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– ¿Podríamos ir? -pregunté.

Me miró Copons un instante, cambió una ojeada con el capitán Alatriste y me volvió a observar. Adonde quieres ir, preguntó con aire indiferente. Yo adopté un continente bravo, a lo soldado, sosteniéndole los ojos sin pestañear.

– ¿Dónde va a ser? -respondí con mucha flema-… Con vuestra merced, a la cabalgada.

Los dos veteranos se miraron de nuevo, y Copons se rascó el pescuezo.

– ¿Tú qué opinas, Diego?

Mi antiguo amo me estudiaba, pensativo. Al cabo, sin apartar los ojos, se encogió de hombros.

– Cualquier dinero vendría bien, supongo.

Copons estuvo de acuerdo. El problema, apuntó, era que en tales casos la guarnición deseaba ir toda, por el beneficio.

– Aunque a veces -dijo al cabo- se toman refuerzos cuando hay galeras. El momento es bueno para vosotros, porque tenemos fiebres a causa del agua, que es abundante pero muy salobre, y hay gente débil, o en el hospital… Puedo hablarlo con el sargento mayor Biscarrués, que es veterano de Flandes y paisano mío. Pero chitón. Ni una palabra a nadie.

No miraba al capitán al decir aquello, sino a mí. Le devolví la ojeada, primero algo corrido y luego altanero, con aire de reproche. Copons me conocía lo suficiente para que comentario y mirada estuvieran de más. El veterano advirtió mi irritación y se estuvo un espacio pensativo. Luego volvióse al capitán Alatriste.

– Ha crecido mucho -murmuró-. El jodío zagalico.

Luego tornó a mirarme de arriba abajo. Sus ojos se demoraban en mis pulgares colgados del cinto, junto a la daga y la espada.

Oí suspirar al capitán, a mi lado. Lo hizo con un punto de ironía, creo. Y algo de fastidio.

– No lo sabes bien, Sebastián.