Año Nuevo de 1981. Ese día calculé que en agosto cumpliría cuarenta años y hasta entonces no había hecho nada realmente importante. ¡Cuarenta! Era el comienzo de la decrepitud y no me costaba mucho imaginarme sentada en una mecedora tejiendo calcetas. Cuando era una niña solitaria y rabiosa en la casa de mi abuelo, soñaba con proezas heroicas: sería una actriz famosa y en vez de comprarme pieles y joyas, daría todo mi dinero a un orfelinato, descubriría una vacuna contra los huesos quebrados, taparía con un dedo el hoyo del dique y salvaría otra aldea holandesa. Quería ser Tom Sawyer, el Pirata Negro o Sandokán, y después que leí a Shakespeare e incorporé la tragedia a mi repertorio, quería ser como esos personajes espléndidos que después de vivir exageradamente, morían en el último acto. La idea de convertirme en una monja anónima se me ocurrió mucho más tarde.

En esa época me sentía diferente a mis hermanos y a otros niños, no lograba ver el mundo como los demás, me parecía que los objetos y las personas solían volverse transparentes y que las historias de los libros y los sueños eran más ciertas que la realidad. A veces me asaltaban instantes de lucidez aterradora y creía adivinar el futuro o el pasado remoto, mucho antes de mi nacimiento, como si todos los tiempos coincidieran simultáneamente en el mismo espacio y de pronto, a través de un ventanuco que se abría por una fracción de segundo, yo pasaba a otras dimensiones.

En la adolescencia habría dado lo que tenía por pertenecer a la pandilla de muchachos ruidosos que bailaban rock'n roll y fumaban a escondidas, pero no lo intenté porque tenía la certeza de no ser uno de ellos. El sentimiento de soledad arrastrado desde la infancia se hizo aún más agudo, pero me consolaba la vaga esperanza de estar marcada por un destino especial que se me revelaría algún día. Más tarde entré de lleno en las rutinas del matrimonio y la maternidad, en las que se desdibujaron las desdichas y soledades de la primera juventud y se me olvidaron esos planes de grandeza. El trabajo de periodista, el teatro y la televisión me mantuvieron ocupada, no volví a pensar en términos de destino hasta que el Golpe Militar me enfrentó brutalmente con la realidad y me obligó a cambiar de rumbo. Esos años de autoexilio en Venezuela podrían resumirse en una sola palabra que para mí tenía el peso de una condena: mediocridad. A los cuarenta años ya era tarde para sorpresas, mi plazo se acortaba de prisa, lo único cierto eran la mala calidad de mi vida y el aburrimiento, pero la soberbia me impedía admitirlo. A mi madre–la única interesada en averiguarlo–le aseguraba que todo iba bien en mi pulcra nueva vida, me había curado del amor frustrado con una disciplina estoica, tenía un trabajo seguro, por primera vez estaba ahorrando dinero, mi marido parecía aún enamorado y mi familia había vuelto a los cauces normales, incluso me vestía como una inofensiva maestra ¿qué más se podía pedir? De los chales con flecos, las faldas largas y las flores en el pelo nada quedaba, sin embargo solía sacarlas sigilosamente del fondo de una maleta para lucirlas

por unos minutos frente al espejo. Me sofocaba en mi papel de burguesa juiciosa y me consumían los mismos deseos de la juventud, pero no tenía el menor derecho a quejarme, había arriesgado todo una vez, había perdido y la vida me daba una segunda oportunidad, sólo cabía agradecer mi buena suerte. Es un milagro lo que has logrado, hija, nunca pensé que pudieras pegar los pedazos rotos de tu pareja y tu existencia, me dijo un día mi madre con un suspiro que no era de alivio y en un tono que me pareció irónico. Tal vez ella era la única que intuía el contenido de mi caja de Pandora, pero no se atrevió a destaparla. Ese Año Nuevo de 1981, mientras los demás celebraban con champaña y afuera estallaban fuegos artificiales anunciando el año recién nacido, me hice el propósito de vencer el tedio y resignarme con humildad a una vida sin brillo, como la de casi todo el mundo. Decidí que no era tan difícil renunciar al amor si tenía por sustituto una noble camaradería con mi marido, que sin duda era preferible mi empleo estable en el colegio a las inciertas aventuras del periodismo o el teatro, y que debía instalarme definitivamente en Venezuela, en vez de seguir suspirando por una patria idealizada en los últimos confines del planeta. Eran ideas razonables, de todos modos dentro de unos veinte o treinta años, una vez secas mis pasiones, cuando ya ni siquiera recordara el mal gusto del amor frustrado o del tedio, podría retirarme tranquila con la venta de las acciones que estaba adquiriendo en el negocio de Marilena. Ese plan razonable no alcanzó a durar más de una semana. El 8 de enero llamaron por teléfono de Santiago anunciando que mi abuelo estaba muy enfermo y esa noticia anuló mis promesas de buen comportamiento y me lanzó en una dirección inesperada. El Tata iba ya para los cien años, estaba convertido en un esqueleto de pájaro, semi–inválido y triste, pero perfectamente lúcido. Cuando terminó de leer la última letra de la Enciclopedia Británica y aprenderse de memoria el Diccionario de la Real Academia, y cuando perdió todo interés en las desgracias ajenas de las telenovelas, comprendió que era hora de morirse y quiso hacerlo con dignidad. Se instaló en su sillón vestido con su gastado traje negro y el bastón entre las rodillas, invocando al fantasma de mi abuela para que lo ayudara en ese trance, en vista de que su nieta le había fallado de tan mala manera. Durante esos años nos habíamos mantenido en contacto mediante mis cartas tenaces y sus respuestas esporádicas. Decidí escribirle por última vez para decirle que podía irse en paz porque yo jamás lo olvidaría y pensaba legar su memoria a mis hijos y a los hijos de mis hijos. Para probarlo empecé la carta con una anécdota de mi tía–abuela Rosa, su primera novia, una joven de belleza casi sobrenatural muerta en misteriosas circunstancias poco antes de casarse, envenenada por error o por maldad, cuya fotografía en suave color sepia estuvo siempre sobre el piano de la casa, sonriendo con su inalterable hermosura. Años más tarde el Tata se casó con la hermana menor de Rosa, mi abuela.

Desde las primeras líneas otras voluntades se adueñaron de la carta conduciéndome lejos de la incierta historia de la familia para explorar el mundo seguro de la ficción. En el viaje se me confundieron los motivos y se me borraron los límites entre la verdad y la invención, los personajes cobraron vida y llegaron a ser más exigentes que mis propios hijos. Con la cabeza en el limbo cumplía doble horario en el colegio, desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, cometiendo errores catastróficos en la administración; no sé cómo ese años no nos arruinamos, vigilaba los libros de contabilidad, los maestros, los alumnos y las clases con el rabillo del ojo, mientras toda mi atención estaba volcada en una bolsa de lona donde cargaba las páginas que garrapateaba de noche. Mi cuerpo cumplía funciones como autómata y mi mente estaba perdida en ese mundo que nacía palabra a palabra. Llegaba a casa cuando comenzaba a oscurecer, cenaba con la familia, me daba una ducha y luego me sentaba en la cocina o en el comedor frente a una pequeña máquina portátil, hasta que la fatiga me obligaba a partir a la cama. Escribía sin

esfuerzo alguno, sin pensar, porque mi abuela clarividente me dictaba. A las seis de la madrugada debía levantarme para ir al trabajo, pero esas pocas horas de sueño eran suficientes; andaba en trance, me sobraba energía, como si llevara una lámpara encendida por dentro. La familia oía el golpeteo de las teclas y me veía perdida en las nubes, pero nadie me hizo preguntas, tal vez adivinaron que yo no tenía respuesta, en verdad no sabía con certeza que estaba haciendo, porque la intención de enviar una carta a mi abuelo se desdibujó rápidamente y no admití que me había lanzado en una novela, esa idea me parecía petulante.

Llevaba mas de veinte años en la periferia de la literatura–periodismo, cuentos, teatro, guiones de televisión y centenares de cartas–sin atreverme a confesar mi verdadera vocación; necesitaría publicar tres novelas en varios idiomas antes de poner «escritora» como oficio al llenar un formulario. Cargaba mis papeles para todas partes por temor a que se extraviaran o se incendiara la casa; esa pila de hojas amarradas con una cinta era para mí como un hijo recién nacido. Un día, cuando la bolsa se había puesto muy pesada, conté quinientas páginas, tan corregidas y vueltas a corregir con un líquido blanco, que algunas habían adquirido la consistencia del cartón, otras estaban manchadas de sopa o tenían añadidos pegados con adhesivo, que se desplegaban como mapas, bendita computadora, que hoy me permite corregir siempre en limpio. No tenía a quién mandar esa extensa carta, mi abuelo ya no estaba en este mundo. Cuando recibimos la noticia de su muerte sentí una especie de alegría, eso era lo que él deseaba desde hacía años, y seguí escribiendo con más confianza, porque ese viejo espléndido se había encontrado por fin con la Memé y los dos leían por encima de mi hombro. Los comentarios fantásticos de mi abuela y la risa socarrona del Tata me acompañaron cada noche.