– Confío en ti, Arnau. Mi comunidad está en peligro.

Arnau extendió la mano.

– Confiamos en ti -repitió Hasdai aceptando la despedida de Arnau.

Arnau volvió a circular entre los frailes negros. ¿Habrían encontrado ya la hostia sangrante? Los objetos, ahora ya incluso los muebles, seguían amontonándose en las calles de la judería. Saludó al veguer a la salida. Aquella misma tarde le pediría audiencia, pero ¿cuánto debía ofrecerse por la vida de un hombre? ¿Y por la de toda una comunidad? Arnau había negociado con todo tipo de mercaderías -telas, especias, cereales, animales, barcos, oro y plata-, conocía el precio de los esclavos, pero ¿cuánto valía un amigo?

Arnau salió de la judería, giró a la izquierda y enfiló la calle Banys Nous; atravesó la plaza del Blat y cuando se encontraba en la calle Carders cerca de la esquina con Monteada, donde estaba su casa, se paró en seco. ¿Para qué?, ¿para encontrarse con Elionor? Dio medía vuelta para volver hasta la calle de la Mar y bajar a su mesa de cambios. Desde el día en que consintió al matrimonio de Mar… Desde aquel día Elionor lo había perseguido sin descanso. Primero ladinamente. ¡Si hasta entonces nunca le había llamado querido! Jamás se había preocupado por sus negocios, o por lo que comía o simplemente por cómo se encontraba. Cuando aquella táctica falló, Elionor decidió atacar de frente. «Soy una mujer», le dijo un día. No debió de gustarle la mirada con la que Arnau le contestó porque no dijo nada más… hasta al cabo de algunos días: «Tenemos que consumar nuestro matrimonio; estamos viviendo en pecado».

– ¿Desde cuándo te interesas tanto por mi salvación? -le contestó Arnau.

Elionor no cejó pese a los desplantes de su esposo y al final decidió hablar con el padre Juli Andreu, uno de los sacerdotes de Santa María, para exponerle el asunto. Él sí que tenía interés en la salvación de sus fieles, de los que Arnau era uno de los más queridos. Ante el cura, Arnau no podía excusarse como lo hacía con Elionor.

– No puedo, padre -le contestó cuando le asaltó un día en Santa María.

Era cierto. Justo después de la entrega de Mar al caballero de Ponts, Arnau había intentado olvidarse de la muchacha y, ¿por qué no?, crear su propia familia. Se había quedado solo. Todas las personas a las que quería habían desaparecido de su vida. Podía tener niños, jugar con ellos, volcarse y encontrar en ellos ese algo que le faltaba, y todo eso sólo podía llevarlo a cabo con Elionor. Pero cuando la veía arrimarse a él, perseguirlo por las estancias del palacio, o cuando oía su voz, falsa, forzada, tan diferente de la voz con que le había tratado hasta entonces, todos sus planteamientos se venían abajo.

– ¿Qué queréis decir, hijo? -le preguntó el sacerdote.

– El rey me obligó a casarme con Elionor, padre, pero nunca me preguntó si me gustaba su pupila.

– La baronesa…

– La baronesa no me atrae, padre. Mi cuerpo se niega.

– Puedo recomendarte un buen médico…

Arnau sonrió.

– No, padre, no. No se trata de eso. Físicamente estoy bien; es simplemente…

– Entonces debéis esforzaros por cumplir con vuestras obligaciones matrimoniales. Nuestro Señor espera…

Arnau aguantó la perorata del cura hasta que se imaginó a Elionor contándole mil historias. ¿Qué se habían creído?

– Mirad, padre -lo interrumpió-, yo no puedo obligar a mi cuerpo a desear a una mujer a la que no desea. -El sacerdote hizo ademán de intervenir pero Arnau se lo impidió con un gesto-. Juré que sería fiel a mi esposa, y eso hago: nadie puede acusarme de lo contrario. Acudo a rezar con mucha frecuencia y dono dinero a Santa María. Me da la impresión de que contribuyendo a levantar este templo expío las debilidades que cometió mi cuerpo.

El cura dejó de frotarse las manos.

– Hijo…

– ¿Qué opináis vos, padre?

El sacerdote buscó en sus escasos fundamentos de teología para rebatir cuantos argumentos había empleado. No pudo y al final se perdió con rápidos pasos entre los operarios de Santa María. Cuando Arnau se quedó solo, fue en busca de su Virgen y se arrodilló:

– Sólo pienso en ella, madre. ¿Por qué me dejaste entregarla al señor de Ponts?

No había vuelto a ver a Mar desde su matrimonio con Felip de Ponts. Cuando éste murió, pocos meses después de la ceremonia, intentó acercarse a la viuda, pero Mar no quiso recibirle. «Tal vez sea mejor», se dijo Arnau. El juramento ante la Virgen le ataba ahora más que nunca: estaba condenado a ser fiel a una mujer que no le amaba y a la que no podía amar.Y a renunciar a la única persona con quien podía ser feliz…

– ¿Han encontrado ya la hostia? -le preguntó Arnau al veguer, sentados uno frente a otro en el palacio que daba a la plaza del Blat.

– No -respondió éste.

– He estado hablando con los consejeros de la ciudad -le dijo Arnau-, y coinciden conmigo. El encarcelamiento de toda la comunidad judía puede afectar muy seriamente a los intereses comerciales de Barcelona. Acabamos de empezar la temporada de navegación. Si te acercas al puerto verás algunos barcos pendientes de partir. Llevan comandas de judíos; o las descargan o deberían esperar a los comerciantes que las acompañan. El problema es que no toda la carga es de los judíos; también hay mercancías de cristianos.

– ¿Por qué no las descargan?

– Subiría el precio del transporte de las mercancías de los cristianos.

El veguer abrió las manos en señal de impotencia.

– Juntad las de los judíos en unos barcos y las de los cristianos en otros -apuntó al fin como solución.

Arnau negó con la cabeza.

– No puede ser. No todos los barcos tienen el mismo destino. Sabes que la temporada de navegación es corta. Si los barcos no zarpan, se retrasará todo el comercio y no podrán volver a tiempo; perderán algún viaje y eso encarecerá las mercancías. Todos perderemos dinero. -«Tú incluido», pensó Arnau-. Por otra parte, la espera de los barcos en el puerto de Barcelona es peligrosa; si hubiese algún temporal…

– Y ¿qué propones?

«Que los soltéis a todos. Que ordenéis a los frailes que dejen de registrar sus hogares. Que les devolváis sus pertenencias, que…»

– Multad a la judería.

– El pueblo exige culpables y el infante se ha comprometido a encontrarlos. La profanación de una hostia…

– La profanación de una hostia -lo interrumpió Arnau- será más cara que otro delito. -¿Para qué discutir? Los judíos habían sido juzgados y condenados apareciese o no apareciese la hostia sangrante. La duda hizo que se frunciera el entrecejo del veguer-. ¿Por qué no lo intentas? Si lo conseguimos, serán los judíos los que paguen, sólo ellos; de lo contrario será un mal año para el comercio y pagaremos todos.

Rodeado de operarios, de ruido y de polvo, Arnau levantó la vista hacia la piedra de clave que cerraba la segunda de las cuatro bóvedas de la nave central de Santa María, la última que se había construido. En la gran piedra de clave estaba representada la Anunciación, con la Virgen arrodillada, cubierta por una capa roja bordada en oro, mientras recibía la noticia de su próxima maternidad de boca de un ángel. Los vivos colores, rojos y azules, pero sobre todo los dorados, captaron la mirada de Arnau. Bonita escena. El veguer había sopesado los argumentos de Arnau y finalmente cedió.

¡Veinticinco mil libras y quince culpables! Aquélla fue la respuesta que el veguer le dio al día siguiente después de consultarlo con la corte del infante don Juan.

– ¿Quince culpables? ¿Queréis ejecutar a quince personas por la insidia de cuatro dementes?

El veguer golpeó la mesa con el puño.

– Esos dementes son la santa Iglesia católica.

– Bien sabes que no -insistió Arnau.

Los dos hombres se miraron.

– Sin culpables -dijo Arnau.

– No será posible. El infante…

– ¡Sin culpables! Veinticinco mil libras es una fortuna.

Arnau volvió a abandonar el palacio del veguer sin rumbo fijo. ¿Qué iba a decirle a Hasdai? ¿Que quince de ellos debían morir? Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la imagen de cinco mil personas hacinadas en una sinagoga, sin agua, sin comida…

– ¿Cuándo tendré la respuesta? -le preguntó al veguer.

– El infante está cazando.

¡Cazando! Cinco mil personas recluidas por orden suya y se había ido a cazar. De Barcelona a Gerona, las tierras del infante, duque de Gerona y de Cervera, no debía de haber más de tres horas a caballo, pero Arnau tuvo que esperar hasta el día siguiente, bien entrada la tarde, para ser citado por el veguer.

– Treinta y cinco mil libras y cinco culpables.

A mil libras el judío de diferencia. «Quizá ése es el precio de un hombre», pensó Arnau.

– Cuarenta mil, sin culpables.

– No.

– Acudiré al rey.

– Bien sabes que el rey tiene suficientes problemas en la guerra con Castilla para indisponerse con su hijo y lugarteniente. Para algo lo nombró.

– Cuarenta y cinco mil, pero sin culpables.

– No, Arnau, no…

– ¡Consúltalo…! -estalló Arnau-, te lo ruego -rectificó.

El hedor que salía de la sinagoga golpeó a Arnau cuando aún se hallaba a varios metros de ella. Las calles de la judería habían empeorado y los muebles y objetos de los judíos se amontonaban por doquier. En el interior de las viviendas resonaban los golpes de los frailes negros que levantaban paredes y suelos en busca del cuerpo de Cristo. Arnau tuvo que esforzarse para aparentar serenidad cuando se encontró con Hasdai, en esta ocasión acompañado por dos rabinos y otros tantos jefes de la comunidad. Le escocían los ojos. ¿Serían los efluvios de orina que partían del interior de la sinagoga o simplemente las noticias que tenía que darles?

Durante algunos instantes, con un sinfín de gemidos como compañía, Arnau observó a aquellos hombres que trataban de renovar el aire de sus pulmones; ¿cómo sería dentro? Todos miraron de reojo el espectáculo que ofrecían las calles de la judería y su fuerte respiración se vio momentáneamente entrecortada.

– Exigen culpables -les dijo Arnau cuando los cinco se recuperaron-. Empezamos por quince. Estamos en cinco y espero… -No podemos esperar, Arnau Estanyol -lo interrumpió uno de los rabinos-. Hoy ha muerto un anciano; estaba enfermo, pero nuestros médicos no han podido hacer nada por él, ni siquiera mojarle los labios. No nos permiten enterrarlo. ¿Entiendes lo que eso significa? -Arnau asintió-. Mañana, el hedor de su cuerpo en descomposición se sumará a los…