– Sentencio a favor de la viuda y los hijos -expuso con tranquilidad-. Deberán recibir la mitad del salario total de la travesía y no los dos meses que pretende el señor de la nave. Así lo ordena este tribunal.

Arnau golpeó con la mano, se puso en pie y se encaró al oficial de la Inquisición.

– Vamos -le dijo.

La noticia de la detención de Arnau Estanyol se propagó por Barcelona y desde allí, en boca de nobles, mercaderes o simples payeses, por gran parte de Cataluña.

Algunos días más tarde, en una pequeña villa del norte del principado, un inquisidor que en aquel momento estaba atemorizando a un grupo de ciudadanos recibía la noticia de boca de un oficial de la Inquisición. Joan miró al oficial. -Parece que es cierto -insistió.

El inquisidor se volvió hacia el pueblo. ¿Qué les estaba diciendo? ¿Arnau detenido?

Volvió a mirar al oficial y éste asintió con la cabeza. ¿Arnau?

La gente empezó a moverse inquieta. Joan intentó continuar pero no pudo pronunciar palabra. Una vez más se volvió hacia el oficial y percibió una sonrisa en sus labios.

– ¿No continuáis, fra Joan? -se adelantó éste-. Los pecadores os están esperando.

Joan se volvió de nuevo hacia el pueblo.

– Partimos hacia Barcelona -ordenó.

De vuelta a la ciudad condal, Joan pasó muy cerca de las tierras del barón de Granollers. Por poco que se hubiera desviado de su ruta, habría podido ver cómo el carlán de Montbui y otros caballeros sometidos a Arnau recorrían las tierras amedrentando a unos payeses que volvían a estar sometidos a los malos usos que un día Arnau derogó. «Dicen que ha sido la propia baronesa quien ha denunciado a Arnau», aseguró alguien.

Pero Joan no pasó por las tierras de Arnau. Desde que inició el regreso no cruzó palabra con el oficial ni con ninguno de los hombres que formaban la comitiva, ni siquiera con el escribano. Sin embargo no pudo dejar de oír.

– Parece ser que lo han detenido por hereje -dijo uno de los soldados lo suficientemente alto para que Joan pudiera oírlo.

– ¿El hermano de un inquisidor? -añadió otro a gritos.

– Nicolau Eimeric logrará que confiese todo lo que lleva dentro -intervino entonces el oficial.

Joan recordó a Nicolau Eimeric. ¿Cuántas veces lo había felicitado por su labor como inquisidor?

– Hay que combatir la herejía, fra Joan… Hay que buscar el pecado bajo la apariencia de bondad de la gente; en su alcoba, en sus hijos, en sus esposos.

Y él lo había hecho. «No hay que dudar en torturarlos para que confiesen.» Y él también lo había hecho, sin descanso. ¿Qué tortura le habría aplicado a Arnau para que se confesase hereje?

Joan apresuró el paso. El sucio y ajado hábito negro caía a plomo sobre sus piernas.

– Por su culpa me veo en esta situación -comentó Genis Puig sin dejar de andar de un lado a otro de la estancia-.Yo, que disfruté…

– De dinero, de mujeres, de poder -lo interrumpió el barón.

Pero el paseante no hizo caso del barón.

– Mis padres y mi hermano murieron como simples payeses, hambrientos, atacados por enfermedades que sólo se ceban en los pobres, y yo…

– Un simple caballero sin huestes que aportar al rey -añadió cansinamente el barón terminando la mil veces repetida frase.

Genis Puig se detuvo frente a Jaume, el hijo de Llorenç de Bellera.

– ¿Te parece gracioso?

El señor de Bellera no se movió del sillón desde el que había seguido la ronda de Genis por la torre del homenaje del castillo de Navarcles.

– Sí -le contestó al cabo de unos instantes-, más que gracioso. Tus motivos para odiar a Arnau Estanyol me parecen grotescos comparados con los míos.

Jaume de Bellera dirigió su mirada hacia lo alto de la torre.

– ¿Quieres dejar de dar vueltas de una vez?

– ¿Cuánto más tardará tu oficial? -preguntó Genis sin cesar de pasear por la torre.

Ambos esperaban la confirmación de las noticias que Margarida Puig había insinuado en una misiva previa. Genis Puig, desde Navarcles, había convencido a su hermana para que poco a poco, durante las muchas horas que Elionor pasaba sola en la que fue la casa familiar de los Puig, se ganara la confianza de la baronesa. No le costó mucho: Elionor necesitaba una confidente que odiara a su marido tanto como ella misma. Fue Margarida quien, de manera insidiosa, informó a Elionor de adonde se dirigía el barón. Fue Margarida la que inventó el adulterio de Arnau con Raquel. Ahora, en cuanto Arnau Estanyol fuera detenido por relacionarse con una judía, Jaume de Bellera y Genis Puig darían el paso que tenían previsto.

– La Inquisición ha detenido a Arnau Estanyol -confirmó el oficial tan pronto como entró en la torre del homenaje.

– Entonces Margarida tenía ra… -saltó Genis.

– Calla -le ordenó el señor de Bellera desde su sillón-.

Continúa.

– Lo detuvieron hace tres días, mientras impartía justicia en el tribunal del consulado.

– ¿De qué se le acusa? -preguntó el barón.

– No está muy claro; hay quien dice que de herejía, otros sostienen que por judaizante y otros por mantener relaciones con una judía. Todavía no lo han juzgado; está encerrado en las mazmorras del palacio episcopal. Media ciudad está a favor y media en contra, pero todos hacen cola ante su mesa de cambio para que les reintegren sus depósitos. Los he visto. La gente se pelea por recuperar su dinero.

– ¿Pagan? -intervino Genis.

– De momento, sí, pero todos saben que Arnau Estanyol ha prestado mucho dinero a gente sin recursos, y si no puede recuperar esos préstamos… Por eso la gente se pelea: dudan que la solvencia del cambista pueda sostenerse. Hay un gran revuelo.

Jaume de Bellera y Genis Puig intercambiaron una mirada.

– Empieza la caída -comentó el caballero.

– ¡Busca a la puta que me amamantó -ordenó el barón al oficial-, y enciérrala en las mazmorras del castillo!

Genis Puig se sumó al señor de Bellera y azuzó al oficial para que se apresurase.

– Esa endemoniada leche no era para mí -le había oído decir en multitud de ocasiones-, era para su hijo, Arnau Estanyol, y mientras él disfruta del dinero y del favor del rey, yo tengo que sufrir las consecuencias del mal que me transmitió su madre.

Jaume de Bellera había tenido que acudir al obispo para que la epilepsia que padecía no fuera considerada un mal del demonio. Sin embargo, la Inquisición no dudaría de que Francesca estaba endemoniada.

– Quisiera ver a mi hermano -le soltó Joan a Nicolau Eime-ric nada más presentarse en el palacio del obispo.

El inquisidor general entrecerró sus ojillos.

– Debes conseguir que confiese su culpa y que se arrepienta.

– ¿De qué se le acusa?

Nicolau Eimeric dio un respingo tras la mesa en la que le había recibido.

– ¿Pretendes que te diga de qué se le acusa? Eres un gran inquisidor pero… ¿acaso intentas ayudar a tu hermano? -Joan bajó la mirada-. Sólo puedo decirte que se trata de un tema muy serio. Te permitiré visitarlo siempre y cuando te comprometas a que el objetivo de tus visitas sea el de conseguir la confesión de Arnau.

¡Diez latigazos! Quince, veinticinco… ¿Cuántas veces había repetido aquella orden en los últimos años? «¡Hasta que confiese!», ordenaba al oficial que lo acompañaba.Y ahora…, ahora le pedían que obtuviera la confesión de su propio hermano. ¿Cómo iba a conseguirlo? Joan quiso contestar pero su intento se quedó en un simple movimiento de manos.

– Es tu obligación -le recordó Eimeric.

– Es mi hermano. Es lo único que tengo…

– Tienes a la Iglesia. Nos tienes a todos nosotros, tus hermanos en la fe cristiana. -El inquisidor general dejó transcurrir unos segundos-. Fra Joan, he esperado porque sabía que vendrías. Si no asumes ese compromiso, tendré que encargarme personalmente.

No pudo reprimir una mueca de disgusto cuando el hedor de las mazmorras del palacio episcopal golpeó sus sentidos. Mientras recorría el pasillo que le llevaría hasta Arnau, Joan oyó el goteo del agua que se filtraba por las paredes y el correteo de las ratas a su paso. Notó cómo una de ellas escapaba entre sus tobillos. Se estremeció, igual que lo había hecho ante la amenaza de Nicolau Eimeric: «… tendré que encargarme personalmente». ¿Qué falta habría cometido Arnau? ¿Cómo iba a decirle que él, su propio hermano, se había comprometido…?

El alguacil abrió la puerta de la mazmorra y una gran estancia oscura y maloliente se abrió ante Joan. Algunas sombras se movieron y el tintineo de las cadenas que las tenían sujetas a las paredes rechinó en los oídos del dominico. Éste sintió que su estómago se rebelaba contra aquella miseria y la bilis subió hasta su boca. «Allí», le dijo el alguacil señalándole una sombra encogida en un rincón, y sin esperar respuesta salió de la mazmorra. El ruido de la puerta a sus espaldas lo sobresaltó. Joan permaneció en pie, en la entrada de la estancia, envuelto en la penumbra; una única ventana enrejada, en lo alto de la pared, permitía la entrada de tenues rayos de luz. Las cadenas empezaron a sonar tras la salida del alguacil; más de una docena de sombras se movieron. ¿Estaban tranquilos porque no habían venido a por ellos o quizá desesperados por la misma razón?, pensó Joan a la vez que empezaba a verse acosado por lamentos y gemidos. Se acercó a una de las sombras, la que creía que le había señalado el alguacil, pero cuando se acuclilló ante ella, el rostro llagado y desdentado de una anciana se volvió hacia él.

Cayó hacia atrás; la anciana lo miró durante unos segundos y volvió a esconder su desdicha en la oscuridad.

– ¿Arnau? -siseó Joan todavía desde el suelo. Luego, lo repitió en voz alta, rompiendo el silencio que había obtenido por respuesta.

– ¿Joan?

Se apresuró hacia la voz que le marcaba el camino. Volvió a acuclillarse ante otra sombra, cogió la cabeza de su hermano con ambas manos y la atrajo hacia su pecho.

– ¡Virgen Santa! ¿Qué…? ¿Qué te han hecho? ¿Cómo estás? -Joan empezó a palpar a Arnau; el cabello áspero, los pómulos que empezaban a sobresalir-. ¿No te dan de comer?

– Sí -contestó Arnau-, un mendrugo y agua.

Cuando Joan tocó las argollas de sus tobillos apartó las manos con rapidez.

– ¿Podrás hacer algo por mí? -lo interrumpió Arnau. Joan calló-.Tú eres uno de ellos. Siempre me has comentado lo que te aprecia el inquisidor. Esto es insoportable, Joan. No sé cuántos días llevo aquí dentro.Te estaba esperando…