fabricábamos disfraces y escenarios. Michael participaba con buen humor, a pesar que solían tambalear su salud y su entusiasmo. Nicolás, que sufría de pánico escénico y vergüenza ajena, se encargaba de los montajes técnicos: luz, sonido y efectos especiales, así podía mantenerse oculto tras las cortinas. Poco a poco la mayor parte de nuestros amigos se incorporaron al teatro y no quedó nadie para constituir el público, pero preparar las obras era tan divertido para los actores y músicos que no importaba hacer las representaciones ante una sala vacía. La casa se nos llenó de gente, de ruido y de risas, por fin teníamos una familia extendida y nos sentíamos a gusto en esa nueva patria.

Sin embargo no ocurría lo mismo con mis padres. El tío Ramón veía aproximarse sus setenta años y deseaba regresar a morir en Chile, como explicó con cierto dramatismo, provocando carcajadas entre nosotros, que lo sabemos inmortal. Un par de meses más tarde lo vimos preparar sus maletas y poco después partió con mi madre de vuelta a un país donde no había puesto los pies en muchos años y donde todavía gobernaba el mismo general. Me sentí huérfana, temía por ellos, presentía que no volveríamos a vivir en la misma ciudad y me preparé para reiniciar la antigua rutina de las cartas diarias. Para despedirlos ofrecimos una parranda con guisos y vinos chilenos y la última obra de la compañía de teatro. Mediante canciones, bailes, actores y títeres narramos las vidas tormentosas y los amores ilegales de mi madre y el tío Ramón, representados por Paula e Ildemaro, provisto de diabólicas cejas postizas. Esta vez tuvimos público, porque asistieron casi todos los buenos amigos que nos habían acogido en ese cálido país. En un sitio de honor estaba Valentín Hernández, cuyas visas generosas nos abrieron las puertas. Fue la última vez que lo vimos, poco después murió de una enfermedad repentina dejando en el desconsuelo a su mujer y sus descendientes. Era uno de aquellos patriarcas amorosos y vigilantes que cobijan bajo su capa protectora a todos los suyos. Le costó morir porque no quería irse dejando a su familia expuesta al vendaval de estos aterradores tiempos modernos y en el fondo de su corazón tal vez soñaba con llevárselos consigo. Un año después su viuda reunió a las hijas, los yernos y los nietos para conmemorar la muerte de su marido de una manera alegre, como a él le hubiera gustado, y se los llevó de paseo a Florida. El avión estalló en el aire y no quedó nadie de esa familia para llorar a los ausentes o recibir las condolencias.

En septiembre de 1987 se publicó en España mi tercera novela, Eva Luna, escrita a plena luz de día en una computadora, en el amplio estudio de una casa nueva. Los dos libros anteriores convencieron a mi agente que yo pensaba tomar la literatura en serio, y a mí que valía la pena correr el riesgo de dejar mi empleo y dedicarme a escribir, a pesar de que mi marido seguía en bancarrota y aún no terminábamos de pagar deudas. Vendí las acciones del colegio y compramos una casona encaramada en un cerro, algo destartalada, es cierto, pero Michael la remodeló convirtiéndola en un refugio asoleado donde sobraba espacio para visitas, parientes y amigos, y donde la Abuela Hilda pudo instalar con comodidad el taller de costura y yo mi oficina. A media altura del cerro la casa tenía entre sus fundaciones un sótano con luz y aire fresco, tan grande que plantamos en medio de un jardín tropical la mata que reemplazó al nomeolvides de mis nostalgias. Los muros estaban cubiertos de estanterías repletas de libros y como único mueble contaba con una enorme mesa al centro de la pieza. Ése fue un tiempo de grandes cambios. Paula y Nicolás, convertidos en jóvenes independientes y ambiciosos, iban a la universidad, viajaban solos y era evidente que ya no me necesitaban, pero la complicidad entre los tres se mantuvo inmutable. Después que terminaron los amores con el joven siciliano, Paula profundizó sus estudios de psicología y sexualidad. Su pelo castaño le caía hasta la cintura, no usaba maquillaje y acentuaba su aspecto virginal con largas faldas de algodón

blanco y sandalias. Hacía trabajo voluntario en las más bravas poblaciones marginales, allí donde ni la policía se aventuraba después de la puesta del sol. Para entonces la violencia y el crimen se habían disparado en Caracas, nuestra casa había sido asaltada varias veces y circulaban rumores horribles de niños raptados en los centros comerciales para arrancarles las córneas y venderlas a bancos de ojos, de mujeres violadas en los estacionamientos, de gente asesinada sólo para robar un reloj.

Paula partía manejando su pequeño automóvil con una bolsa de libros a la espalda y yo me quedaba temblando por ella. Le rogué mil veces que no se metiera en esos andurriales, pero no me escuchaba, porque se sentía protegida por sus buenas intenciones y creía que por allí todos la conocían. Poseía una mente clara, pero conservaba el nivel emocional de una chiquilla; la misma mujer que en el avión memorizaba el mapa de una ciudad donde nunca había puesto los pies, alquilaba un automóvil en el aeropuerto y conducía sin vacilar hasta el hotel, o bien era capaz de preparar en cuatro horas un curso sobre literatura para que yo me luciera en una universidad, se desmayaba cuando la vacunaban y temblaba de pánico en una película de vampiros. Practicaba sus pruebas psicológicas con Nicolás y conmigo, así comprobó que su hermano tiene un nivel intelectual cercano a la genialidad y en cambio su madre sufre de retardo profundo. Me pasó las pruebas una y otra vez y los resultados no variaron, siempre dieron un coeficiente intelectual bochornoso. Menos mal que nunca intentó ensayar con nosotros sus adminículos del seminario de sexualidad.

Con Eva Luna tomé finalmente conciencia de que mi camino es la literatura y me atreví a decir por primera vez: soy escritora.

Cuando me senté ante la máquina para iniciar el libro no lo hice como en los dos anteriores llena de excusas y dudas, sino en pleno uso de mi voluntad y hasta con cierta dosis de altivez. Voy a escribir una novela, dije en voz alta. Luego encendí la computadora y sin pensarlo dos veces me lancé con la primera frase: Me llamo Eva, que quiere decir vida…

Mi madre llegó de visita a California. Casi no la reconozco en el aeropuerto, parecía una bisabuela de porcelana, una viejecita vestida de negro con voz temblorosa y la cara estragada de pena y cansancio por el viaje de veinte horas desde Santiago. Se echó a llorar al abrazarme y siguió haciéndolo todo el camino, pero al llegar a casa enfiló hacia el baño, se dio una ducha, se vistió de colores alegres y bajó sonriendo a saludar a Paula. Se impresionó al verla, a pesar de que esperaba encontrarla peor, todavía tiene vivo el recuerdo de su nieta favorita tal como era antes. La niña está en el limbo, doñita, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio, trató de consolarla una de las cuidadoras. ¡Qué pérdida, Dios mío, qué pérdida! murmura mi madre a menudo, pero nunca delante de Paula, porque piensa que tal vez puede oírla. No proyecte sus angustias y sus deseos en ella, señora, le advirtió el doctor Shima, la vida anterior de su nieta terminó, ahora vive en otro estado de conciencia. Como era previsible, mi madre se prendó del doctor Shima. Es un hombre sin edad, con el cuerpo gastado, cara y manos jóvenes y una mata de pelo oscuro, usa suspensores de elástico y los pantalones subidos hasta las axilas, camina con una leve cojera y se ríe con expresión maliciosa como un niño pillado en falta. Ambos rezan por Paula, ella con su fe cristiana y él con la budista. En el caso de mi madre es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, porque pasó diecisiete años rogando para que el General Pinochet pasara a mejor vida y no sólo se encuentra todavía en pleno uso de salud, sino que sigue teniendo

la sartén por el mango en Chile. Dios tarda, pero cumple, replica ella cuando se lo recuerdo, te aseguro que Pinochet va camino a la tumba. Así estamos todos desde que nacemos, muriéndonos de a poco.