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Yo también lo deseo. Me muero por sus huesos. Pero estoy dispuesta a conseguir mi objetivo.

—¿Y qué deseas? —digo sin darme la vuelta.

Acercándose más a mí, le permito que me abrace desde atrás y sus palabras resuenan en mi oreja.

—Te deseo a ti.

¡Dios, estoy frenética!, por no decir caliente y terriblemente excitada. Sin mirarlo, apoyo mi cabeza en su pecho, cierro los ojos y musito:

—¿Te gustaría tocarme, desnudarme y hacerme el amor?

—Sí.

—¿Con posesión? —murmuro con un hilillo de voz.

—Sí.

Expulso el aire de mis pulmones o me ahogo. Noto su erección cada momento más dura apretándose contra mi trasero. Me besa los hombros y lo disfruto.

—¿Te gustaría compartirme con otro hombre?

—Sólo si tú quieres, cariño.

Voy a soltar vapor por las orejas de un momento a otro.

—Lo deseo. Te miraría a los ojos y saborearía tu boca mientras otro me posee.

—Sí...

—Tú le darás acceso a mi interior. Me abrirás para él y observarás cómo se encaja en mí una y otra vez, mientras yo jadeo y te miro a los ojos.

Noto cómo Eric traga con dificultad. Eso lo ha puesto cardíaco. A mí cardíaca no..., lo siguiente.

Y cuando pone sus ardientes labios en la base de mi nuca y me besa, doy un respingo, me alejo de él y, mirándolo a los ojos, digo con todo mi pesar:

—No, Eric..., estás castigado.

Con coquetería me sujeto el vestido para que no se me caiga y me alejo.

—Buenas noches —me despido.

Me meto en mi habitación y cierro la puerta. Tiemblo. Le acabo de hacer lo mismo que él me hizo aquella vez en el bar de intercambios. Calentarlo para nada.

Ardor.

Excitación.

Calor..., mucho calor.

Me quito el vestido y lo dejo sobre una silla. Vestida sólo con el tanga negro, me siento a los pies de la cama y miro la puerta. Sé que va a venir. Sus ojos, su voz, sus deseos y sus instintos más primarios me han dicho que me necesita y lo que quiere.

Instantes después oigo sus pasos acercarse. Mi respiración se agita.

Quiero que entre.

Quiero que tire la puerta.

Quiero que me posea mientras me mira a los ojos.

Sin quitar la vista de la puerta oigo sus movimientos. Está dudoso. Sé que está fuera calibrando qué hacer. Su tentación soy yo. Lo acabo de calentar, de excitar, pero también soy la mujer a la que no desea defraudar.

El pomo se mueve, ¡oh, sí!, y mi vagina tiembla, deseosa de disfrutar de lo que sólo Eric me puede proporcionar. Sexo salvaje. Pero, de pronto, el pomo se para; mi decepción me hace abrir la boca, y más al oír sus pasos alejándose.

¿Se ha ido?

Cuando soy capaz de cerrar la boca, siento ganas de llorar. Soy una imbécil. Una tonta. Él acaba de respetar lo que yo le he pedido y, me guste o no, he de estar contenta.

Tardo horas en dormirme.

No puedo.

El morbo que me causa Eric es demasiado tentador para mí. Estamos solos en una preciosa casa, deseándonos como locos, pero ninguno de los dos hace nada por remediarlo.

7

Por la mañana, cuando me levanto, lo primero que hago es llamar a mi padre. Estará intranquilo.

Le comunico que estoy bien y me emociono al oír su voz de felicidad. Está pletórico de alegría por mí y por Eric, y eso me hace sonreír. Me pregunta si me ha gustado la casa que Eric me ha comprado. Me sorprende que mi padre lo sepa, pero me confiesa que ha estado al tanto de todo. Eric se lo pidió y él, encantado, aceptó controlar las obras y guardar el secreto.

Mi padre y Eric se llevan demasiado bien. Esto me gusta, aunque me inquieta al mismo tiempo.

Una vez acabada la llamada, abro la puerta y curioseo a través de ella. No veo nada; sólo oigo música. Me parece que el que canta es Stevie Wonder. Me lavo los dientes, me peino un poco y me pongo unos vaqueros. Al entrar en el amplio salón, ahora unido a la cocina, lo veo sentado en el sofá leyendo un periódico. Eric sonríe al verme. ¡Qué atractivo es! Está guapísimo con la camiseta gris y morada de los Lakers y los pantalones vaqueros.

—Buenos días. ¿Quieres café? —pregunta con buen humor.

Frunzo el ceño y respondo:

—Sí, con leche.

En silencio veo que se levanta, va hasta la encimera de la cocina y llena una taza blanca y roja con café y leche, mientras yo me fijo en sus manos, esas fuertes manos que tanto me gustan cuando me tocan y consiguen que yo me vuelva loca de placer.

—¿Quieres tostadas, embutido, tortilla, plum-cake, galletas?

—Nada.

—¡¿Nada?!

—Estoy a régimen.

Sorprendido, me mira. Desde que nos conocemos nunca le he dicho que estuviera a régimen. Esa tortura no va conmigo.

—Tú no necesitas ningún régimen —afirma mientras deja el café con leche ante mí—. Come.

No contesto. Sólo lo miro, lo miro y lo miro, y bebo café. Una vez que lo acabo, Eric, que no ha levantado su vista de mí, dice:

—¿Has dormido bien?

—Sí —miento. No pienso revelar que no he pegado ojo pensando en él—. ¿Y tú?

Eric curva la comisura de sus labios y murmura:

—Sinceramente, no he podido pegar ojo pensando en ti.

Asiento.

¡Qué rico lo que ha dichooooooo!

Pero esa miradita suya me pone cardíaca. Me provoca. Por eso, para alejarme de la tentación, o soy capaz de arrancarle la camiseta de los Lakers a mordiscos, me levanto de la silla y me acerco a la ventana para mirar al exterior. Llueve. Dos segundos después, lo noto detrás de mí, aunque sin tocarme.

—¿Qué te apetece hacer hoy?

¡Guaaaaaau!, lo que me apetece hacer lo tengo claro: ¡sexo! Pero no, no pienso decirlo, así que me encojo hombros.

—Lo que tú quieras.

—¡Mmm...! ¿Lo que yo quiera? —susurra cerca de mi oreja.

¡Madre, madre, madre! A Iceman le apetece lo mismo que a mí. ¡Sexo!

Escuchar su voz e imaginar lo que está pensando me ponen la carne de gallina. Sin que pueda evitarlo, me vuelvo para mirarlo, y él añade con ojos guasones:

—Si es lo que yo quiera, ya puedes desnudarte, pequeña.

—Eric...

Divertido, sonríe y se aleja de mí tras tentarme como un auténtico demonio.

—¿Quieres que vayamos a Zahara para ver a Frida y Andrés? —pregunta cuando está lo suficientemente lejos.

Ésa me parece una excelente idea y acepto encantada.

Media hora después, los dos vamos en su coche en dirección a Zahara de los Atunes. Llueve. Hace frío. Pone música y vuelve a sonar ¡Convénceme! ¿Por qué de nuevo esta canción? Cierro los ojos y maldigo en silencio. Cuando los abro, miro por la ventanilla. Me mantengo callada.

—¿No cantas?

Mentalmente sí que lo hago, pero no lo pienso admitir.

—No me apetece.

Silencio entre los dos hasta que Eric lo rompe de nuevo.

—¿Sabes?, una vez una preciosa mujer a la que adoro me comentó que su madre le había dicho que cantar era lo único que amansaba a las fieras y...

—¿Me estás llamando animal?

Sorprendido, da un respingo.

—No..., ni mucho menos.

—Pues canta tú si quieres; a mí no me apetece.

Eric hace un gesto afirmativo y se muerde el labio. Finalmente, asegura con resignación:

—De acuerdo, pequeña, me callaré.

La tensión en el ambiente es palpable, y ninguno abre la boca durante lo que dura el trayecto. Cuando llegamos a nuestro destino, Frida y Andrés me abrazan encantados; en especial, Frida, que en cuanto puede me aparta de los hombres y cuchichea:

—Por fin, por fin... ¡Cuánto me alegra ver que estáis de nuevo juntos!

—No cantes victoria tan pronto, que lo tengo en cuarentena.

—¿Cuarentena?

Sonrío irónicamente.

—Lo tengo castigado sin sexo ni cariñitos.

—¿Cómo?

Tras mirar a Eric y contemplar su semblante ceñudo, musito:

—Él me castiga cuando hago algo mal, y a partir de ahora he decidido que voy a hacer lo mismo. Por lo tanto, lo he castigado sin sexo.