El representante fue un día a ver a Prudencia a su casa. A ella le extrañó mucho porque ni siquiera fue a verla cuando la caída en la bañera y más le extrañó cuando le preguntó así, a bocajarro, cómo podía ella aguantar la situación que estaban viviendo. Prudencia no entendía nada.

El marido de su suegra siempre evitaba mirarla a los ojos y aquella vez se le encaró de tal manera que fue Prudencia la que apartó la vista.

Él le decía que estaba dispuesto a separarse si continuaban así y que no le extrañaba nada que el primer marido de su mujer hubiera salido corriendo a pesar de ser el padre de su hijo, o precisamente por eso. Prudencia estaba cada vez más intrigada de adónde iba a llegar y le escuchaba la pobre sin decir nada. El representante se puso a llorar y Prudencia no sabía qué hacer. Le enterneció esa muestra de debilidad en un hombre. Intentaba consolarle mientras él gemía y se lamentaba por no tener valor. Tu suegro sí, el otro. Si yo tuviera valor. ¿Cómo puedo aguantarlo, Prudencia? Y Prudencia se preguntó cómo podía aguantarlo ella y sintió lástima de sí misma y rabia de él, porque no hay nada peor que ver en los demás los defectos propios. El representante seguía llorando como un niño. Ya sé que tú lo sabes y te haces la sueca. Ahí se sintió Prudencia muy ofendida y muy humillada y echó de casa al marido de su suegra y le gritó que no se metiera más en su vida.

Pero cuando él se marchó, ella se quedó más sola que nunca.