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– Era un sinvivir -proseguía Muelas-. De Valencia a Gibraltar, los cristianos viejos estábamos emparedados entre los moriscos de las montañas y los piratas del mar. Esas señales de noche, esas facilidades para desembarcos y rapiñas, esos conversos reacios a comer tocino…

Diego Alatriste movió la cabeza. No todo era así, y él lo sabía.

– También había gente honrada -dijo-: cristianos nuevos sinceros, fieles súbditos del rey. A alguno, soldado, conocí en Flandes… Además, era gente útil y trabajadora. No había entre ellos hidalgos, pícaros, frailes ni mendigos… En eso, desde luego, no parecían españoles.

Lo miraron todos en silencio, un largo espacio. Luego, el alférez se mordió una uña y escupió el trozo por la borda.

– Eso era lo de menos. Tenía que acabar tanta zozobra y tanta infamia. Y con la ayuda de Dios, se acabó.

En realidad, se dijo Alatriste, nada había acabado todavía. Aquella guerra sorda, civil, entre españoles, seguía por otros medios y en otros lugares. Algunos moriscos, muy pocos, habían logrado volver más tarde, clandestinamente, ayudados por sus propios vecinos, como había ocurrido en el campo de Calatrava. En cuanto al resto, llevando su rencor y la nostalgia de la patria perdida a las ciudades corsarias de Berbería, los exiliados mudéjares de Granada y Andalucía, los tagarinos de Aragón, Cataluña y Valencia, expertos en muchas cosas y también hábiles en oficios útiles para el corso, habían reforzado la potencia turca y norteafricana. Era usual encontrarlos como arcabuceros -la galeota apresada contaba con una docena de ellos-, y además de aportar su conocimiento de las costas y lugares que asolaban, construían embarcaciones, fabricaban armas de fuego y pólvora, y sabían comerciar como nadie con los esclavos capturados, amén de ser diestros capitanes, pilotos y tripulantes de galeotas y fustas. De modo que su odio y su coraje, su práctica en la escopetería y su determinación de luchar sin pedir cuartel los equiparaba a los mejores soldados turcos, situándolos encima de las tripulaciones compuestas sólo por moros. Por eso eran los corsarios más feroces, los más despiadados tratantes de cautivos y los mayores enemigos que España tenía en el Mediterráneo.

– De cualquier manera, hay que reconocerles redaños -comentó el piloto-. Pelearon como tigres, los hideputas.

Alatriste miraba el mar alrededor de la galera y la galeota, cubierto de restos del combate. Los muertos se habían hundido ya casi todos. Sólo algunos, con aire atrapado en las ropas o los pulmones, flotaban en el agua tranquila, igual que tantos viejos fantasmas lo hacían en su memoria. Pocos, y ni siquiera él, negaron en su momento la necesidad de aquella expulsión. Eran tiempos duros. Ni España, ni Europa, ni el mundo, estaban para ternezas o melcochas. Pero lo habían desasosegado las maneras: frialdad burocrática y brutalidad militar, amén de la infame condición humana que acabó sazonando el asunto -«se podría evitar el dejarles llevar tanto dinero, pues algunos salen de muy buena gana», llegó a escribir al rey don Pedro de Toledo, jefe de las galeras de España-. Por eso, el año de mil seiscientos diez, a los veintiocho de su edad, el soldado Diego Alatriste, veterano del tercio viejo de Cartagena -traído de Flandes con objeto de reprimir a los moriscos rebeldes-, había pedido la baja en su antigua unidad, alistándose en el tercio de Nápoles para combatir contra los turcos en el Mediterráneo oriental. Puesto a maltratar y degollar infieles, argumentó, prefería a los que eran capaces de defenderse. Y en eso seguía, azares de la vida, casi veinte años después.

– Yo estuve cargándolos como a bestias, el año diez y el once, entre Denia y las playas de Orán -apuntó el capitán Urdemalas-. A esos perros.

Dijo lo de perros recalcándolo mucho. Luego se fijó en Diego Alatriste con extrema atención, como si acechase sus adentros.

– A esos perros -repitió Alatriste, pensativo.

Recordaba las cuerdas de rebeldes encadenados camino de las minas de azogue de Almadén, de las que ninguno volvía. Y al viejo morisco de un pueblecito valenciano, único que no había sido expulsado a causa de su edad y achaques, muerto a pedradas por los muchachos del lugar sin que ningún vecino, ni siquiera el párroco, hiciese nada por impedirlo.

– Hay perros de muchas clases -concluyó.

Sonreía amargo, el aire ausente, los ojos glaucos muy fijos en los del capitán de galera. Y, por la expresión de éste, supo que no le gustaban ni aquella mirada ni aquella sonrisa. Pero también supo -estaba hecho a calibrar hombres de un vistazo- que Urdemalas se guardaría mucho de manifestarlo en voz alta. A fin de cuentas, en lo formal nadie faltaba allí el respeto a nadie. En cuanto al resto, no todo ocurría sobre una galera, donde la disciplina militar vetaba cualquier lance de bueno a bueno. La vida estaba llena de puertos con callejas oscuras y silenciosas, de noches sin luna, de lugares discretos donde un capitán de gurapas, sin otro respaldo que el de su toledana, podía verse con un palmo de acero entre pecho y espalda sin tiempo a decir Jesús. Por eso, cuando Diego Alatriste adobó mirada y sonrisa con un punto de insolencia, el capitán Urdemalas, tras observar un momento la mano de Alatriste puesta, como al descuido, junto a la empuñadura de la espada, desvió los ojos al mar.