— Tuve que acercarme al prisionero, ponerle la pistola en la sien y apretar el gatillo. La sangre me salpicó el uniforme… No puedo quitármelo del alma, no puedo dormir, ese recuerdo me persigue.

— ¿Por qué me lo cuenta a mí? — le pregunté.

— Porque no me basta habérselo dicho a mi confesor, quiero compartirlo con alguien que

tal vez pueda usarlo. No todos los militares somos asesinos, como andan diciendo por ahí, muchos tenemos conciencia. — Se puso de pie, me saludó con una inclinación leve, se caló la gorra y partió en su automóvil.

Meses más tarde otro hombre, esta vez vestido de civil, me contó algo similar. Los soldados disparan a las piernas para obligar a los oficiales a dar el tiro de gracia y mancharse también con sangre, me dijo. Guardé esas historias conmigo por nueve años, al fondo de un cajón, anotadas en una hoja de papel, hasta que me sirvieron en De amor y de sombra. Algunos críticos consideraron ese libro sentimental y demasiado político; para mí está lleno de magia porque me reveló los extraños poderes de la ficción. En el lento y silencioso proceso de la escritura entro en un estado de lucidez, en el cual a veces puedo descorrer algunos velos y ver lo invisible, tal como hacía mi abuela con su mesa de tres patas. No es el caso mencionar todas las premoniciones y coincidencias que se dieron en esas páginas, basta una. Si bien disponía de abundante información, tenía grandes lagunas en la historia porque buena parte de los juicios militares quedó en secreto y lo que se publicó estaba desfigurado por la censura. Además me encontraba muy lejos y no podía ir a Chile a interrogar a las personas implicadas, como hubiera hecho en otras circunstancias. Mis años de periodismo me han enseñado que en esas entrevistas personales se obtienen las claves, los motivos y las emociones de la historia, ninguna investigación de biblioteca puede reemplazar los datos de primera mano conseguidos en una conversación cara a cara.

Escribí la novela en esas calientes noches de Caracas con el material de mi carpeta de recortes, un par de libros, algunas grabaciones de Amnistía Internacional y las voces infatigables de las mujeres de los desaparecidos, que atravesaron distancias y tiempos para venir en mi ayuda. Así y todo, debí recurrir a la imaginación para llenar las lagunas. Al leer el original mi madre objetó una parte que le pareció absolutamente improbable: los protagonistas van de noche en una motocicleta durante el toque de queda a una mina cerrada por los militares, cruzan el cerco, se meten en un campo prohibido, abren la mina con picos y palas, encuentran los restos de los cuerpos asesinados, toman fotografías, vuelven con las pruebas y se las entregan al Cardenal, quien finalmente ordena abrir la tumba. Esto es imposible, dijo, nadie se atrevería a correr semejantes riesgos en plena dictadura. No se me ocurre otra manera de resolver el argumento, considéralo una licencia literaria, repliqué. El libro fue publicado en 1984. Cuatro años más tarde fue eliminada la lista de exilados que no podían regresar a Chile y me sentí libre de volver por primera vez a mi país para votar en un plebiscito, que finalmente derrocó a Pinochet. Una noche sonó el timbre de la casa de mi madre en Santiago y un hombre insistió en hablar conmigo en privado. En un rincón de la terraza me contó que era sacerdote, que se había enterado en secreto de confesión de los cuerpos enterrados en Lonquén, había ido en su motocicleta durante el toque de queda, abierto la mina prohibida con pico y pala, fotografiado los restos y llevado las pruebas al Cardenal, quien mandó a un grupo de sacerdotes, periodistas y diplomáticos a abrir la tumba clandestina.

— Nadie lo sospecha excepto el Cardenal y yo. Si se hubiera difundido mi participación en este asunto, seguramente no estaría aquí hablándole, también yo habría desaparecido. ¿Cómo lo supo usted? — me preguntó.

— Me lo soplaron los muertos–repliqué, pero no me creyó.

Ese libro también trajo a Willie a mi vida, por eso le estoy agradecida.

Mis dos primeras novelas demoraron bastante en cruzar el Atlántico, pero finalmente llegaron a las librerías de Caracas, algunas personas las leyeron, se publicaron un par de críticas favorables, y eso cambió la calidad de mi vida. Se me abrieron círculos a los cuales no había tenido acceso, conocí gente interesante, algunos medios de prensa me pidieron colaboraciones y me llamaron productores de televisión ofreciéndome entrada por la puerta ancha, pero para entonces ya sabía cuán inciertas son esas promesas y no quise dejar mi empleo seguro en el colegio. Un día en el teatro se me acercó un hombre de voz suave y cuidadosa pronunciación para felicitarme por mi primera novela, dijo que lo tocaba profundamente, entre otras cosas porque vivió con su familia en Chile durante el gobierno de Salvador Allende y presenció el Golpe Militar. Más tarde me enteré que también estuvo preso en esos primeros días de brutalidad indiscriminada, porque los vecinos, confundidos por su acento, creyeron que era un agente cubano y lo denunciaron. Así comenzó mi amistad con Ildemaro, la más significativa de mi vida, una mezcla de buen humor y de severas lecciones. A su lado aprendí mucho, él guiaba mis lecturas, revisaba algunos de mis escritos y discutíamos de política, cuando pienso en él me parece verlo apuntándome con el índice mientras me instruye sobre la obra de Benedetti o despeja las brumas de mi cerebro con un docto sermón socialista, pero esa imagen no es la única, también lo recuerdo muerto de la risa o rojo de vergüenza cuando le tumbábamos la solemnidad a punta de bromas. Nos incorporó a su familia y por primera vez en muchos años volvimos a tener el calor de una tribu, se reiniciaron los almuerzos dominicales, nuestros hijos se consideraban primos y todos tenían llaves de ambas casas. Ildemaro, que es médico pero tiene más vocación por la cultura, nos proveía de entradas a un sinfín de actos a los cuales asistíamos para no ofenderlo. Al principio Paula fue la única con valor suficiente para reírse en su presencia de las vacas sagradas del arte, y pronto los demás seguimos su ejemplo y terminamos formando un grupo de teatro doméstico con el propósito de parodiar los actos culturales y las prédicas intelectuales de nuestro amigo, pero él encontró rápidamente una manera astuta de desbaratar nuestros planes: se convirtió en el miembro más activo de la compañía. Bajo su dirección montamos algunos espectáculos que trascendieron los límites del sufrido círculo de amigos, como una conferencia sobre los celos en la cual presentamos una máquina de nuestra invención para medir «el nivel de celotipia» en las víctimas de ese grave flagelo. Una sociedad de psiquiatras–no recuerdo si junguianos o lacanianos–nos tomó en serio, fuimos invitados a hacer una demostración y una noche fuimos a parar a la sede del Instituto con nuestra descabellada charla. La máquina de los celos consistía en un cajón negro con caprichosos bombillos que se encendían y se apagaban y erráticas agujas que marcaban números, conectada mediante cables de batería a un casco en la cabeza de Paula, quien cumplía valientemente el papel de conejillo de experimentación, mientras Nicolás daba vueltas una manivela. Los psiquiatras escuchaban atentos y tomaban notas, algunos parecían algo perplejos, pero en general quedaron satisfechos y al día siguiente apareció en el periódico una docta reseña de la conferencia. Paula sobrevivió a la máquina de los celos y tanto se encariñó con Ildemaro que lo hizo depositario de sus confidencias más íntimas y para darle gusto aceptaba el papel de artista estelar en todas las producciones de la compañía. Ahora Ildemaro me llama a menudo para saber de ella, escucha los detalles en silencio y trata de darme ánimo, pero no esperanza, porque él no la tiene. En esa época nada indicaba que el destino de mi hija sufriría este descalabro, era entonces una bella estudiante en sus veinte años, brillante y alegre, a quien no le importaba hacer el ridículo sobre un escenario si Ildemaro se lo pedía. La infatigable Abuela Hilda, quien había salido de Chile siguiendo a la familia al exilio y vivía media vida en nuestra casa, mantenía abierto en permanencia un costurero en el comedor, donde