– ¿También miente el canónigo? -repitió Nicolau.

– Yo no he acusado a nadie de mentir -se defendió Arnau. Necesitaba pensar.

– ¿Niegas los preceptos de Dios? ¿Acaso te opones a las obligaciones que como esposo cristiano te corresponden?

– No…, no -titubeó Arnau.

– ¿Entonces?

– Entonces, ¿qué?

– ¿Niegas los preceptos de Dios? -repitió Nicolau alzando la voz.

Las palabras reverberaron en las paredes de piedra de la amplia sala. Sentía las piernas entumecidas, tantos días en aquella mazmorra…

– El tribunal puede considerar tu silencio como una confesión -añadió el obispo.

– No. No los niego. -Le empezaban a doler las piernas-. ¿Tanto importan al Santo Oficio mis relaciones con doña Elionor? ¿Acaso es pecado…?

– No te equivoques, Arnau -lo interrumpió el inquisidor-, las preguntas las hace el tribunal.

– Hacedlo, pues.

Nicolau observó cómo Arnau se movía, inquieto, y cambiaba de postura una y otra vez.

– Está empezando a notar dolor -susurró al oído de Berenguer d'Erill.

– Dejémosle pensar en él -contestó el obispo.

Empezaron a cuchichear de nuevo y Arnau volvió a sentir sobre sí los cuatro pares de ojos de los dominicos. Le dolían las piernas, pero tenía que resistir. No podía postrarse ante Nicolau Eime-ric. ¿Qué sucedería si caía al suelo? Necesitaba… ¡una piedra!, una piedra sobre sus espaldas, un largo camino que recorrer cargado con una piedra para su Virgen. «¿Dónde estás ahora? ¿De verdad son éstos tus representantes?» Sólo era un niño y sin embargo… ¿Por qué no iba a aguantar ahora? Había recorrido Barcelona entera con una roca que pesaba más que él, sudando, sangrando, oyendo los gritos de ánimo de la gente. ¿No le quedaba nada de aquella fuerza? ¿Iba a vencerlo un fraile fanático? ¿A él? ¿Al niño bastaix al que habían admirado todos los muchachos de la ciudad? Paso a paso, arañando el camino hasta Santa María para después volver a su casa y descansar para la siguiente jornada. A su casa…, los ojos castaños, los grandes ojos castaños. Y entonces, en aquel momento, con un estremecimiento que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo, reconoció a Aledis en la visitante de la oscura mazmorra.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill cruzaron una mirada cuando vieron cómo Arnau se erguía. Por primera vez uno de los dominicos desvió su atención hacia el centro de la mesa.

– No cae -cuchicheó nerviosamente el obispo.

– ¿Dónde satisfaces tus instintos? -preguntó Nicolau alzando la voz.

Por eso lo había llamado Arnau. Su voz… Sí. Aquélla era la voz que tantas veces había escuchado en la falda de la montaña de Montjuïc.

– ¡Arnau Estanyol! -El grito del inquisidor devolvió sus pensamientos al tribunal-. He preguntado que dónde satisfaces tus instintos.

– No entiendo vuestra pregunta.

– Eres un hombre. No has tenido relaciones con tu esposa en años. Es muy sencillo: ¿dónde satisfaces tus necesidades como hombre?

– Hace esos mismos años que decís que no tengo contacto con mujer alguna.

Había contestado sin pensar. El alguacil había dicho que era su madre.

– ¡Mientes! -Arnau dio un respingo-. Este mismo tribunal te ha visto abrazado a una hereje. ¿No es eso tener contacto con una mujer?

– No al que os referís.

– ¿Qué puede impulsar a un hombre y una mujer a abrazarse en público sino -Nicolau gesticuló con las manos- la lascivia?

– El dolor.

– ¿Qué dolor? -saltó el obispo.

– ¿Qué dolor? -insistió Nicolau ante su silencio. Arnau calló. Las llamas de la pira iluminaron la estancia-. ¿Por la ejecución de un hereje que había profanado una sagrada hostia? -preguntó de nuevo el inquisidor señalándolo con un dedo enjoyado-. ¿Es ése el dolor que sientes como buen cristiano? ¿El del peso de la justicia sobre un desalmado, un profanador, un miserable, un ladrón…?

– ¡Él no fue! -gritó Arnau.

Todos los miembros del tribunal, notario incluido, se revolvieron en sus asientos.

– Los tres confesaron su culpa. ¿Por qué defiendes a los herejes? Los judíos…

– ¡Judíos! ¡Judíos! -se revolvió- ¿Qué le pasa al mundo con los judíos?

– ¿Acaso lo ignoras? -preguntó el inquisidor levantando la voz-. ¡Crucificaron a Jesucristo!

– ¿No lo han pagado suficiente con su propia vida?

Arnau se encontró con la mirada de los miembros del tribunal. Todos ellos se habían erguido en sus asientos.

– ¿Abogas por el perdón? -preguntó Berenguer d'Erill.

– ¿No son ésas las enseñanzas de Nuestro Señor?

– ¡El único camino es la conversión! No se puede perdonar a quien no se arrepiente -gritó Nicolau.

– Estáis hablando de algo que sucedió hace más de mil trescientos años. ¿De qué tiene que arrepentirse el judío que ha nacido en nuestro tiempo? Él no tiene ninguna culpa de lo que pudo pasar entonces.

– Todo aquel que abrace la doctrina judía está responsabilizándose de lo que hicieron sus antepasados; está asumiendo su culpa. -Sólo abrazan ideas, creencias, como nosot… -Nicolau y Berenguer dieron un respingo; ¿por qué no?, ¿acaso no era cierto?, ¿acaso no lo merecía aquel hombre vilipendiado que había entregado su vida por su comunidad?-. Como nosotros -afirmó Arnau con contundencia.

– ¿Equiparas la fe católica a la herejía? -saltó el obispo. -No me corresponde a mí comparar nada; ésa es una labor que os dejo a vosotros, los hombres de Dios.Tan sólo he dicho… -¡Sabemos perfectamente qué has dicho! -lo interrumpió Nicolau Eimeric levantando la voz-. Has igualado la auténtica fe cristiana, la única, la verdadera, con las doctrinas heréticas de los judíos. Arnau se enfrentó al tribunal. El notario seguía escribiendo en los legajos. Hasta los soldados, a sus espaldas, hieráticos junto a las puertas, parecieron escuchar el rasgueo de la pluma. Nicolau sonrió y el sonido del escribano se coló en Arnau hasta alcanzarle el espinazo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. El inquisidor se percató y sonrió abiertamente. Sí, le dijo con la mirada, son tus declaraciones. -Son como nosotros -reiteró Arnau. Nicolau le ordenó silencio con la mano. El notario continuó escribiendo durante unos instantes. Ahí quedan tus palabras, volvió a decirle con la mirada el inquisidor. Cuando levantó la pluma, Nicolau sonrió de nuevo.

– Se suspende la sesión hasta mañana -voceó levantándose del sillón.

Mar estaba cansada de escuchar a Joan.

– ¿Adonde vas? -le preguntó Aledis. Mar se limitó a mirarla-. ¿Otra vez? Has ido cada día y no has conseguido…

– He conseguido que sepa que estoy aquí y que no voy a olvidar lo que me hizo. -Joan escondió el rostro-. Conseguí verla a través de la ventana y hacerle saber que Arnau es mío; lo vi en sus ojos y pienso recordárselo todos los días de su vida. Estoy dispuesta a conseguir que cada instante piense que he sido yo quien ha ganado.

Aledis la observó mientras abandonaba el hostal. Mar hizo el mismo camino que llevaba haciendo desde su llegada a Barcelona, hasta plantarse a las puertas del palacio de la calle Monteada. Golpeó con todas sus fuerzas la aldaba de la puerta. Elionor se negaría a recibirla pero debía saber que ella estaba allí abajo.

Un día más, el anciano criado abrió la mirilla.

– Señora -le dijo a través de ella-, ya sabéis que doña Elionor…

– Abre la puerta. Sólo quiero verla, aunque sea a través de la ventana tras la que se esconde.

– Pero ella no quiere, señora.

– ¿Sabe quién soy?

Mar vio cómo Pere se volvía hacia las ventanas del palacio.

– Sí.

Mar volvió a golpear la aldaba con fuerza.

– No sigáis señora, o doña Elionor hará llamar a los soldados -le aconsejó el anciano.

– Abre, Pere.

– No quiere veros, señora.

Mar notó cómo una mano se posaba en su hombro y la apartaba de la puerta.

– Quizá sí quiera verme a mí -oyó antes de ver cómo un hombre se acercaba hasta la mirilla.

– ¡Guillem! -gritó Mar abalanzándose sobre él.

– ¿Te acuerdas de mí, Pere? -preguntó el moro con Mar colgando de su cuello.

– ¿Cómo no iba a acordarme?

– Pues dile a tu señora que quiero verla.

Cuando el anciano cerró la mirilla, Guillem cogió a Mar por la cintura y la alzó. Riendo, Mar se dejó voltear. Luego, Guillem la dejó en el suelo y la apartó un paso, cogiéndola de las manos y abriéndolas para poder observarla.

– Mi niña -dijo con la voz entrecortada-, ¡cuántas veces he soñado con volver a levantarte en volandas! Pero ahora pesas mucho más.Te has convertido en toda una…

Mar se soltó y se abrazó a él.

– ¿Por qué me abandonaste? -le preguntó llorando.

– Sólo era un esclavo, mi niña. ¿Qué podía hacer un simple esclavo?

– Tú eras como mi padre.

– ¿Ya no lo soy?

– Siempre lo serás.

Mar abrazó con fuerza a Guillem. «Siempre lo serás», pensó el moro. «¿Cuánto tiempo he perdido lejos de aquí?» Se volvió hacia la mirilla:

– Doña Elionor tampoco quiere veros -se oyó desde el interior.

– Dile que tendrá noticias mías.

Los soldados lo acompañaron de vuelta a las mazmorras. Mientras el alguacil volvía a encadenarlo, Arnau no separó la vista de la sombra que se acurrucaba frente a él, en el otro extremo de la lúgubre estancia. Continuó en pie cuando el alguacil abandonó las mazmorras.

– ¿Qué tienes tú que ver con Aledis? -le gritó a la anciana cuando ya no se oían las pisadas en el pasillo.

Arnau creyó vislumbrar un sobresalto en la sombra, pero al momento la figura volvió a quedar inerte.

– ¿Qué tienes que ver con Aledis? -repitió-. ¿Qué hacía aquí? ¿Por qué te visita?

El silencio que obtuvo como respuesta le trajo al recuerdo el reflejo de aquellos grandes ojos castaños.

– ¿Qué tienen que ver Aledis y Mar? -suplicó a la sombra.

Arnau intentó oír al menos la respiración de la anciana, pero un sinfín de jadeos y estertores se mezclaron en el silencio con que le respondía Francesca. Arnau paseó la mirada por las paredes de la mazmorra; nadie le prestaba la menor atención.

El hostalera dejó de remover la gran olla sobre el hogar en cuanto vio aparecer a Mar acompañada de un moro lujosamente ataviado. Su nerviosismo aumentó cuando tras ellos entraron dos esclavos cargados con las pertenencias de Guillem. «¿Por qué no habrá ido a la alhóndiga como todos los mercaderes?», pensó mientras acudía a recibirlo.