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– ¿Como qué, por ejemplo? -sus ojos centelleantes me instaron a confiar en ella.

Vacilé. Recordaba docenas de cosas, cada una un suceso traumático que descollaba como un hito para marcar un momento en el que mi vida tomaba un giro… siempre para el peor lado. No mencionaba estas catástrofes nunca, aunque estuviese dolorosamente consciente de ellas, y durante los pasados meses de intensa recapitulación muchas de ellas se habían tornado aún más intensas y vivas.

– A veces hago cosas tontas -indiqué, sin querer entrar en detalles.

– ¿Qué quieres decir con cosas tontas? -insistió Clara.

Después de más instancias por su parte, le di un ejemplo y le conté una experiencia que tuve no mucho tiempo antes en Japón, adonde viajé para participar en un torneo internacional de karate. Ahí, en el Budokan de Tokio, me humillé delante de decenas de miles de personas.

– ¿Decenas de miles de personas? -repitió-. ¿No exageras un poco?

– ¡Claro que no! -repliqué-. ¡El Budokan es el auditorio más grande de la ciudad y estaba llenísimo! -al recordar el incidente, me di cuenta de que estaba apretando los puños y de que el cuello se me estaba poniendo tenso. No quise continuar-. ¿No es mejor dejar el asunto por la paz? -pregunté-. Además, ya recapitulé mis experiencias con el karate.

– Es importante que hables de tu experiencia -insistió Clara-. Tal vez no te la representaste mentalmente con suficiente claridad o no la inhalaste a conciencia. Aún parece ejercer dominio sobre ti. Mírate, estás empezando a sudar de los nervios.

Para aplacarla, describí cómo mi profesor de karate dejó escapar una vez que en su opinión las mujeres éramos seres más bajos que los perros. Según él, las mujeres no cabíamos en el mundo del karate, mucho menos en los torneos. Esa vez, en el Budokan, quería que sólo sus alumnos varones subieran al podio para presentarse. Le dije que no había hecho el viaje hasta el Japón sólo para estar sentada a un lado y ver cómo competía el equipo de los varones. Me advirtió que fuese más respetuosa, pero me enfurecí a tal grado que hice algo desastroso.

– ¿Qué hiciste exactamente? -preguntó Clara.

– Me enojé tanto -dije-, que subí a la plataforma central, le arrebaté el gong al maestro de ceremonias, lo golpeé yo misma y anuncié formalmente mi nombre y el nombre de la rutina de karate que iba a demostrar.

– ¿Y recibiste un gran aplauso? -preguntó Clara con una sonrisa.

– Lo eché a perder -repliqué, al borde de las lágrimas-. A la mitad de una larga secuencia de movimientos mi mente quedó en blanco. Se me olvidó lo que seguía. Sólo veía un mar de caras mirándome con desaprobación. De algún modo conseguí terminar con el resto de la forma y bajé del escenario en estado de trauma psíquico.

"Hacerme cargo del asunto e interrumpir el programa como lo hice ya era malo, pero olvidar mi forma delante de miles de espectadores representaba el máximo insulto posible contra la Federación de Karate. Me deshonré yo misma, a mis maestros y supongo que a las mujeres en general.

– ¿Qué sucedió después? -preguntó Clara, tratando de extinguir una risita.

– Fui expulsada de la escuela, se habló de revocar mi cinta negra y no volví a practicar el karate nunca más.

Clara rompió a reír. Yo, por mi parte, estaba tan sacudida por mi vergonzosa experiencia que me puse a llorar. Además de todo, estaba doblemente avergonzada por habérsela revelado a Clara.

Clara me sacudió los hombros para llamar mi atención.

– Barre tus pensamientos con la respiración de izquierda a derecha -indicó-. Inhala ahora.

Moví la cabeza de izquierda a derecha, inhalando la energía aún atrapada irremediablemente en esa sala de exhibiciones. Al llevar la cabeza otra vez a la izquierda exhalé toda la vergüenza y la autocompasión que me habían envuelto. Moví la cabeza repetidas veces, ejecutando una barrida tras otra hasta haber liberado toda mi confusión emocional. Entonces moví la cabeza de izquierda a derecha y otra vez a la izquierda sin respirar, cortando así todos los lazos con ese momento específico de mi pasado. Cuando terminé, Clara escudriñó mi cuerpo y señaló su aprobación con una leve venia.

– Eres vulnerable porque te sientes importante -declaró al pasarme un pañuelo bordado para que me sonara la nariz-. Toda esa vergüenza fue causada por tu sentido extraviado del valor personal. Después, al estropear tu presentación, algo que era inevitable, agregaste un mayor insulto a tu orgullo ya herido.

Clara guardó silencio por un momento, dándome tiempo para reponerme.

– ¿Por qué dejaste de practicar el karate? -preguntó al fin.

– Simplemente me cansé de él y de toda la hipocresía -repliqué con brusquedad.

Meneó la cabeza.

– No. Renunciaste porque después de tu desventura ya nadie te hacía caso y nunca recibiste el reconocimiento que creías merecer.

Para ser sincera, tuve que admitir que Clara tenía razón. Creía merecer reconocimiento. Cada vez que cometí alguno de mis actos alocados e impulsivos, fue para mejorar la imagen que tenía de mí misma o para competir con alguien a fin de probar que era mejor. Un sentimiento de tristeza y abatimiento me abrazó. Sabía que, pese a mis respiraciones y recapitulaciones, no había esperanza para mí.

– Tu inventario está cambiando de manera muy natural y armoniosa -dijo Clara, dándome unos ligeros golpecito en la cabeza-. No te preocupes tanto. Sólo concéntrate en la recapitulación y todo lo demás se arreglará solo.

– Tal vez necesite ver a un terapeuta -indiqué-. Por otra parte, ¿no es la recapitulación una especie de psicoterapia?

– De ninguna manera -objetó Clara-. Las personas que idearon la recapitulación vivieron hace cientos, si no es que miles de años. Definitivamente no deberías pensar en este antiguo proceso de renovación en términos del psicoanálisis moderno.

– ¿Por qué no? -pregunté-. Debes admitir que volver a los recuerdos de la infancia y el énfasis en el acto sexual se parecen a lo que interesa a los psicoanalistas, en especial a los freudianos.

Clara se mostró inflexible. Subrayó que la recapitulación es un acto mágico en el que el intento y la respiración desempeñan papeles indispensables.

– Respirar reúne energía y la hace circular -explicó-. Luego es guiada por el intento preestablecido de la recapitulación, el cual es liberarnos de nuestros lazos biológicos y sociales.

"El intento de la recapitulación es un obsequio concedido a nosotros por los antiguos videntes que concibieron este método y lo transmitieron a sus descendientes -continuó Clara-. Cada persona que lo ejecuta debe aunarle su propio intento, pero este intento es tan sólo el deseo o la necesidad de efectuar la recapitulación. El intento de su resultado final, que es la libertad total, fue establecido por aquellos videntes de la antigüedad. Puesto que fue fijado en forma independiente de nosotros, constituye un obsequio invaluable.

Clara explicó que la recapitulación nos revela una faceta crucial de nuestro ser: el hecho de que por un instante, justo antes de clavarnos en cualquier acto, somos capaces de determinar acertadamente su resultado, nuestras posibilidades, motivos y expectativas. Este conocimiento nunca coincide con lo que consideramos conveniente o satisfactorio, de modo que lo anulamos instantáneamente.

– ¿Qué quieres decir con eso, Clara?

– Quiero decir que tú, por ejemplo, supiste por una fracción de segundo que cometerías un error fatal al brincar sobre el podio del auditorio para interrumpir el programa, pero reprimiste esta certeza de inmediato, por varias razones. También supiste, por un instante, que habías dejado de practicar el karate por sentirte ofendida al no recibir alabanzas o reconocimiento. Pero encubriste este conocimiento en el acto con otra explicación, más halagüeña para ti misma: el hartazgo con la hipocresía de los demás.

Clara indicó que ese momento del conocimiento directo fue llamado "el vidente" por las personas que primero formularon la recapitulación, porque durante ese momento podemos ver de manera directa las cosas, con los ojos despejados. Sin embargo, a pesar de la claridad y precisión de las evaluaciones del vidente, nunca le prestamos atención ni le damos al vidente la oportunidad de hacerse escuchar. Por medio de esta continua supresión sofocamos su crecimiento e impedimos que desarrolle su pleno potencial.

– Al final, el vidente en nuestro interior se llena de amargura y odio -prosiguió Clara-. Los antiguos sabios que inventaron la recapitulación creían que, puesto que no dejamos nunca de reprimir al vidente, finalmente éste nos destruye. Pero también nos aseguraron que por medio de la recapitulación podemos lograr que el vidente crezca y se desarrolle, como era su propósito.

– No entendí nunca de qué trataba la recapitulación realmente -indiqué.

– El propósito de la recapitulación es otorgar al vidente la libertad de ver -me recordó Clara-. Al darle espacio podemos convertir al vidente deliberadamente en una fuerza misteriosa y eficaz al mismo tiempo, en una fuerza que con el tiempo nos guiará hacia la libertad, en lugar de matarnos.

"Esta es la razón por la que siempre insisto en que me digas qué es lo que averiguas por medio de tu recapitulación -indicó Clara-. Debes sacar al vidente a la superficie y darle la oportunidad de hablar y comunicar lo que ve.

No tuve problemas para comprender o concordar con ella. Sabía perfectamente que algo en mi interior siempre sabe cuál es la verdad. También estaba consciente de suprimir su capacidad de aconsejarme, porque sus indicaciones por lo común son contrarias a lo que espero o quisiera escuchar.

Revelé a Clara el súbito descubrimiento de que la única ocasión en que invocaba la dirección del vidente era al mirar el horizonte del Sur y pedir su ayuda en forma deliberada, aunque nunca pude explicar por qué lo hacía.

– Algún día se te explicará todo eso -prometió. Sin embargo, por su forma de sonreír deduje que no quería hablar más al respecto.

Clara sugirió que regresara a la cueva por unas cuantas horas más, para luego ir a la casa y echarme una siesta antes de cenar.

– Enviaré a Manfredo para que te recoja -ofreció.

Rechacé la idea. De ninguna manera hubiera podido regresar a la cueva ese día. Estaba demasiado exhausta. Revelar a Clara mis momentos avergonzantes y la necesidad de defenderme de sus ataques personales me había dejado emocionalmente vacía. Por un instante, me llamó la atención la luz que se reflejaba en uno de los cristales. Enfocar mi atención en los cristales me calmó. Le pregunté a Clara si conocía el motivo por el cual el maestro brujo me dio los cristales. Replicó que no me los había dado, en realidad, sino que él los había recuperado por mí.