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– Nueve, más los que no lleguen a mañana. Sin contar la chusma.

Urdemalas dio una palmada impaciente, de fastidio.

– ¡Juro a mí!

Era marino curtido, rudo de maneras, con treinta años de Mediterráneo en la piel agrietada por el sol y en las canas de la barba. Sabía de sobra cómo tratar a aquella gente que anochecía en Berbería y amanecía en la costa de España, hacía de ordinario presa y se volvía, tranquilamente, a dormir a sus casas:

– Soga para los seis, y que el diablo se harte.

Un soldado llegó con noticias para el alférez Muelas, y éste se volvió a Urdemalas.

– Me dicen que los dos rubios están tajados, señor capitán… Un renegado francés y otro de Liorna.

– Pues al remo con ellos.

Todo aquello explicaba el duro empeño de la galeota: sus tripulantes sabían a qué atenerse. Casi todos los moriscos a bordo habían preferido morir luchando antes que rendirse; y en eso se les notaba -según comentó desapasionadamente el alférez Muelas-, aunque perros de agua, qué tierra los había parido. Después de todo, era universal que los soldados españoles no respetaban la vida de los compatriotas renegados que patroneaban embarcaciones corsarias, ni tampoco la de sus tripulantes cuando eran moriscos, excepto si éstos venían a las manos sin luchar, en cuyo caso eran entregados a la Inquisición. Los moriscos, moros bautizados pero sospechosos en su fe, habían sido expulsados de España dieciocho años antes, después de muchas sangrientas revueltas, sospechas, falsas conversiones, traiciones y turbulencias. Maltratados, asesinados por los caminos, despojados de lo que llevaban consigo, violadas sus mujeres e hijas, se vieron al fin arrojados a la costa norteafricana, donde tampoco sus hermanos moros les hicieron grato recibimiento. Establecidos al fin en puertos corsarios del norte de África -Túnez, Argel y sobre todo Salé, el más cercano a las costas andaluzas-, eran ahora los enemigos más feroces y odiados, por ser también los más crueles con sus presas españolas, tanto en el mar como en sus incursiones contra la costa peninsular. Que asolaban sin piedad, con su conocimiento del terreno y con el lógico rencor de quien salda viejas cuentas, como contaba en La buena guarda el gran Lope:

Y moros de Argel, piratas,
entre calas y recodos,
donde después salen todos
tienen ocultas fragatas.

– Pero cuélguenlos sin alardes -recomendó Urdemalas-. Que no se alboroten los cautivos. Cuando todos estén asegurados y con las cadenas puestas.

– Vamos a perder dinero, señor capitán -protestó el cómitre, que veía colgar de una entena otros miles de reales desperdiciados. El cómitre era aún más tacaño que el capitán de galera, tenía ruin cara y peor alma, y conseguía un sobresueldo, a medias con el alguacil de a bordo, con lo que sacaba de sobornos y cohechos a los galeotes.

– Me cago en los dineros de vuesamerced -Urdemalas fulminaba al cómitre con la mirada-. Y en quien los engendró.

El otro, hecho de antiguo al trato con el capitán de la Mulata, encogió los hombros y se alejó por la crujía, pidiendo unas cuantas sogas al sotacómitre y al alguacil. Éstos desherraban a la chusma muerta durante el combate -cuatro esclavos moros, un holandés y tres españoles condenados a remar en galeras -para echar sus cuerpos al mar y poner a corsarios en los grilletes vacantes. Otra media docena de galeotes heridos y de aspecto miserable, tumbados entre lamentos sobre sus bancos ensangrentados y con las calcetas y manillas puestas, esperaba a ser atendida por el barbero, que hacía a bordo las funciones de sangrador y cirujano. Cualquier herida, por terrible que fuera, la trataba éste con vinagre y sal, a usanza de galera.

Los ojos de Diego Alatriste dieron en los del capitán Urdemalas.

– Dos de los moriscos son jóvenes -dijo.

Era cierto. Los había visto al tiempo que caía herido el arráez: dos chiquillos acurrucados entre los bancos de popa, intentando hurtar el cuerpo al acero. Él mismo los había puesto aparte, salvándolos del degüello.

Urdemalas torció el gesto, un punto desabrido.

– ¿Cuánto de jóvenes?

– Lo suficiente.

– ¿Nacidos en España?

– Ni idea.

– ¿Tajados?

El marino masculló con fastidio un juro a mí y un pese a tal, mirando pensativo a su interlocutor. Luego se volvió a medias al sargento Albaladejo.

– Ocúpese vuesamerced, señor sargento. Que les miren el vello… Si tienen pelo en los aparejos, tienen cuello para el cabo de Palos, como hay Dios. Y si no, al remo.

Albaladejo se fue también por la crujía, camino de la galeota, a desgana. Bajarles los zaragüelles a dos muchachos para ver si salían hombres ahorcables o carne de remo, no era su ocupación favorita. Pero iba en el sueldo. Por su parte, el capitán de galera seguía observando a Diego Alatriste. Lo encaraba otra vez, inquisitivo, como preguntándose si sus reticencias sobre los dos jóvenes cautivos respondían a algo más que al sentido común. Muchachos o no, nacidos en España o fuera de ella -los últimos moriscos, murcianos del valle de Ricote, habían salido hacia el año catorce-, para Urdemalas, como para la mayor parte de los españoles, la compasión estaba fuera de lugar. Sólo dos meses atrás, durante un desembarco en la costa de Almería, los corsarios se habían llevado esclavos a setenta y cuatro hombres, mujeres y niños de un mismo pueblo, tras ponerlo a saco y crucificar al alcalde y a once vecinos cuyos nombres traían en una lista. Una mujer que pudo esconderse afirmó después que varios de los asaltantes eran moriscos, antiguos moradores del lugar.

Y es que todo el mundo tenía asuntos que ajustar en aquella turbulenta frontera mediterránea, encrucijada de razas, lenguas y viejos odios. En el caso de los moriscos, gente plática en las caletas, aguadas y caminos de una tierra a la que regresaban para vengarse, jugaba a su favor la ventaja que Miguel de Cervantes -que de corsarios sabía mucho, por soldado y por cautivo- había señalado poco tiempo atrás en Los tratos de Argel:

Nací y crecí, cual dije, en esta tierra,

y sé bien sus entradas y salidas

y la parte mejor de hacerle guerra.

– Vuesa merced anduvo por allí, ¿verdad? -inquirió Urdemalas-. El año nueve, en lo de Valencia.

Asintió Alatriste. Pocos secretos se guardaban en el estrecho espacio de una nave. Urdemalas y él tenían amigos comunes, era soldado aventajado y cumplía a bordo funciones de cabo de tropa. El marino y el veterano se respetaban, pero cada uno hacía rancho aparte.

– Cuentan -prosiguió el capitán de galera- que ayudasteis a reprimir a esa gentuza… A los que se echaron al monte.

– Ayudé -respondió Alatriste.

Era un modo de resumirlo, se dijo. Las batidas montaña arriba, entre las peñas, sudando bajo el sol. Las partidas de rebeldes emboscados, los golpes de mano, las represalias, las matanzas. Crueldad por ambos bandos, y la pobre gente cristiana o morisca cogida en medio y pagando la loza rota, como siempre. Violaciones y asesinatos impunes, todo a cuenta de lo mismo. Y luego, aquellas filas de infelices marchando por los caminos, obligados a dejar sus casas y malvender cuanto no podían llevar consigo, vejados, saqueados por los campesinos o por los mismos soldados -no pocos desertaron para robarles- que los conducían a las naves y al exilio, como bien había resumido Gaspar Aguilar con aquello de:

El mando y el dominio les prohiben

de la hacienda que traen adquirida,

y les hacen limosna de la vida.

– Por mi honra -el capitán Urdemalas sonreía, avieso -que no parecéis muy orgulloso del servicio hecho a Dios y al rey.

Alatriste miró con fijeza a su interlocutor. Luego se llevó dos dedos de la mano izquierda al mostacho, atusándolo despacio.

– ¿Se refiere a lo de hoy, señor capitán de galera, o a lo del año nueve?

Había hablado muy claro y muy frío, casi en voz baja. Urdemalas cambió una mirada incómoda con el alférez Muelas, el piloto y el otro cabo de tropa.

– Nada tengo que objetar a lo de hoy -repuso en tono diferente, mirándolo como si le contase las cicatrices de la cara-. Con diez como vuesamerced tomaba yo Argel en una noche. Sólo que…

Sordo al elogio, Alatriste seguía atusándose el mostacho.

– Sólo que, ¿qué?

– Bueno -Urdemalas encogió los hombros-. Aquí nos conocemos todos. Cuentan que no quedasteis contento en lo de Valencia… Y que os mudasteis con vuestra espada a otra parte.

– ¿Y tenéis alguna opinión personal sobre eso, señor capitán?

Los ojos del capitán de galera siguieron el movimiento de la mano izquierda de Alatriste, que había dejado el mostacho para colgar a un costado, a dos pulgadas de la guarda de la toledana -llena de mellas y marcas de aceros- que le pendía del cinto. El marino era hombre resuelto, y todos lo sabían. Pero cada cual tenía su reputación, y la de Diego Alatriste era notoria: había embarcado en la Mulata precedido de ella. Bajo palabra, como quien dice. Pero a tales alturas, y tras verlo menear las manos, hasta el último grumete a bordo daba fe. Urdemalas lo sabía mejor que nadie.

– Ninguna opinión, juro a mí -repuso-. Cada cual es un mundo… Pero lo que cuentan, lo cuentan.

Sostuvo aquello firme, con franqueza, y Alatriste consideró por lo menudo la cuestión. No había, concluyó, nada que objetar al tono ni al contenido. El capitán de galera era hombre sagaz. Y prudente.

– Si es lo que cuentan -concedió-, lo cuentan bien.

El alférez Muelas creyó bueno aliviar el tono de la conversación.

– Yo soy de Vejer -dijo-. Y recuerdo los rebatos que nos daban los turcos, guiados por los moriscos de allí, que les decían cuándo cogernos desprevenidos… Algún hijo de vecino bajó a cuidar las cabras, o a pescar con su padre, y amaneció en un zoco de Berbería. Igual ahora anda como éstos, de renegado. O sabe Dios… Con el culo así. Por no hablar de las mujeres.

El piloto y el otro cabo de tropa asintieron, hoscos. Todos sabían demasiado de las poblaciones construidas en alto y apartadas de la orilla para precaverse de los piratas berberiscos que espumaban el mar y corrían la costa, de la angustia de los lugareños ante la osadía de aquéllos y la mala índole de sus correligionarios en tierra, de las sangrientas rebeliones de los moriscos reacios a aceptar bautismo y autoridad real, de sus complicidades en Berbería, de las peticiones secretas de ayuda a Francia, a los luteranos y al Gran Turco para un levantamiento general. Tras el fracaso de su dispersión después de las guerras de Granada y las Alpujarras, y de la ineficaz política de conversión intentada por el tercer Felipe, trescientos mil moriscos -cifra enorme en una población de nueve millones de almas- se habían enrocado cerca de las vulnerables costas levantinas y andaluzas, casi nunca cristianos sinceros, siempre ásperos, ingobernables y soberbios -como españoles que a fin de cuentas eran-, soñando con la libertad y la independencia perdidas; reacios a integrarse en aquella nación católica, forjada desde hacía un siglo, que libraba una guerra durísima y simultánea en todos los frentes, contra la envidia codiciosa de Francia e Inglaterra, la herejía protestante y el inmenso poderío turco de la época. Por eso, hasta su expulsión definitiva, los últimos musulmanes de la Península habían sido una peligrosa daga apuntando al costado de esa España dueña de medio mundo y en guerra con el otro medio.