—¿Cuándo murió? —preguntó a gritos.
—Hace tres horas —respondió Bormental. Con el sombrero cubierto de nieve todavía puesto en la cabeza empezaba a abrir la valija.
"¿Quién murió"?, se preguntó el perro, enfurruñado y de mal humor, refugiándose entre las piernas del profesor. "No soporto a la gente que se agita".
—¡Sal de ahí! ¡Vamos, rápido!
Filip Filipovich se desgañitaba en gritos hacia todas las direcciones, hacía sonar todas las campanillas —al menos así le pareció al perro. Apareció Zina.
—¡Zina! Dile a Daría Petrovna que tome nota de las llamadas telefónicas, hoy no recibo a nadie. Te necesito. ¡Doctor Bormental, se lo suplico, más de prisa, más de prisa!
"Esto no me gusta nada, absolutamente nada." Bola se amoscó, como ofendido, y fue a vagar por el departamento mientras todo el alboroto se concentraba en la sala de curaciones. De pronto Zina apareció vestida con un guardapolvo que parecía una mortaja y echó a correr de la sala de curaciones a la cocina y viceversa.
"Después de todo, podría irme a comer. Que se las arreglen", pensó el perro. Pero lo esperaba una sorpresa.
—No le den nada a Bola —ordenó una voz que venía de la sala de curaciones.
—¿Cómo lo vigilaremos?
—¡Enciérrenlo!
Y lo encerraron en el cuarto de baño. "Brutos", pensó, sentado en la penumbra del cuarto de baño, “esto es sencillamente una idiotez”. Y pasó un cuarto de hora en un extraño estado de ánimo, vacilando entre la ira y el abatimiento; todo le parecía gris, confuso... "Muy bien, ya verá mañana lo que haré con sus galochas, querido Filip Filipovich; ya tuvo que comprar dos pares, comprará otro par más. Para que aprenda a encerrarme."
Pero de pronto un pensamiento furioso le atravesó el espíritu; le volvió a la memoria un fragmento de su primera infancia: un inmenso patio soleado cerca de la barrera Preobrajenski, el sol que se reflejaba en las botellas, trozos de ladrillo, perros en libertad.
'No, ninguna especie de libertad podría sacarme de aquí. ¿Qué gano con mentirme?" pensó el animal, resoplando. "Adquirí mis costumbres. Soy el perro de un señor, una criatura inteligente, conocí la buena vida. Además, ¿qué es la libertad? Un humo, un espejismo, una ficción... Un delirio de esos funestos demócratas." Luego la penumbra del cuarto de baño se le tornó siniestra; se arrojó contra la puerta y se puso a rasparla, gimiendo.
—¡Whuuuuuuuu!
Sus aullidos repercutían en todo el departamento, como dentro de un tonel.
"Volveré a destrozar la lechuza", pensó, lleno de rabia impotente. Las fuerzas lo abandonaron y se acostó. Súbitamente volvió a levantarse con todo el pelo erizado: le había parecido ver horribles ojos de lobo en la bañera.
Su angustia había llegado al paroxismo, cuando se abrió la puerta. Salió sacudiéndose y trató, de mala gana, de ir a refugiarse en la cocina; pero Zina lo tomó con mano firme por el collar y lo llevó arrastrándolo hasta la sala de curaciones. Sus patas resbalaban sobre el piso encerado.
“¿Qué quieren de mí?”, se preguntó sospechando algo. "Mi flanco está curado. No entiendo más nada."
Al llegar a la sala de curaciones lo invadió una inexplicable angustia. Inmediatamente lo impresionó la violencia de la luz: el globo blanco del cielorraso arrojaba una claridad que hería la vista. En medio de este deslumbramiento de blancura, un gran sacerdote tarareaba entre dientes algo acerca de las orillas sagradas del Nilo. Sólo un leve olor permitía reconocer en él a Filip Filipovich. Sus cabellos entrecanos y muy cortos estaban recubiertos por un gorro blanco que se asemejaba a la cofia de un patriarca. El dios vestía íntegramente de blanco, excepto un delantalcito de goma, atado sobre su ropa. Llevaba guantes negros en las manos. El mordido también tenía un gorro blanco. La gran mesa, totalmente abierta, estaba flanqueada por una mesita cuadrada montada sobre un pie brillante.
En ese instante Bola concibió un odio profundo por el mordido. Sus ojos, sobre todo, lo horrorizaron: habitualmente francos y audaces, rehuían ahora la mirada del perro. Eran intranquilos, falsos y ocultaban en el fondo algo malo, siniestro, por no decir francamente criminal.
—El collar, Zina —pronunció en voz baja Filip Filipovich— pero no lo asustes.
Los ojos de Zina se volvieron inmediatamente tan cautelosos como los del mordido. Se acercó al perro y lo acarició con manifiesta hipocresía. Este la observó con tristeza y desprecio. "Claro, ustedes son tres... Si quieren, podrán dominarme. Pero deberían tener vergüenza. Si tan sólo supiera yo lo que quieren hacerme..." Zina desabrochó el collar; Bola movió la cabeza y se sacudió. El mordido se acercó, precedido por un olor que provocaba deseos de vomitar. "Pfú, que porquería... ¿Pero a qué viene esta angustia esta aflicción?", pensó retrocediendo frente al mordido.
—Más rápido, doctor —dijo Filip Filipovich con impaciencia.
Un fuerte olor dulzón flotaba en la habitación. Sin dejar de espiar al animal con sus ojos malvados, el mordido adelantó de pronto la mano derecha que hasta ese momento había tenido oculta detrás de la espalda y aplastó contra el hocico de Bola un tapón de algodón húmedo.
La sorpresa paralizó al perro, cuya cabeza comenzaba a perder la noción de las cosas que lo rodeaban, pero todavía logró echarse hacia atrás. El mordido saltó tras él y le cubrió totalmente el hocico con el tapón. Bola sintió que le faltaba el aliento, aunque consiguió zafarse una vez más. "Canalla ", pensó fugazmente. "¿Por qué?" Volvieron a atraparlo enseguida. De pronto vio surgir en medio de la habitación un lago con botes llenos de alegres remeros, increíbles perros rosados. Las piernas, como privadas de huesos, se le aflojaron.
—¡Sobre la mesa!
La voz alegre de Filip Filipovich tronaba palabras surgidas quién sabe de donde, que estallaban en chorros color naranja. El miedo desapareció, reemplazado por alegría. Durante uno o dos segundos, Bola, que se sentía hundirse, amó al mordido. Y el mundo entero osciló invirtiéndose. Sintió aún una mano fría pero agradable que se le deslizaba bajo el vientre. Finalmente, nada más.
* * *
Permanecía tendido sobre la angosta mesa de operaciones y su cabeza inerte se bamboleaba sobre la almohada recubierta por un hule. Tenía el vientre afeitado y la máquina manejada por el doctor Bormental, jadeante y apresurado, atacaba ahora la pelambre de la cabeza. Con las palmas apoyadas en el reborde de la mesa, los ojos tan brillantes como la montura de oro de sus anteojos, Filip Filipovich seguía la operación y comentaba con voz emocionada:
—Iván Arnoldovich, el momento más delicado será cuando yo llegue a la silla turca. Usted tendrá que presentarme inmediatamente la hipófisis y empezar a coser. Si se declarase una hemorragia, habremos perdido nuestro tiempo y el perro a la vez. No existiría manera de salvarlo.
Filip Filipovich calló un instante, parpadeó y agregó, lanzando una mirada casi burlona sobre el ojo medio cerrado del animal:
—Sin embargo, me da pena, ¿Sabe? Había terminado por acostumbrarme a él.
Y con estas palabras levantó las manos como para bendecir la penosa proeza del infeliz animal: no quería que el menor grano de polvo viniese a manchar la goma negra de sus guantes.
Bajo la pelambre afeitada apareció el pellejo blancuzco. Bormental soltó la máquina y se armó de una navaja. Enjabonó el pequeño cráneo indefenso y se dispuso a dar el toque final a su obra. El pellejo crujía bajo el filo de la hoja y en algunos sitios brotaba un poco de sangre. Una vez terminada su tarea, el mordido limpió, con un taponcito de algodón empapado en un desinfectante, la cabeza y el vientre desnudo del perro. Finalmente anunció, jadeante:
—Está listo.