CUARTA PARTE SIERVOS DEL DESTINO

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Pascua de 1367

Barcelona

Arnau permanecía arrodillado frente a su Virgen de la Mar mientras los sacerdotes celebraban los oficios de la Pascua. Junto a Elionor, entró en Santa María; la iglesia estaba llena a rebosar, pero la gente se apartó para que pudiese llegar a la primera fila. Reconocía sus sonrisas: ése le había pedido un préstamo para su barca nueva; aquél le entregó sus ahorros; otro le pidió un préstamo para la dote de su hija; aquél todavía no le había devuelto lo pactado. Ese último tenía la mirada gacha. Arnau se detuvo junto a él y para desesperación de Elionor le ofreció la mano.

– La paz sea contigo -le dijo.

Los ojos del hombre se iluminaron y Arnau prosiguió el recorrido hasta el altar mayor. Eso era todo lo que tenía, le decía a la Virgen: gente humilde que le apreciaba a cambio de ayuda. Joan estaba persiguiendo el pecado y de Guillem no sabía nada. En cuanto a Mar, ¿qué decir de ella?

Elionor le golpeó el tobillo y cuando Arnau la miró, lo instó con gestos a que se levantase. «¿Acaso has visto alguna vez a un noble que permanezca postrado de rodillas tanto tiempo como tú?», le había recriminado en varias ocasiones. Arnau no le hizo caso pero Elionor volvió a golpearle los tobillos.

«Esto es lo que tengo, madre. Una mujer que se preocupa más de las apariencias que de otra cosa, salvo de que la haga madre. ¿Debería? Sólo quiere un heredero, sólo quiere un hijo que le garantice su futuro.» Elionor le golpeó de nuevo los tobillos. Cuando Arnau se volvió hacia ella, su esposa le indicó con la mirada a los demás nobles que se hallaban en Santa María. Algunos estaban de pie, pero la mayoría permanecían sentados; sólo Arnau seguía postrado.

– ¡Sacrilegio!

El grito resonó por toda la iglesia. Los sacerdotes callaron, Arnau se levantó y todos se volvieron hacia la entrada principal de Santa María.

– ¡Sacrilegio! -volvió a oírse.

Varios hombres se abrieron paso hasta el altar al grito de sacrilegio, herejía, demonios… y ¡judíos! Iban a hablar con los sacerdotes, pero uno de ellos se dirigió a la feligresía:

– Los judíos han profanado una sagrada hostia -gritó. Un rumor se elevó entre la gente.

– No tienen suficiente con haber matado a Jesucristo -volvió a exclamar el primero desde el altar-, sino que también tienen que profanar su cuerpo.

El rumor inicial se convirtió en un griterío. Arnau se volvía hacia la gente pero su mirada se topó con la de Elionor. -Tus amigos judíos -le dijo ésta.

Arnau sabía a qué se refería su esposa. Desde el matrimonio de Mar le resultaba insoportable estar en casa y muchas tardes iba a ver a su antiguo amigo, Hasdai Crescas, y se quedaba charlando con él hasta muy tarde. Antes de que Arnau pudiera responder a Elionor, los nobles y prohombres que los acompañaban en los oficios se sumaron a los comentarios y discutieron entre sí:

– Quieren seguir haciendo sufrir a Cristo después de muerto -dijo uno.

– La ley los obliga a mantenerse en sus casas durante la Pascua, con las puertas y ventanas cerradas; ¿cómo habrán podido? -preguntó el de al lado.

– Se habrán escapado -afirmó otro.

– ¿Y los niños? -intervino una tercera-. Seguro que tambien habrán raptado a algún niño cristiano para crucificarlo y comer su corazón…

– Y beber su sangre -se escuchó.

Arnau no podía apartar los ojos de aquel grupo de nobles enfurecidos. ¿Cómo podían…? Su mirada volvió a cruzarse con la de Elionor. Sonreía.

– Tus amigos -repitió su esposa con retintín.

En aquel momento toda Santa María empezó a clamar venganza. ¡A la judería!, se azuzaron unos a otros al grito de herejes y sacrilegos. Arnau vio cómo se abalanzaban hacia la salida de la iglesia. Los nobles se quedaron atrás.

– Si no te das prisa -oyó que le decía Elionor-, te quedarás fuera de la judería.

Arnau se volvió hacia su mujer; después lo hizo hacia la Virgen. El griterío empezaba a perderse en la calle de la Mar.

– ¿A qué tanto odio, Elionor? ¿Acaso no tienes cuanto deseas?

– No, Arnau. Sabes que no tengo lo que deseo y quizá sea eso lo que entregas a tus amigos judíos.

– ¿A qué te refieres, mujer?

– A ti, Arnau, a ti. Bien sabes que nunca has cumplido con tus obligaciones conyugales.

Durante unos instantes, Arnau recordó las numerosas ocasiones en que había rechazado los acercamientos de Elionor; primero con delicadeza, tratando de no herirla, después con brusquedad, sin contemplaciones.

– El rey me obligó a casarme contigo, nada dijo de satisfacer tus necesidades -le espetó.

– El rey no -contestó ella-, pero sí la Iglesia.

– ¡Dios no puede obligarme a yacer contigo!

Elionor encajó las palabras de su marido con la mirada fija en él; después, muy lentamente, volvió la cabeza hacia al altar mayor. Se habían quedado solos en Santa María… a excepción de tres sacerdotes que permanecían en silencio escuchando la discusión del matrimonio. Arnau se volvió también hacia los tres sacerdotes. Cuando los cónyuges volvieron a cruzar sus miradas, Elionor entrecerró los ojos.

No dijo más. Arnau le dio la espalda y se encaminó hacia la salida de Santa María.

– Ve con tu amante judía -oyó que Elionor gritaba tras de sí.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Arnau. Aquel año Arnau volvía a ocupar el cargo de cónsul de la Mar. Vestido de gala se encaminó a la judería; los gritos de la muchedumbre crecían a medida que recorría la calle de la Mar, la plaza del Blat, la bajada de la Presó, para llegar hasta la iglesia de Sant Jaume. El pueblo clamaba venganza y se apelotonaba frente a unas puertas defendidas por soldados del rey. Pese al tumulto, Arnau se abrió paso con relativa facilidad.

– No se puede entrar en la judería, honorable cónsul -le dijo el oficial de guardia-. Estamos esperando órdenes del lugarteniente real, el infante donjuán, hijo de Pedro III.

Y llegaron las órdenes. A la mañana siguiente el infante don Juan dispuso la reclusión de todos los judíos de Barcelona en la sinagoga mayor, sin agua ni comida, hasta que aparecieran los culpables de la profanación de la hostia.

– Cinco mil personas -masculló Arnau en su despacho de la lonja cuando le comunicaron la noticia-. ¡Cinco mil personas hacinadas en la sinagoga sin agua ni comida! ¿Qué será de las criaturas, de los recién nacidos? ¿Qué espera el infante? ¿Qué imbécil puede esperar que algún judío se declare culpable de la profanación de una hostia? ¿Qué estúpido puede esperar que alguien se condene a muerte?

Arnau golpeó sobre la mesa de su despacho y se levantó. El bedel que le había comunicado la noticia dio un respingo. -Avisa a la guardia -le ordenó Arnau. El muy honorable cónsul de la Mar recorrió la ciudad apresuradamente, acompañado por media docena de missatges armados. Las puertas de la judería, todavía vigiladas por soldados del rey, estaban abiertas de par en par; frente a ellas, la muchedumbre había desaparecido pero había poco más de un centenar de curiosos que intentaban asomarse al interior, a pesar de los empujones que les propinaban los soldados.

– ¿Quién está al mando? -preguntó Arnau al oficial de la puerta.

– El veguer está dentro -señaló el oficial. -Avisadle.

El veguer no tardó en aparecer.

– ¿Qué deseas, Arnau? -le preguntó ofreciéndole la mano. -Deseo hablar con los judíos. -El infante ha ordenado…

– Lo sé -lo interrumpió Arnau-. Por eso mismo tengo que hablar con ellos. Tengo muchos procedimientos en marcha que afectan a judíos. Necesito hablar con ellos.

– Pero el infante… -empezó a decir el veguer.- ¡El infante vive de las aljamas! Doce mil sueldos anuales tienen que pagarle por disposición del rey. -El veguer asintió-. El infante tendrá interés en que aparezcan los culpables de la profanación, pero no te quepa duda de que también tendrá interés en que los asuntos comerciales de los judíos sigan su curso; en caso contrario… Ten en cuenta que la judería de Barcelona es la que más contribuye a esos doce mil sueldos anuales.

El veguer no lo dudó y cedió el paso a Arnau y su comitiva.

– Están en la sinagoga mayor -le dijo mientras pasaba por su lado.

– Lo sé, lo sé.

Pese a que todos los judíos estaban recluidos, el interior de la aljama era un hervidero. Sin dejar de andar, Arnau vio cómo un enjambre de frailes negros se dedicaba a inspeccionar todas y cada una de las casas de los judíos en busca de la hostia sangrante.

A las puertas de la sinagoga, Arnau se topó con otra guardia real.

– Vengo a hablar con Hasdai Crescas.

El oficial al mando intentó oponerse pero el que los acompañaba le hizo un gesto afirmativo.

Mientras esperaba la salida de Hasdai, Arnau se volvió hacia la judería. Las casas, todas con las puertas abiertas de par en par, ofrecían un espectáculo deplorable. Los frailes entraban y salían, a menudo con objetos, que mostraban a otros frailes, los cuales los examinaban y negaban con la cabeza para después arrojarlos al suelo, salpicado ya de pertenencias de los judíos. «¿Quiénes son los profanadores?», pensó Arnau.

– Honorable -oyó que le decían por la espalda.

Arnau se volvió y se encontró con Hasdai. Durante unos segundos observó aquellos ojos, que lloraban por el saqueo al que estaba siendo sometida su intimidad. Arnau ordenó a todos los soldados que se apartasen de ambos. Los missatges obedecieron, pero los soldados del rey siguieron junto a la pareja.

– ¿Acaso os interesan los asuntos del Consulado de la Mar? -les preguntó Arnau-. Retiraos junto a mis hombres. Los asuntos del consulado son secretos.

Los soldados obedecieron de mala gana. Arnau y Hasdai se miraron.

– Me gustaría darte un abrazo -le dijo Arnau cuando ya nadie podía oírlos.

– No debemos.

– ¿Cómo estáis?

– Mal, Arnau. Mal. Los viejos poco importamos, los jóvenes aguantarán, pero los niños llevan ya horas sin comer ni beber. Hay varios recién nacidos; cuando a las madres se les acabe la leche… Sólo llevamos algunas horas, pero las necesidades del cuerpo…

– ¿Puedo ayudaros?

– Nosotros hemos intentado negociar, pero el veguer no quiere atendernos. Bien sabes que sólo hay una forma: compra nuestra libertad.

– ¿Cuánto puedo llegar a…?

La mirada de Hasdai le impidió continuar. ¿Cuánto valía la vida de cinco mil judíos?