Изменить стиль страницы

—No tengo nada que hablar con él. Nada.

—Cariño —persevera—, habéis discutido. Las parejas discuten y...

Oímos el timbre de la puerta. Miro el reloj. Sé quién es y cierro los ojos. De pronto, entra mi hermana seguida por la pequeña Luz y, con cara de apuro, cuchichea:

—¡Por el amor de Dios, Judith!, ¿te has vuelto loca? Acaba de llegar David Guepardo a buscarte y está en el salón junto a Eric. ¡Oh, Diossss!, ¿qué hacemos?

—¿Guepardo, el corredor, está aquí? —pregunta mi padre.

—Sí —responde mi hermana.

—¡Ojú...! —suelta él.

Me entra la risa nerviosa.

—¿Tienes dos novios, tita? —quiere saber mi sobrina.

—¡Nooooooooooo! —respondo, mirando a la pequeña.

—¿Y por qué han venido dos novios a buscarte?

—¡Tu tita es de lo que no hay! —protesta mi hermana.

Miro a Raquel con ganas de matarla, y ella hace callar a la pequeña. Mi padre se acaricia el pelo con gesto preocupado.

—¿Has invitado tú a David?

—Sí, papá —contesto—. Tengo mis propios planes. Pero..., pero vosotros sois unos liantes y... ¡Oh, Diossssssssss!

El pobre asiente como puede. Menudo marrón. Esto no pinta bien y, sin decir nada, coge a mi sobrina de la mano y regresa al salón. Mi hermana está histérica.

—¡¿Qué hacemos?! —vuelve a preguntar, mirándome atentamente.

Doy un nuevo trago de agua y, dispuesta a hacer lo que pienso, respondo:

—Tú no sé. Yo, irme con David.

—¡Ay, Virgencita de Triana! ¡Qué angustia!

—¿Angustia, por qué?

Mi hermana se mueve nerviosa. Yo lo estoy más, pero disimulo. No contaba con la presencia de Eric en casa de mi padre. Entonces, Raquel se acerca a mí.

—Eric es tu novio y...

—No es mi novio. ¿Cómo te lo tengo que decir?

Ahora mi hermana abre los ojos de manera desorbitada y oigo detrás de mí:

—Jud, no te vas a ir con ese tipo. No lo voy a consentir.

¡Eric!

Me vuelvo.

Lo miro.

¡Oh, Diossssssssssss, está despampanantemente guapoooooo!

Pero vamos a ver, ¿y cuándo no lo está? Y consciente de su enfado y del mío, pregunto con mi chulería por todo lo alto:

—¿Y quién me lo va a impedir?, ¿tú?

No contesta.

No responde.

Sólo me mira con esos celestes ojos fríos.

—Si tengo que cargarte al hombro y llevarte conmigo para impedirlo, lo haré —sisea al final.

El comentario no me sorprende y no me dejo amilanar.

—Sí, claro..., cuando los peces vuelen. Tendrás morro. Atrévete y...

—Jud..., no me provoques —me corta con sequedad.

Sonrío ante su advertencia, y sé que mi sonrisa lo altera aún más.

—Mi paciencia estos días está más que agotada, pequeña, y...

—¡¿Tu paciencia?! —grito, descompuesta—. La que está agotada es la mía. Me llamas. Me persigues. Me acosas. Te presentas en mi trabajo. Mi familia insiste en que eres mi novio, pero ¡no!..., no lo eres. Y aun así me dices que tu paciencia está agotada.

—Te quiero, Jud.

—Pues peor para ti —replico sin saber muy bien lo que digo.

—No puedo vivir sin ti —murmura con voz ronca y cargada de tensión.

Un «¡ohhhhh!» algodonoso escapa de los labios de mi hermana. Su gesto lo dice todo. Está totalmente abducida por las palabras romanticonas de Eric. Enfadada y sin ganas de querer escuchar lo que tenga que decirme, me acerco a él, me empino y pronuncio lo más cerca de su cara que puedo:

—Tú y yo hemos acabado. ¿Qué parte de esta frase eres incapaz de procesar?

Mi hermana, al verme en este estado, sale de su nubecita rosa, me coge del brazo y me aparta de Eric.

—¡Por Dios, Judith!, que te estoy viendo venir. La cocina está llena de artilugios punzantes, y tú en este momento eres una arma de destrucción masiva.

Eric da un paso adelante, retira a mi hermana y afirma, mirándome:

—Te vas a venir conmigo.

—¿Contigo? —digo, y sonrío con malicia.

Mi Iceman particular asiente con esa seguridad aplastante que me desconcierta, y repite:

—Conmigo.

Molesta por la confianza que destila por cada poro de su piel, levanto una ceja.

—Ni lo sueñes.

Eric sonríe. Pero su sonrisa es fría y desafiante.

—¿Que no lo sueñe?

Me encojo de hombros, le miro como retándolo y adopto la actitud más chulesca de que soy capaz.

—Pues no.

—Jud...

—¡Oh, por favorrrrrrrrrrrrrr! —protesto, deseosa de coger la sartén que tengo cerca de mi mano y estampársela en la cabeza.

—Judith —cuchichea mi hermana—, aleja tu mano de la sartén ahora mismo.

—¡Cállate de una vez, Raquel! —grito—. No sé quién es más pesado, si él o tú.

Mi hermana, ofendida por mis palabras, sale de la cocina y cierra la puerta. Yo hago un amago por seguirla, pero Eric me lo impide. Intercepta el camino. Resoplo. Contengo las ganas que tengo de matarlo y susurro:

—Te dije muy claramente que, si te ibas, asumieras las consecuencias.

—Lo sé.

—¿Entonces?

Me mira..., me mira..., me mira, y finalmente, dice:

—Actué mal. Soy como dices un cabeza cuadrada y necesito que me perdones.

—Estás perdonado, pero lo nuestro se acabó.

—Pequeña...

Sin darme tiempo a reaccionar, me coge entre sus brazos y me besa. Me avasalla. Toma mi boca con verdadera adoración y me aprieta contra él de forma posesiva. Mi corazón va a mil, pero cuando separa su boca de la mía, le aseguro:

—Me he cansado de tus imposiciones.

Me vuelve a besar y me deja casi sin resuello.

—De tus numeritos y tus enfados, y...

Toma mi boca de nuevo y, cuando me separa de él, murmuro sin aire:

—No vuelvas a hacerlo, por favor.

Eric me mira y luego desvía la vista, girando la cabeza.

—Si me vas a dar con la sartén, dame, pero no te pienso soltar. Pienso seguir besándote hasta que me des una nueva oportunidad.

De pronto, soy consciente de que tengo el mango de la sartén agarrado y lo suelto. Me conozco y, como dice mi hermana, ¡soy una arma de destrucción masiva! Eric sonríe, y digo con toda la convicción que puedo:

—Eric..., lo nuestro se acabó.

—No, cariño.

—Sí... ¡Se acabó! —reitero—. He desaparecido de tu empresa y de tu vida. ¿Qué más quieres?

—Te quiero a ti.

Aún entre sus brazos, cierro los ojos. Mis fuerzas comienzan a desfallecer. Lo noto. Mi cuerpo empieza a traicionarme.

—Te quiero —prosigue él cerca de mi boca—. Y el quererte así a veces me hace ser irracional ante ciertos temas. Sí, dudé. Dudé al ver esas fotos tuyas con Betta. Pero mis dudas se disiparon cuando en la oficina me hablaste como me hablaste y me hiciste ver lo ridículo e idiota que soy. Tú no eres Betta. Tú no eres una mentirosa y rastrera sinvergüenza como lo es ella. Tú eres una maravillosa y preciosa mujer que no se merece el trato que te di, y nunca me perdonaré haberte partido el corazón.

—Eric, no...

—Cariño, no dudes un segundo de que eres lo más importante de mi vida y que estoy loco por ti. —Lo miro, y él pregunta—: ¿Tú ya no me quieres? —No contesto, y él continúa—: Si me dices que es así, prometo soltarte, marcharme y no volver a molestarte en tu vida. Pero si me quieres, discúlpame por ser tan cabezón. Como tú dices, ¡soy alemán! Y estoy dispuesto a seguir intentando que regreses conmigo porque ya no sé vivir sin ti.

El corazón me va a estallar. ¡Qué cosas más bonitas me está diciendo! Pero no..., no debo escucharlo, y murmuro con un hilo de voz:

—No me hagas esto Eric...

Sin soltarme, suplica, acercando su frente a la mía.

—Por favor, mi amor, por favor..., por favor..., por favor, escúchame. Tú una vez me cabreaste para que yo fuera hacia ti, pero yo no sé hacerlo. Yo no tengo ni tu magia, ni tu gracia, ni tu salero para conseguir esos golpes de efecto. Sólo soy un soso alemán que se pone delante de ti y te pide..., te suplica, una nueva oportunidad.

—Eric...

—Escucha —me interrumpe rápidamente—, ya he hablado con los dueños del pub donde trabajas y lo he solucionado todo. No tienes que ir a trabajar. Yo...