– ¿Por qué crees que mantiene esa postura? -preguntó con interés Guillem-. El rey Pedro siempre se ha comportado como una persona sensata…

– Por simple interés político -le interrumpió Jacopo-. El florín es la moneda real; su acuñación en la ceca de Montpellier depende directamente del rey. Por el contrario, el croat se acuña en ciudades como Barcelona y Valencia por concesión real. El monarca quiere sostener el valor de su moneda aunque se equivoque; sin embargo, para nosotros, es el mejor error que podría cometer. ¡El rey ha fijado la paridad del oro con respecto a la plata en trece veces más de lo que en realidad cuesta en otros mercados!

– ¿Y las arcas reales?

Aquél era el punto al que quería llegar Guillem.

– ¡Trece veces sobre valoradas! -rió el siciliano-. El rey sigue con su guerra contra Castilla aunque parece que está pronta a terminar. Pedro el Cruel tiene problemas con sus nobles, que se han decantado por el Trastámara.A Pedro el Ceremonioso sólo le son fieles las ciudades y, al parecer, los judíos. La guerra contra Castilla ha arruinado al rey. Hace cuatro años las cortes de Monzón le concedieron un subsidio por importe de doscientas setenta mil libras a costa de nuevas concesiones a nobles y ciudades. El rey invierte ese dinero en la guerra pero pierde privilegios para el futuro, y ahora, una nueva revuelta en Córcega… Si tienes algún interés en la casa real, olvídalo.

Guillem dejó de escuchar al siciliano y se limitó a asentir con la cabeza y sonreír cuando parecía que tocaba hacerlo. El rey estaba arruinado y Arnau era uno de sus mayores acreedores. Cuando Guillem abandonó Barcelona, los préstamos a la casa real superaban las diez mil libras; ¿a cuánto ascenderían ahora? Ni siquiera debía de haber pagado los intereses de los préstamos baratos. «Lo ejecutarán.» La sentencia de Joan volvió a su memoria. «Nicolau utilizará a Arnau para reforzar su poder -le había dicho Jucef-; el rey no paga al Papa y Eimeric le ha prometido parte de la fortuna de Arnau.» ¿Estaría dispuesto el rey Pedro a convertirse en deudor de un Papa que acababa de promover una revuelta en Córcega al negar el derecho de la corona de Aragón? Pero ¿cómo lograr que el rey se opusiese a la Inquisición?

– Vuestra propuesta nos interesa.

La voz del infante se perdió en la inmensidad del salón del Tinell. Sólo tenía dieciséis años pero acababa de presidir, en nombre de su padre, el Parlamento que debía tratar de la revolución sarda. Guillem observó disimuladamente al heredero, sentado en el trono y flanqueado por sus dos consejeros, Juan Fernández de Heredia y Francesc de Perellós, ambos de pie. Se decía de él que era débil, pero aquel muchacho, dos años atrás, tuvo que juzgar, sentenciar y ejecutar a quien había sido su tutor desde que nació: Bernat de Cabrera. Después de ordenar su decapitación en la plaza del mercado de Zaragoza, el infante tuvo que mandar la cabeza del vizconde a su padre, el rey Pedro.

Aquella misma tarde Guillem había podido hablar con Francesc de Perellós. El consejero lo escuchó con atención; luego, le ordenó que esperara tras una pequeña puerta. Cuando después de una larga espera lo dejaron pasar, Guillem se encontró con el más imponente salón que jamás había pisado: una estancia diáfana de más de treinta metros de ancho, cubierta por seis largos arcos en diafragma que llegaban casi hasta el suelo, con las paredes desnudas e iluminada con antorchas. El infante y sus consejeros lo esperaban al fondo del salón del Tinell.

Aún a varios pasos del trono, hincó una rodilla en tierra.

– Sin embargo -decía el infante-, recordad que no podemos enfrentarnos a la Inquisición.

Guillem esperó hasta que Francesc de Perellós, con una mirada cómplice, le indicó que hablara.

– No deberéis hacerlo, mi señor.

– Sea -sentenció el infante, tras lo cual se levantó y abandonó el salón acompañado por Juan Fernández de Heredia.

– Levantaos -le indicó Francesc de Perellós a Guillem-. ¿Cuándo será?

– Mañana, si puedo. Si no, pasado mañana.

– Avisaré al veguer.

Guillem abandonó el palacio mayor cuando empezaba a anochecer. Miró el límpido cielo mediterráneo y respiró hondo. Le quedaba mucho por hacer.

Aquella misma tarde, cuando aún no había terminado de hablar con Jacopo el siciliano, había recibido un mensaje de Jucef: «El consejero Francesc de Perellós te recibirá esta misma tarde en el palacio mayor, cuando termine el Parlamento». Sabía cómo interesar al infante; era sencillo: condonar los importantes préstamos a la corona que obraban en los libros de Arnau para que no terminasen en manos del Papa. Pero ¿cómo liberar a Arnau sin que el duque de Gerona tuviera que enfrentarse a la Inquisición?

Guillem salió a pasear antes de dirigirse a palacio. Sus pasos lo llevaron a la mesa de Arnau. Estaba cerrada; los libros debía de tenerlos Nicolau Eimeric para evitar ventas fraudulentas y los oficiales de Arnau habían desaparecido. Miró hacia Santa María, rodeada de andamios. ¿Cómo era posible que un hombre que lo había dado todo por esa iglesia…? Su paseo prosiguió hasta el Consulado de la Mar y hasta la playa.

– ¿Cómo está tu amo? -oyó a sus espaldas. Guillem se volvió y se encontró con un bastaix cargado con un enorme saco a la espalda. Arnau le prestó dinero hacía años, y lo había devuelto moneda a moneda. Guillem se encogió de hombros y esbozó una mueca. Enseguida, la fila de bastaixos que estaba descargando un barco y que seguía al primero lo rodeó. «¿Qué le pasa a Arnau? -escuchó-. ¿Cómo pueden acusarle de hereje?» A aquél también le había prestado dinero… ¿para la dote.de una de sus hijas? ¿Cuántos de ellos habían acudido a Arnau? «Si lo ves -dijo otro-, dile que hay una vela por él bajo los pies de Santa María. Nosotros nos ocupamos de que siempre esté encendida.» Guillem intentó excusar su ignorancia pero no le dejaron: los bastaixos despotricaron contra la Inquisición y luego siguieron su camino.

Con la visión de los bastaixos enardecidos, Guillem se encaminó con paso resuelto hacia el palacio mayor.

Ahora, con la silueta de Santa María recortada contra la noche a su espalda, el moro volvía a encontrarse ante la mesa de cambio de Arnau. Necesitaba la carta de pago que en su día firmó el judío Abraham Leví y que él mismo escondió tras una piedra de la pared. La puerta estaba cerrada con llave, pero había una ventana en la planta baja que nunca había cerrado bien. Guillem escrutó en la noche; parecía que no había nadie. Arnau nunca conoció la existencia de aquel documento. Guillem y Hasdai decidieron esconder los beneficios que le proporcionó la venta de esclavos bajo la apariencia de un depósito efectuado por un judío de paso en Barcelona: Abraham Levi. Arnau no habría admitido aquellos dineros. La ventana chasqueó rompiendo el silencio nocturno y Guillem se quedó paralizado. Sólo era un moro, un infiel que estaba entrando de noche en la casa de un reo de la Inquisición. De poco le serviría su bautismo si lo sorprendían. Sin embargo, los ruidos nocturnos le demostraron que el universo no estaba pendiente de él: el mar, el crujir de los andamios de Santa María, niños llorando, hombres gritando a sus mujeres…

Abrió la ventana y se coló por ella. El depósito ficticio que efectuó Abraham Leví sirvió para que Arnau negociase con aquellos dineros y obtuviese buenos beneficios, pero cada vez que hacía alguna operación, Arnau anotaba la cuarta parte a favor de Abraham Leví, el titular del depósito. Guillem dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad, hasta que la luna empezó a mostrarse. Antes de que Abraham Leví abandonara Barcelona, Hasdai lo acompañó a un escribano para que firmase la carta de pago de los dineros que había depositado; el dinero, pues, era propiedad de Arnau, pero en los libros del cambista todavía constaba a nombre del judío y se había multiplicado año tras año.

Guillem se arrodilló junto a la pared. Era la segunda piedra de la esquina. Empezó a forzarla. Nunca encontró el momento de confesarle a Arnau aquel primer negocio que hizo a sus espaldas pero en su nombre, y el depósito de Abraham Leví fue creciendo y creciendo. La piedra se le resistía. «No te preocupes -recordaba que le había dicho Hasdai en una ocasión en que, en su presencia, Arnau le habló del judío-; tengo instrucciones de que sigas así. No te preocupes», repitió. Cuando Arnau se volvió, Hasdai miró a Guillem, que sólo pudo contestarle encogiéndose de hombros y suspirando. La piedra empezó a ceder. No. Arnau nunca hubiera admitido trabajar con dinero proveniente de la venta de esclavos. La piedra cedió y bajo ella Guillem encontró el legajo, cuidadosamente envuelto en un paño. No se preocupó de leerlo; sabía qué decía. Colocó de nuevo la piedra en el hueco y se apostó junto a la ventana. No oyó nada anormal, por lo que abandonó la mesa de Arnau tras volver a cerrarla.

55

Los soldados de la Inquisición tuvieron que entrar a por él a la mazmorra; dos de ellos lo cogieron por las axilas y lo arrastraron mientras Arnau daba traspiés y caía al suelo. Los escalones de acceso a la planta baja le golpearon los tobillos y Arnau se dejó arrastrar por los pasillos de palacio. No había dormido. Ni siquiera prestó atención a los monjes y sacerdotes que miraban cómo le llevaban a presencia de Nicolau. ¿Cómo había sido capaz Joan de denunciarlo?

Desde que lo devolvieron a las mazmorras, Arnau lloró, gritó y se golpeó con violencia contra la pared. ¿Por qué Joan? Y si Joan lo había denunciado, ¿qué tenía que ver Aledis en todo aquello? ¿Y la mujer presa? Aledis sí que tenía motivos para odiarlo; la abandonó y después la rehuyó. ¿Estaría de acuerdo con Joan? ¿De verdad habría ido a buscar a Mar? Y, si así era, ¿por qué no había ido a visitarlo? ¿Tan difícil era comprar a un vulgar carcelero?

Francesca lo oyó sollozar y bramar. Cuando escuchó los gritos de su hijo, su cuerpo se encogió aún más. Le hubiera gustado mirarlo y contestarle, mentirle incluso, pero consolarlo. «No lo resistirás», le había advertido a Aledis. Pero ¿y ella? ¿Sería capaz de resistir por mucho tiempo aquella situación? Arnau continuó quejándose al universo y Francesca se apretó contra las frías piedras de la pared.

Las puertas de la sala se abrieron y Arnau fue introducido en ella. El tribunal ya estaba constituido. Los soldados arrastraron a Arnau hasta el centro de la sala y lo soltaron; Arnau cayó de rodillas, con las piernas abiertas, cabizbajo. Oyó que Nicolau rompía el silencio, pero fue incapaz de comprender sus palabras. ¿Qué más le daba lo que pudiera hacerle aquel fraile cuando su propio hermano ya lo había condenado? No tenía a nadie. No tenía nada.