—Estoy casado, profesor.
—¡Ah, señores, señores!
La puerta se abría y se cerraba, los rostros cambiaban, los instrumentos sonaban en los armarios y Filip Filipovich trabajaba sin detenerse.
"Lugar raro —pensaba Bola—, pero no hay nada que objetar. ¿Para qué diablos necesitó de mí? ¿Tendría acaso la intención de hacerme vivir aquí? ¡Qué caso, éste! ¡Le bastaría hacer una sola guiñada para conseguir un perro estupendo! Aunque, después de todo, es posible que yo sea lindo. ¡Es mi suerte! Pero esta porquería de lechuza es una... desvergonzada."
Se despertó por completo al final de la tarde, cuando los campanillazos ya habían dejado de sonar en el preciso instante en que la puerta se abría para dar paso a visitantes de tipo singular. Eran cuatro, jóvenes y vestidos muy modestamente.
¿Qué querrán, éstos?, se preguntó sorprendido.
El recibimiento de Filip Filipovich fue muy poco cordial. De pie junto a su escritorio parecía un general observando al enemigo. Las aletas de su nariz aquilina estaban dilatadas. Los recién llegados hollaban la alfombra.
—Si hemos venido a verlo, profesor —empezó a explicar el que tenía en la cabeza una mata de cabellos abundantes y ondulados de unos treinta centímetros de espesor por lo menos—, es por el motivo siguiente...
—Señores, hacen mal de pasear sin galochas con semejante tiempo —los interrumpió suavemente Filip Filipovich—. Primero, van a pescar un enfriamiento; segundo, ensucian mis alfombras. Y todas son alfombras de Oriente.
El melenudo calló y el cuarteto, en conjunto, se puso a observar con extrañeza a Filip Filipovich. El silencio se prolongó algunos segundos y fue el profesor quien lo quebró tamborileando con sus dedos en una bandeja de madera pintada sobre su escritorio.
—En primer lugar no somos señores —terminó por articular el más joven, cuya tez hacía pensar en un durazno.
—En segundo lugar —cortó Filip Filipovich— ¿es usted un hombre o una mujer?
Los cuatro volvieron a callar, boquiabiertos. Esta vez fue el melenudo quien reaccionó.
—¿Y qué diferencia hay, camarada? —exclamó con soberbia.
—Soy una mujer —reconoció el durazno con campera de cuero, ruborizándose de pronto violentamente. Tras ella, otro de los intrusos, un rubiecito que usaba gorro de piel, se ruborizó también sin razón aparente.
—En ese caso, puede quedarse con la gorra puesta; en cuanto a usted, mi Apreciado Señor, le ruego que se quite la suya —expresó Filip Filipovich con tono grave.
—Yo no soy su Apreciado Señor —repuso vivazmente el rubiecito, quitándose el gorro.
—Si nosotros vinimos a verle, profesor —reanudó el melenudo— es...
—Ante todo, ¿quién es "nosotros"?
—Nosotros es el nuevo comité de administración del edificio —precisó el melenudo, conteniendo su ira—. Yo soy Schwonder, ella es Viazemskaia y éstos son los camaradas Petrushkin y Charovkian. Por lo tanto, nosotros.
—¿Ustedes son quienes ocuparon el departamento de Fiodor Pavlovich Sablin?
—Somos nosotros —respondió Schwonder.
—¡Dios mío! ¡La casa Kalabukov se acabó! —exclamó desesperado Filip Filipovich juntando las manos.
—¿Qué, profesor? ¿Le da risa?
—¿Quién habla aquí de reír? Estoy completamente desesperado. ¿Y que pasará ahora con la calefacción central?
—¿Se burla de nosotros, profesor Preobrajenski?
—¿Qué motivos los han traído a mi casa? Hablen pronto, estoy a punto de cenar.
—Nosotros somos el comité de administración del edificio —repuso con odio Schwonder— y venimos a verlo a raíz de la asamblea general de los inquilinos, en la cual se planteó la redistribución racional de los departamentos...
—¿Quién planteó qué? —rugió Filip Filipovich—. Exprese su pensamiento con mayor claridad.
—Se planteó el problema de la redistribución racional.
—¡Basta! Comprendí. ¿Saben ustedes que en virtud de un decreto del 12 de agosto de este año, mi departamento queda eximido de toda nueva ocupación o redistribución racional?
—Lo sabemos —respondió Schwonder—, pero después de un detenido examen, la asamblea general llegó a la conclusión de que, al fin de cuentas, usted ocupa una superficie excesiva. Netamente excesiva. Para usted solo utiliza siete habitaciones.
—Vivo y trabajo yo solo en siete habitaciones —respondió Filip Filipovich— y quisiera tener una más. Necesitaría una biblioteca.
El cuarteto permaneció mudo.
—¡Otra más! ¡Ea, ea! —exclamó por fin el rubiecito que se había quitado la gorra— ¿Y eso es todo?
—¡Increíble! —gritó el adolescente que había resultado ser una adolescente.
—Tengo una sala de espera que, como pueden ver, es también biblioteca; con el comedor y mi consultorio, son tres; la sala de curaciones, cuatro; la sala de operaciones, cinco; mi dormitorio, seis y la habitación de servicio, siete. Finalmente, todavía me siento apretado... Pero dejémoslo, no es grave. Mi departamento queda exento de redistribución racional y basta de discutir. ¿Puedo ir a cenar?
—Perdone, dijo el cuarto, que parecía un enorme escarabajo, pero es precisamente del comedor y de la sala de curaciones que venimos a hablarle. La asamblea general le solicita que, en nombre de la disciplina proletaria, renuncie al comedor.
—Ni siquiera Isadora Duncan —agregó la mujer con voz chillona.
Filip Filipovich cuyo rostro se había encendido con un tinte purpúreo, no emitió el menor sonido, esperando lo que habría de seguir, como si presintiese algún acontecimiento.
—En cuanto a la sala de curaciones —continuó Schwonder— la puede juntar muy bien con el consultorio.
—¡Ah! —dijo Filip Filipovich, con voz extraña— ¿Y dónde tomaría mis comidas?
—En el dormitorio —respondió a coro el cuarteto.
El tinte purpúreo del rostro de Filipovich se había vuelto grisáceo y empezó a hablar con voz ligeramente ahogada:
—Tomar mis comidas en el dormitorio, leer en la sala de curaciones, vestirme en la sala de espera, operar en la habitación de servicio y hacer los análisis en el comedor... Es muy posible que Isadora Duncan lo haga. Quizá se vista en su gabinete privado y haga disección de conejos en el cuarto de baño. Tal vez. ¡Pero yo no soy Isadora Duncan! (De pronto lanzó un rugido y del tinte grisáceo pasó al amarillo.) Seguiré comiendo en el comedor y operando en la sala de operaciones. Transmítanselo a la asamblea general. Y les ruego humildemente volver a sus ocupaciones y dejarme la posibilidad de tomar mis comidas en el lugar donde las toman las personas normales, es decir, en el comedor, no en el vestíbulo o en el cuarto de los niños.
—En tales circunstancias, profesor, y teniendo en cuenta su obstinada oposición —dijo Schwonder muy agitado—, nos veremos obligados a elevar una queja contra usted ante nuestros superiores.
—¿Ah, con qué así es la cosa? —La voz de Filip Filipovich adquirió un tono de temible cortesía—. Aguarden un momento, por favor.
"Este es un hombre", pensó el perro con entusiasmo; "realmente, es mi tipo. ¿Qué les pasará, a ésos,? ¡Ni pensarlo! Todavía no lo sé, pero tendrán su merecido... ¡Dale! Ah, si pudiese prenderme de ese gran pelele, morderle los tendones de la pantorrilla... Grrr... Grrr..."
Filip Filipovich había tomado el auricular del teléfono y comenzaba a hablar:
—Por favor... Sí, se lo agradezco. Quisiera comunicarme con Piotr Alexandrovich, por favor. El profesor Preobrajenski... ¿Piotr Alexandrovich? Me alegro mucho de oírlo. Muy bien, muchas gracias... Piotr Alexandrovich, su operación queda anulada. ¿Qué? Pues... Anulada, suprimida... Bueno, como todas las otras operaciones, además. He aquí la razón: suspendo todas mis tareas en Moscú y en Rusia en general... Hace un momento, cuatro personas, entre las cuales hay una mujer vestida de hombre, vinieron a mi casa; dos de ellas tenían revólveres y trataron de aterrorizarme con el objeto de apoderarse de mi departamento.