¿Por qué no? Arnau miró directamente a Nicolau. ¿Acaso no sois vosotros simples mortales? Lo quemarían. Lo quemarían como habían hecho con Hasdai y tantos otros. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Me expresé incorrectamente -contestó al fin.

– ¿Cómo lo expresarías entonces? -intervino Nicolau.

– No lo sé. No poseo vuestros conocimientos. Sólo puedo decir que creo en Dios, que soy un buen cristiano y que siempre he actuado conforme a sus preceptos.

– ¿Consideras que quemar el cadáver de tu padre es actuar conforme a los preceptos de Dios? -gritó el inquisidor poniéndose en pie y golpeando la mesa con las dos manos.

Raquel, amparándose en las sombras, acudió a la casa de su hermano, tal como había acordado con éste.

– Sahat -dijo por todo saludo, quedándose parada en la entrada de la casa.

Guillem se levantó de la mesa que compartía con Jucef.

– Lo siento, Raquel.

La mujer contestó con una mueca. Guillem estaba a algunos pasos, pero un leve movimiento de sus brazos fue suficiente para que se acercase a ella y la abrazase. Guillem la apretó contra sí e intentó consolarla, pero su voz no respondía. «Deja que corran las lágrimas, Raquel -pensó-, deja que empiece a apagarse ese fuego que quedó en tus ojos.»

Al cabo de unos instantes, Raquel se separó de Guillem y se secó las lágrimas.

– Has venido por Arnau, ¿verdad? -le preguntó una vez recompuesta-.Tienes que ayudarlo -añadió ante el asentimiento de Guillem-; nosotros poco podemos hacer sin complicar más las cosas.

– Le estaba diciendo a tu hermano que necesito una carta de presentación para la corte.

Raquel interrogó con la mirada a su hermano, todavía sentado a la mesa.

– La conseguiremos -asintió éste-. El infante don Juan con su corte, miembros de la corte del rey y prohombres del reino están reunidos en parlamento en Barcelona para tratar el asunto de Cerdeña. Es un momento excelente.

– ¿Qué piensas hacer, Sahat? -preguntó Raquel.

– No lo sé todavía. Me escribiste -añadió dirigiéndose a Jucef- que el rey está enfrentado al inquisidor. -Jucef asintió-. ¿Y su hijo?

– Mucho más -dijo Jucef-. El infante es un mecenas del arte y la cultura. Le gusta la música y la poesía, y en su corte de Gerona suele reunir a escritores y filósofos. Ninguno de ellos acepta el ataque de Eimeric a Ramon Llull. La Inquisición está mal vista entre los pensadores catalanes; a principios de siglo se condenaron por heréticas catorce obras del médico Arnau de Vilanova; la obra de Nicolás de Calabria también fue declarada herética por el propio Eimeric, y ahora persiguen a otro de los grandes como es Ramon Llull. Parece como si todo lo catalán les repugnase. Pocos son los que se atreven a escribir por miedo a la interpretación que de sus textos pueda hacer Eimeric; Nicolás de Calabria acabó en la hoguera. Por otra parte, si a alguien podría afectar el proyecto del inquisidor de ejercer su jurisdicción sobre las juderías catalanas, es al infante.Ten en cuenta que el infante vive de los impuestos que le pagamos. Te prestará atención -afirmó Jucef-, pero no te engañes: es difícil que se enfrente directamente a la Inquisición.

Guillem asintió para sus adentros.

¿Quemar el cadáver…?

Nicolau Eimeric permaneció en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa, mirando a Arnau; estaba congestionado.

– Tu padre -masculló- era un diablo que soliviantó al pueblo. Por eso lo ejecutaron y por eso tú lo quemaste, para que muriese como tal.

Nicolau terminó señalando a Arnau.

¿Cómo lo sabía? Sólo había una persona que conociera… El escribano rasgueaba con su pluma. No podía ser. Joan no… Arnau sintió que sus piernas flaqueaban.

– ¿Niegas haber quemado el cadáver de tu padre? -preguntó Berenguer d'Erill.

¡Joan no podía haberlo denunciado!

– ¿Lo niegas? -repitió Nicolau elevando la voz.

Los rostros de los miembros del tribunal se desfiguraron y Arnau reprimió una arcada.

– ¡Teníamos hambre! -gritó-. ¿Habéis tenido hambre alguna vez? -El rostro morado de su padre con la lengua colgando se confundió con los de los que lo miraban. ¿Joan? ¿Por qué no había ido a verle?-. ¡Teníamos hambre! -gritó. Arnau oyó hablar a su padre: «Yo de ti no me sometería»-. ¿Acaso habéis tenido hambre alguna vez?

Arnau trató de abalanzarse sobre Nicolau, que seguía interrogándole con la mirada, en pie, soberbio, pero antes de que llegase a él los soldados lo inmovilizaron y lo arrastraron de nuevo al centro de la sala.

– ¿Quemaste a tu padre como a un demonio? -volvió a preguntar Nicolau a voz en grito.

– ¡Mi padre no era ningún demonio! -le contestó Arnau gritando también, forcejeando con los soldados que lo mantenían agarrado.

– Pero quemaste su cadáver.

«¿Por qué, Joan? Eres mi hermano y Bernat… Bernat siempre te quiso como a un hijo.» Arnau bajó la cabeza y quedó colgado de los soldados. ¿Por qué…?

– ¿Te lo ordenó tu madre?

Arnau sólo logró levantar la cabeza.

– Tu madre es una bruja que transmite el mal del diablo -añadió el obispo.

¿Qué estaban diciendo?

– Tu padre asesinó a un muchacho para liberarte a ti. ¿Lo confiesas? -gritó Nicolau.

– ¿Qué…? -intentó decir Arnau.

– Tú -Nicolau lo señaló- también asesinaste a un muchacho cristiano. ¿Qué pensabas hacer con él?

– ¿Te lo ordenaron tus padres? -preguntó el obispo.

– ¿Querías su corazón? -preguntó Nicolau.

– ¿A cuántos muchachos más has asesinado?

– ¿Qué relaciones mantienes con los herejes?

Inquisidor y obispo le lanzaron una retahila de preguntas. Tu padre, tu madre, muchachos, asesinatos, corazones, herejes, judíos… ¡Joan! Arnau dejó caer la cabeza de nuevo. Temblaba.

– ¿Confiesas? -terminó Nicolau.

Arnau no se movió. El tribunal dejó que el tiempo corriera. Mientras, Arnau seguía colgando de los brazos de los soldados. Al final Nicolau les hizo una seña para que abandonasen la sala. Arnau notó cómo lo arrastraban.

– ¡Esperad! -ordenó el inquisidor cuando estaban a punto de abrir las puertas. Los soldados se volvieron hacia él-. ¡Arnau Estanyol! -gritó-. ¡Arnau Estanyol! -gritó de nuevo.

Arnau levantó la cabeza lentamente y miró a Nicolau.

– Podéis llevároslo -les dijo el inquisidor a los soldados en cuanto notó la mirada de Arnau sobre sí-.Anotad, notario -oyó Arnau que decía Nicolau mientras cruzaba las puertas-, el reo no ha negado ninguna de las acusaciones formuladas por este tribunal y se ha negado a confesar simulando un desvanecimiento cuya falsedad se ha descubierto cuando, libre del proceso inquisitorial y antes de abandonar la sala, ha vuelto a atender el requerimiento del mismo.

El sonido de la pluma persiguió a Arnau hasta las mazmorras.

Guillem dio orden a sus esclavos de que organizasen el traslado a la alhóndiga, muy cercana al hostal del Estanyer, cuyo propietario recibió con desagrado la noticia; dejaba a Mar, pero no podía arriesgarse a que Genis Puig lo reconociera. Los dos esclavos respondieron negando con la cabeza a cuantos intentos hizo el hostalera para impedir que el rico mercader abandonara su establecimiento. «¿Para qué quiero nobles que no pagan?», masculló al contar los dineros que le entregaron los esclavos de Guillem.

Desde la judería, Guillem se dirigió directamente a la alhóndiga; ninguno de los mercaderes de paso en la ciudad que allí se alojaban conocía su antigua relación con Arnau.

– Tengo establecimiento abierto en Pisa -le contestó a un mercader siciliano que se sentó a comer en su mesa y que se interesó por él.

– ¿Qué te ha traído a Barcelona? -preguntó el siciliano.

Un amigo con problemas, estuvo a punto de responderle. El siciliano era un hombre bajo, calvo y de facciones excesivamente marcadas; le dijo que se llamaba Jacopo Lercardo. Había hablado largo y tendido con Jucef, pero conocer otra opinión siempre sería bueno.

– Hace años mantuve buenos contactos con Cataluña y he aprovechado un viaje aValencia para explorar un poco el mercado.

– Poco hay que explorar -le dijo el siciliano sin dejar de llevarse la cuchara a la boca.

Guillem esperó a que continuara, pero Jacopo siguió enfrascado en su olla de carne. Aquel hombre no hablaría si no era con alguien que conociese el negocio tan bien como él.

– He comprobado que la situación ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. En los mercados se echa en falta a los campesinos; sus puestos están vacíos. Recuerdo que antes, hace años, el almotacén tenía que poner orden entre mercaderes y campesinos.

– Ya no tiene trabajo -dijo el siciliano sonriendo-; los campesinos ya no producen y no acuden a vender a los mercados. Las epidemias han diezmado la población, la tierra no rinde y los propios señores las abandonan y las dejan baldías. El pueblo emigra a la tierra de donde vienes: Valencia.

– He visitado a algunos antiguos conocidos. -El siciliano volvió a mirarlo por encima de la cuchara-.Ya no arriesgan su dinero en operaciones comerciales; se limitan a comprar deuda de la ciudad. Se han convertido en rentistas. Según me han dicho, hace nueve años la deuda municipal era de unas ciento sesenta y nueve mil libras; hoy puede estar en unas doscientas mil libras y sigue subiendo. El municipio no puede seguir obligándose al pago de los censales o violarios que establece como garantía de la deuda; se arruinará.

Durante unos instantes, Guillem se permitió pensar en la eterna discusión del pago de los intereses del dinero que tenían prohibido los cristianos. Retraída la actividad comercial y con ella las comandas que retribuían el dinero, otra vez habían conseguido burlar la prohibición legal con la creación de los censales o los violarios, por los cuales los ricos entregaban un dinero al municipio y éste se comprometía al pago de una cantidad anual en la que, evidentemente, se incluían los intereses prohibidos. En los violarios, si se quería devolver el principal prestado, había que pagar un tercio más del total prestado. Sin embargo, comprando deuda municipal, no se corrían los riesgos de las expediciones comerciales… mientras Barcelona pudiese pagar.

– Pero mientras no llegue esa ruina -le dijo el siciliano haciéndolo volver a la realidad- la situación es excepcional para ganar dinero en el principado…

– Vendiendo -le interrumpió Guillem.

– Principalmente -Guillem notó que el siciliano se confiaba-, pero también se puede comprar, siempre y cuando se haga con la moneda adecuada. La paridad entre el florín de oro y el croat de plata es totalmente ficticia y muy alejada de las paridades establecidas en los mercados extranjeros. La plata está saliendo de Cataluña de forma masiva y el rey sigue empeñado en sostener el valor de su florín de oro en contra del mercado; esa actitud le costará muy cara.