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Seguí sus instrucciones. Clara sugirió que me masajeara las orejas ejerciendo una suave presión circular; luego, con las orejas aún cubiertas y los dedos índice cruzados sobre los medios, debía darme repetidos golpecitos detrás de cada oreja chasqueando el índice al unísono. Al chasquear los dedos escuché un sonido como el de una campana amortiguada, que reverberaba dentro de mi cabeza. Repetí los golpecitos dieciocho veces, según me instruyó Clara. Al retirar las manos observé que percibía con claridad incluso los ruidos más tenues en la vegetación circundante, en tanto que antes todo había sido uniforme y amortiguado.

– Ahora, con los oídos despejados, tal vez puedas escuchar la voz del espíritu -indicó Clara-. Pero no esperes un grito desde lo alto de los árboles. Lo que llamamos la voz del espíritu es más bien una sensación. También puede ser una idea que de repente irrumpe en tu cabeza. A veces es como un anhelo por ir a algún sitio vagamente familiar, o por hacer algo también vagamente familiar.

Quizá fue su poder de sugestión lo que me hizo percibir un suave murmullo a mi alrededor. Al empezar a prestarle más atención, el murmullo se convirtió en unas voces humanas que hablaban a lo lejos. Distinguí la risa cristalina de mujeres y una voz de hombre, un rico barítono que cantaba. Escuché los sonidos como si el viento me los llevara por ráfagas. Me esforcé por entender qué decían las voces, y entre más escuché al viento, más me exalté. Una energía exuberante en mi interior me hizo levantarme de un salto. Me sentía tan feliz que quise jugar, bailar, correr como una niña. Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a cantar, saltar y girar por el patio como una bailarina, hasta quedar completamente exhausta.

Cuando por fin fui a sentarme al lado de Clara, estaba sudando, pero no era el sudor sano del ejercicio físico. Se parecía más al sudor frío del agotamiento. Clara también estaba sin aliento por tanto reír de mis payasadas. Había conseguido hacer el ridículo total al brincar y retozar por el patio.

– No sé qué se me metió -dije, sin saber cómo explicarlo.

– Describe lo que pasó -pidió Clara con voz seria. Cuando me negué, avergonzada, añadió-: de otro modo me veré obligada a considerarte un poco… pues, loquita, si sabes a qué me refiero.

Le conté que había escuchado risas y cantos obsesionantes que de hecho me impulsaron a bailar.

– ¿Crees que estoy volviéndome loca? -pregunté, preocupada.

– Yo en tu lugar no me preocuparía por eso -indicó-. Tus cabriolas fueron una reacción natural al- escuchar la voz del espíritu.

– No fue una voz; fueron muchas voces -la corregí.

– Ahí vas de nuevo, la señorita Perfecta que todo lo interpreta literalmente -replicó con tono burlón.

Explicó que el tomar todo en un sentido literal es un artículo de consideración en nuestro inventario y que debemos estar conscientes de ello para evitarlo. La voz del espíritu es una abstracción que no tiene nada que ver con voces, pero es posible que a veces las escuchemos. Dijo que en mi caso, puesto que fui educada como devota católica, mi propia forma de readaptar mi inventario sería convertir al espíritu en una especie de ángel guardián, un varón amable y protector que me cuida.

– Pero el espíritu no es el guardián de nadie -prosiguió-. Es una fuerza abstracta, ni buena ni mala. Una fuerza que no tiene interés alguno en nosotros, pero que a pesar de ello responde a nuestro poder. No a nuestras oraciones, fíjate bien, sino a nuestro poder. ¡Recuérdalo la próxima vez que te entren ganas de rezar por perdón!

– ¿Pero no es el espíritu bueno y clemente? -pregunté, alarmada.

Clara afirmó que tarde o temprano desecharía todas mis ideas preconcebidas acerca del bien y el mal, Dios y la religión, para pensar sólo en términos de un inventario por completo nuevo.

– ¿Quieres decir que el bien y el mal no existen? -pregunté, armada del arsenal de argumentos lógicos acerca del libre albedrío y la existencia del mal que había adquirido durante mis años de enseñanza católica.

Antes de que pudiese comenzar siquiera a presentar mi caso, Clara indicó:

– Es en este punto que mis compañeros y yo diferimos del orden establecido. Te he dicho que para nosotros la libertad significa estar libre de lo humano. Y eso incluye a Dios, el bien y el mal, los santos, la Virgen y el Espíritu Santo. Creemos que un inventario no humano constituye la única libertad posible para los seres humanos. Si nuestros almacenes han de permanecer llenos hasta el tope con los deseos, sentimientos, ideas y objetos de nuestro inventario humano normal, entonces ¿dónde está nuestra libertad? ¿Ves a qué me refiero?

La entendía, pero no con la claridad que hubiese deseado, en parte porque aún me resistía a la idea de renunciar a lo humano en mí, y también porque aún no recapitulaba todas las ideas religiosas preconcebidas que me había trasmitido la educación en escuelas católicas. Asimismo, estaba acostumbrada a no pensar nunca en nada que no me afectase directamente.

Mientras trataba de encontrar fisuras en su razonamiento, Clara me sacó de mis especulaciones mentales con un golpecito de la punta del dedo en mis costillas. Dijo que iba a mostrarme otro ejercicio para detener los pensamientos y percibir las líneas de energía. De otro modo seguiría haciendo lo mismo de siempre: estar cautivada con la visión de mí misma.

Clara me pidió sentarme con las piernas cruzadas e inclinarme de lado al inhalar, primero a la derecha y luego a la izquierda, sintiendo cómo me jalaba una línea horizontal salida del agujero de mis orejas. Dijo que, asombrosamente, la línea no oscilaba con el movimiento del cuerpo sino que permanecía en perfecta posición horizontal; ese era uno de los misterios descubiertos por ella y sus compañeros.

– Inclinarse en esta forma -explicó- desplaza nuestra conciencia -normalmente dirigida siempre al frente- a los lados.

Me ordenó soltar los músculos de la mandíbula masticando y tragando saliva tres veces.

– ¿Y eso para qué es? -pregunté al tragar saliva ruidosamente.

– Masticar y tragar saliva baja al estómago un poco de la energía alojada en la cabeza, disminuyendo la carga en el cerebro -señaló con una risita-. En tu caso, deberías efectuar esta maniobra con frecuencia.

Quise ponerme de pie y caminar, porque se me estaban durmiendo las piernas, pero Clara exigió que permaneciera sentada un poco más, para practicar el ejercicio.

Me incliné hacia ambos lados, esforzándome al máximo por percibir esa escurridiza línea horizontal, pero no la sentí. Sí logré, en cambio, frenar la acostumbrada avalancha de mis pensamientos. Transcurrió una hora, más o menos, mientras estuve sentada en silencio total sin pensamiento alguno. A nuestro alrededor escuchaba el canto de los grillos y el crujir de las hojas, pero el viento ya no arrastró más voces. Por un rato escuché los ladridos de Manfredo desde su cuarto en un costado de la casa. Entonces, como desencadenados por una orden silenciosa, los pensamientos me inundaron la mente de nuevo. Cobré conciencia de su completa ausencia y de la paz que sentía en el silencio total.

Los movimientos inquietos de mi cuerpo deben haber alertado a Clara, pues empezó a hablar de nuevo.

– La voz del espíritu sale de la nada -continuó-. Sale de la profundidad del silencio, del reino del no ser. Sólo se escucha esa voz cuando estamos totalmente quietos y equilibrados.

Según explicó, se deben mantener en equilibrio las dos fuerzas opuestas que nos rigen, lo masculino y lo femenino, lo positivo y lo negativo, la luz y la oscuridad, a fin de crear una abertura en la energía que nos rodea: una abertura por la cual puede deslizarse nuestra conciencia. Es a través de esta abertura en la energía que nos envuelve, que el espíritu se manifiesta.

– El equilibrio es lo que buscamos -prosiguió-. Pero el equilibrio no significa sólo tener una parte igual de cada fuerza. También significa que, al igualarse las partes, la nueva combinación equilibrada adquiere momento y empieza a moverse por fuerza propia.

Tuve la impresión de que Clara escudriñaba mi rostro en la oscuridad, en busca de indicios de comprensión. Al no hallar ninguno, dijo, casi en tono cortante:

– No somos tan inteligentes, ¿verdad?

Sentí que todo mi cuerpo se ponía tenso ante su comentario. Le dije que en mi vida nadie me había acusado nunca de no ser inteligente. Mis padres y maestros siempre me alababan por ser una de las alumnas más listas del salón. En cuanto a las boletas, casi me enfermaba de tanto estudiar para asegurarme de obtener mejores calificaciones que mis hermanos.

Clara suspiró y escuchó con paciencia mi extensa reafirmación de mi inteligencia. Antes de que se agotaran mis argumentos para convencerla de su error, aceptó:

– Sí, eres inteligente, pero todo lo que has dicho se refiere solamente al mundo de la vida cotidiana. Más que inteligente eres estudiosa, diligente e ingeniosa. ¿No estás de acuerdo?

Tuve que asentir a pesar de mí misma, porque mi propia razón me decía que, de haber sido en verdad tan inteligente como afirmaba, no hubiera tenido que casi matarme estudiando.

– A fin de ser inteligente en mi mundo -explicó Clara-, hay que ser capaz de concentrarse, de fijar la atención en cualquier objeto concreto y también en cualquier manifestación abstracta.

– ¿A qué clase de manifestaciones abstractas te refieres, Clara? -pregunté.

– Una abertura en el campo de energía a nuestro alrededor es una manifestación abstracta -indicó-. Pero no esperes sentir o verla de la misma manera en que sientes y ves el mundo concreto. Es otra cosa lo que ahí sucede.

Clara subrayó que, para fijar nuestra atención en cualquier manifestación abstracta, tenemos que fundir lo conocido con lo desconocido en un amalgamiento espontáneo. De esta manera, podemos ocupar nuestra razón y al mismo tiempo mantenernos indiferentes a ella.

A continuación Clara me indicó que me pusiera de pie y caminara.

– Ahora que está oscuro, trata de caminar sin mirar el piso -señaló-. No como un ejercicio consciente sino como el no hacer de la brujería.

Quise pedirle una explicación de qué significaba el no hacer de la brujería, pero sabía que, si me la diera, me pondría a cavilar de manera consciente en su explicación y mediría mi desempeño de acuerdo con el nuevo concepto, aunque no estuviese segura de lo que significaba. No obstante, sí recordé que Clara había usado antes el término "no hacer", y pese a mi renuencia traté de recordar lo que había dicho al respecto. Para mí, saber algo, aunque fuese mínimo e imperfecto, era mejor que no saber nada, puesto que me infundía un sentido del control, mientras que no saber del todo me dejaba con un sentimiento de completa vulnerabilidad.