– Es un honor para esta casa -le dijo inclinándose en una exagerada reverencia.

Guillem esperó a que el hostalera finalizara con la zalamería.

– ¿Tienes alojamiento?

– Sí. Los esclavos pueden dormir en el…

– Alojamiento para tres -lo interrumpió Guillem-. Dos habitaciones; una para mí y otra para ellos.

El hostalera desvió la mirada hacia los dos muchachos de grandes ojos oscuros y cabello ensortijado que esperaban en silencio tras su amo.

– Sí -contestó-. Si eso es lo que deseáis. Acompañadme. -Ellos se ocuparán de todo. Traednos un poco de agua. Guillem acompañó a Mar hasta una de las mesas. Estaban solos en el comedor.

– ¿Dices que hoy ha empezado el juicio?

– Sí, aunque tampoco podría asegurártelo. Lo cierto es que no sé nada. Ni siquiera he podido verlo.

Guillem notó cómo a Mar se le quebraba la voz. Alargó la mano para consolarla pero no llegó a tocarla. Ya no era una niña y él… a fin de cuentas no era más que un moro. Nadie debía pensar… Bastante había hecho ya frente al palacio de Elionor. La mano de Mar recorrió el trayecto que le había faltado a la de Guillem.

– Sigo siendo la misma. Para ti, siempre.

Guillem sonrió.

– ¿Y tu esposo?

– Murió.

El rostro de Mar no reflejó disgusto. Guillem cambió de asunto:

– ¿Se ha hecho algo por Arnau?

Mar entrecerró los ojos y frunció los labios.

– ¿Qué quieres decir? No podemos hacer…

– ¿Y Joan? Joan es inquisidor. ¿Sabes algo de él? ¿No ha intercedido por Arnau?

– ¿Ese fraile? -Mar sonrió con desgana y guardó silencio; ¿para qué contárselo? Ya era suficiente con lo de Arnau, y Guillem había venido por él-. No. No ha hecho nada. Es más, tiene en contra al inquisidor general. Está aquí con nosotras…

– ¿Nosotras?

– Sí. He conocido a una viuda que se llama Aledis y que se aloja aquí junto a sus dos hijas. Era amiga de Arnau cuando era niño. Por lo visto coincidió con su detención, de paso por Barcelona. Duermo con ellas. Es una buena mujer. Los verás a todos a la hora de comer.

Guillem apretó la mano de Mar.

– ¿Qué ha sido de ti? -le preguntó ella.

Mar y Guillem estuvieron contándose sus cinco años de separación hasta que el sol subió a lo alto de Barcelona; ella evitó confiarle nada referente a Joan. Las primeras en aparecer fueron Teresa y Eulàlia. Llegaban acaloradas pero sonrientes, aunque la sonrisa desapareció de sus bonitos rostros tan pronto como vieron a Mar y recordaron el encierro de Francesca.

Habían paseado por media ciudad disfrutando de la nueva identidad que les proporcionaban sus vestiduras de huérfanas… y vírgenes. Nunca antes habían gozado de tal libertad, pues la ley las obligaba a vestir de seda y colores para que cualquiera pudiera reconocerlas. «¿Entramos?», propuso Teresa señalando a escondidas las puertas de la iglesia de Sant Jaume. Lo dijo en un susurro, como si tuviera miedo de que la sola idea pudiera desencadenar la ira de toda Barcelona. Pero no sucedió nada. Los feligreses que se hallaban en su interior no les prestaron mayor atención, y tampoco lo hizo el sacerdote, a cuyo paso las muchachas bajaron la mirada y se apretaron la una contra la otra.

Desde la calle de la Boquería, bajaron charlando y riendo en dirección al mar; si hubieran subido por la calle del Bisbe, hasta la plaza Nova, se habrían encontrado a Aledis frente al palacio del obispo, con la mirada fija en los ventanales, tratando de reconocer a Arnau o Francesca en cada silueta que se dibujaba tras las vidrieras. ¡Ni siquiera sabía tras qué vidrieras estaban juzgando a Arnau! ¿Habría declarado Francesca? Joan no sabía nada de ella. Aledis paseaba su mirada de vidriera en vidriera. Seguro que sí pero, para qué contárselo si tampoco podía hacer nada desconociéndolo. Arnau era fuerte y Francesca…, no conocían a Francesca.

– ¿Qué haces ahí parada, mujer? -Aledis se encontró con uno de los soldados de la Inquisición a su lado. No lo había visto llegar-. ¿Qué miras con tanto interés?

Se agazapó y salió huyendo sin contestar. «No conocéis a Francesca -pensó mientras escapaba-. Todas vuestras torturas no podrán hacerle confesar el secreto que ha callado durante toda su vida.»

Antes de que Aledis llegase al hostal, lo hizo Joan, con un hábito limpio que había conseguido en el monasterio de Sant Pere de les Puelles. Cuando vio a Guillem, sentado con Mar y las dos hijas de Aledis, se quedó parado en medio del comedor.

Guillem lo miró. ¿Aquello había sido una sonrisa o una mueca de disgusto?

El propio Joan no podría haberle contestado. ¿Le habría contado Mar lo del secuestro?

Como un fogonazo, Guillem recordó el trato que le dio el fraile cuando estaba con Arnau, pero no era hora de rencillas y se levantó. Necesitaban estar unidos por el bien de Arnau.

– ¿Cómo te encuentras, Joan? -le dijo cogiéndolo por los hombros-. ¿Qué te ha pasado en la cara? -añadió viendo los moretones.

Joan miró a Mar pero sólo encontró el mismo rostro duro e inexpresivo con que lo había premiado desde que fue a buscarla. Pero no, Guillem no podía ser tan cínico para preguntar…

– Un mal encuentro -contestó-. Los frailes también los tenemos.

– Supongo que ya los habrás excomulgado -sonrió Guillem acompañando al fraile hasta la mesa-. ¿No dicen eso las Constituciones de Paz y Tregua? -Joan y Mar se miraban-. ¿No es así?; será excomulgado aquel que rompa la paz contra clérigos desarmados… ¿No irías armado, Joan?

Guillem no tuvo oportunidad de advertir la tirantez entre Mar y el fraile puesto que al instante apareció Aledis. Las presentaciones fueron breves, Guillem quería hablar con Joan.

– Tú eres inquisidor -le dijo-, ¿qué opinas de la situación de Arnau?

– Creo que Nicolau desea condenarlo, pero no puede tener gran cosa en su contra. Supongo que pasará con un sambenito y una multa importante, que es lo que le interesa a Eimeric. Conozco a Arnau; nunca ha hecho daño a nadie. Por más que lo haya denunciado Elionor, no podrán encontrar…

– ¿Y si la denuncia de Elionor fuese acompañada por la de unos sacerdotes? -Joan dio un respingo-. ¿Denunciarían nimiedades unos sacerdotes?

– ¿A qué te refieres?

– Eso da igual -dijo Guillem recordando la carta de Jucef-. Contéstame. ¿Qué sucederá si avalan la denuncia unos sacerdotes? Aledis no escuchó las palabras de Joan. ¿Debía contar lo que sabía? ¿Podría hacer algo aquel moro? Era rico… y parecía… Eulàlia y Teresa la miraron. Habían guardado silencio como les ordenó, pero ahora parecían deseosas de que hablara. No fue necesario preguntarles, las dos asintieron. Eso significaba… ¡qué más daba! Alguien tenía que hacer algo y aquel moro…

– Hay bastante más -saltó interrumpiendo las hipótesis que todavía estaba barajando Joan.

Los dos hombres y Mar fijaron su atención en ella.

– No pienso deciros cómo lo he sabido, ni quiero volver a hablar del asunto una vez que os lo haya contado. ¿Estáis de acuerdo?

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Joan.

– Está bastante claro, fraile -espetó Mar.

Guillem miró sorprendido a Mar; ¿a qué venía aquel trato? Se volvió hacia Joan, pero éste había bajado la mirada.

– Continúa, Aledis. Estamos de acuerdo -aceptó Guillem.

– ¿Recordáis a los dos nobles que se alojan en el hostal?

Guillem interrumpió el discurso de Aledis cuando oyó el nombre de Genis Puig.

– Tiene una hermana que se llama Margarida -le dijo Aledis.

Guillem se llevó las manos al rostro.

– ¿Siguen alojados aquí? -preguntó.

Aledis siguió contando lo que habían descubierto sus muchachas; el consentimiento de Eulàlia con Genis Puig no había sido en vano. Después de descargar en ella una pasión embebida en vino, el caballero se explayó en las acusaciones que habían formulado contra Arnau ante el inquisidor.

– Dicen que Arnau quemó el cadáver de su padre -contó Aledis-; yo no puedo creer…

Joan reprimió una arcada. Todos se volvieron hacia él. El fraile, con la mano en la boca, estaba congestionado. La oscuridad, el cuerpo de Bernat colgando de aquel cadalso improvisado, las llamas…

– ¿Qué tienes que decir ahora, Joan? -oyó que le preguntaba Guillem.

– Lo ejecutarán -logró articular antes de salir corriendo del hostal con la mano tapándose la boca.

La sentencia de Joan quedó flotando entre los presentes. Nadie miró a nadie.

– ¿Qué sucede entre Joan y tú? -le preguntó por lo bajo Guillem a Mar cuando había transcurrido un buen rato y el fraile seguía sin aparecer.

Sólo era un esclavo… ¿Qué podía hacer un simple esclavo? Las palabras de Guillem resonaron en la cabeza de Mar. Si se lo contaba… ¡Necesitaban estar unidos! Arnau necesitaba que todos luchasen por él… incluido Joan.

– Nada -le contestó-.Ya sabes que nunca nos llevamos bien.

Mar evitó la mirada de Guillem.

– ¿Me lo contarás algún día? -insistió Guillem.

Mar bajó aún más la mirada.

54

El tribunal ya estaba constituido: los cuatro dominicos y el notario sentados tras la mesa, los soldados haciendo guardia junto a la puerta y Arnau, igual de sucio que el día anterior, en pie en el centro, vigilado por todos ellos.

Al poco entraron Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill, arrastrando lujo y soberbia. Los soldados los saludaron y los demás componentes del tribunal se levantaron hasta que ambos tomaron asiento.

– Se inicia la sesión -dijo Nicolau-; te recuerdo -añadió dirigiéndose a Arnau- que sigues estando bajo juramento.

«Ese hombre -le había comentado al obispo camino de la sala- hablará más por el juramento prestado que por el miedo a la tortura.»

– Proceda a leer las últimas palabras del reo -continuó Nicolau dirigiéndose al notario.

«Sólo abrazan ideas, creencias, como nosotros.» Su propia declaración lo golpeó. Con la constante presencia de Mar y Aledis en su mente, había estado toda la noche pensando en lo que había dicho. Nicolau no le había permitido explicarse pero, por otra parte, ¿cómo podía hacerlo?, ¿qué iba a decirles a aquellos cazadores de herejes sobre sus relaciones con Raquel y su familia? El notario continuaba leyendo. No podía dirigir las investigaciones hacia Raquel; bastante habían sufrido con la muerte de Hasdai para echarles encima a la Inquisición…

– ¿Consideras que la fe cristiana se reduce a ideas o creencias que pueden ser abrazadas voluntariamente por los hombres? -preguntó Berenguer d'Erill-. ¿Acaso puede un simple mortal juzgar los preceptos divinos?