaría parte de los animales feroces dominantes, y usted, mi querido Fortuna, sería lo mismo que es ahora, un maldito perdedor. Viejo, pobre y encima anarquista. Un historial lamentable, amigo mío. No ha hecho más que ir de derrota en derrota.

De modo que lo sabía todo. Que yo estaba en tratos con la juez Martina, que Félix había sido de la CNT. Parecía un pijo de guardarropía, un rico de sainete, pero lo sabía todo. Ahí estaba, seguro de sí mismo, radiante y satisfecho de ser como era. Los cuentos de la infancia no son ciertos. Los malos no acaban siempre pagando su maldad, los buenos no siempre reciben recompensa, los villanos no se reconcomen de bilis y de desasosiego. Por el contrario, hay infinidad de miserables francamente felices. Agarré a Félix de un brazo y tiré de él.

– Vámonos.

Se dejó llevar, tal vez algo aturdido. Los muchachos de gris nos acompañaron hasta la salida y allí nos dejaron. Nosotros tres cruzamos la puerta del Paraíso y nos quedamos al otro lado, sobre la acera, intentando serenarnos con el frío de la noche. Una hermosa luna llena, azulada e invernal, se paseaba por las azoteas de los edificios. Permanecimos paralizados un buen rato, demasiado extenuados quizá para reaccionar. La jornada había sido interminable. Primero habíamos descubierto la traición de García, luego habíamos estado a punto de saltar por los aires con una explosión de gas, después el inspector había intentado secuestrarme, luego la juez me explicó que Ramón era un cerdo sin paliativos y por último un mafioso impresentable nos había intentado convencer de que el mundo era suyo. Todo esto sin pararse ni a comer, con tan sólo un poco de queso en el estómago. Estábamos agotados y nuestro cansancio se parecía demasiado a la derrota. Por encima de nosotros, la luna era el sañudo y tuerto ojo con el que la negrura nos miraba.

Resignación, esa es la palabra de la gran derrota. La vida es un trayecto extenso y fatigoso. Es como un tren de largo recorrido que en ocasiones ha de atravesar regiones en guerra y territorios salvajes. Quiero decir que el camino está plagado de peligros y que el descarrilamiento es un accidente bastante común. Pero hay muchas maneras de perder el rumbo. Por ejemplo, uno puede irse directamente al infierno, como le pasó a Félix Roble durante algunos años. Otros, en cambio, no llegan a salirse de los raíles, sino que tan sólo van aminorando la velocidad, más y más despacio cada día, hasta que al fin se paran por completo y se quedan ahí, medio muertos de pasividad y de fracaso, oxidando la hojalata y las ideas bajo las inclemencias del tiempo.

Eso era lo que le había ocurrido a Lucía Romero. En semejante situación se encontraba nuestra protagonista al comienzo de este libro.

Una noche, Ramón y ella estaban haciendo el amor. A veces sucedía: Ramón se empeñaba y ella ya no encontraba razones para negarse. Ramón forcejeaba sobre ella y Lucía fruncía el ceño. Cuando hacían el amor, el ceño era la única parte de la anatomía de Lucía que se ponía en funcionamiento: se le apelotonaban las cejas de disgusto, hasta el punto de que luego le quedaba la frente dolorida. Esa noche llovía y el agua repiqueteaba blandamente sobre el alféizar de la cocina, formado por una plancha de cinc que cubría una fresquera antediluviana. Lucía escuchaba el pequeño tumulto de las gotas desde el dormitorio, mientras Ramón se afanaba sobre su cuerpo anestesiado o tal vez muerto. Hacía un milenio que Lucía no sentía su propio cuerpo, que no deseaba perderse en unos labios, que no se dejaba fundir en la carne del hombre. Ahora aguantaba los jadeos de Ramón y pensaba en los tiburones, felices criaturas que disponen de varias filas de dientes, de manera que cuando pierden un juego de colmillos pueden reemplazarlos con la serie siguiente. Tamborileaba la lluvia en el cinc de la cocina y en cada gota se ahogaba un segundo, tiempo de vida desperdiciado. ¿Adonde iría a parar el tiempo perdido? Tal vez anduviera merodeando por el limbo de los extravíos, junto con los libros no escritos, las palabras no dichas, los sentimientos no vividos y los dientes de Lucía, los verdaderos, arrancados de raíz en aquel estúpido accidente. Ahora Lucía tenía la dentadura de resina y el cuerpo de madera, insensible bajo las manos de Ramón. ¿Acaso ya no iba a sentir el deseo nunca más? Toc, toc, toc, contestó la lluvia. Y Lucía entendió: nunca más, nunca más. Bien, se dijo entonces: es evidente que me he rendido. Y casi se sintió en paz.

De esta paz fúnebre y mortífera la sacó el secuestro, la amistad con Félix y, sobre todo, el amor de Adrián. Si has vivido alguna vez una pasión amorosa entenderás la fiebre de Lucía, porque la pasión siempre se repite: es como una sesión de cine en donde proyectas una y otra vez la misma película con el mismo galán en la pantalla. Y así, aunque Adrián era veinte años menor que ella, créeme que en la pasión Lucía no era ni un minuto más vieja que ese muchacho, porque en el alucinamiento del amor todos somos estúpidos y perpetuamente jóvenes. Por otra parte, las pasiones eternas suelen durar una media de seis meses; y luego, si las cosas marchan bien, se reconvierten en amores para toda la vida, que duran aproximadamente dos años más. En total, el espasmo cordial abarca, por lo general, unos dos años y medio. Teniendo en cuenta esta regla del corazón no escrita, pero tan cierta como la existencia del agujero de ozono, Lucía no hubiera debido preocuparse por la diferencia de edad entre Adrián y ella: antes de que los años la convirtieran en una anciana putrefacta, la relación se habría hecho fosfatina (lo cual, bien mirado, era un pensamiento reconfortante). Pero Lucía sí que se preocupaba. Y no sólo por la diferencia de edad, sino, sobre todo, por la diferencia de sus necesidades.

Al principio todo fue luz y delirio, porque en los comienzos del amor los humanos siempre nos mostramos encantadores, infatigables en nuestra tierna entrega y gloriosos en todo; pero luego este esfuerzo épico se agota y vuelven a salir a la superficie nuestras vidas pequeñas. Pues bien, las vidas menudas de Adrián y Lucía también acabaron emergiendo y empezaron a chocar entre sí, como icebergs flotando a la deriva en un mar cada vez más helado.

– Te he estado esperando durante toda mi vida -le decía Adrián a Lucía, sin advertir que era una ofrenda breve-. Estoy seguro de que nos conocemos de otras encarnaciones, he soñado contigo desde que era pequeño.

Era un muchacho y confundía aún su deseo de amar con el amor. Era tal su ansiedad que el aire crepitaba en torno suyo. A medida que pasaban los días y que se crispaban las horas y que la relación se iba atirantando, Adrián aumentaba el ritmo de sus declaraciones amatorias: