Hay huidas que exigen un lugar donde esconderse. Federico Celada y Andrea Rollán lo encontraron en el salón VIP. Habían logrado escapar de las entrevistas, de los focos; de los cinéfilos; de los aficionados que se cuelan en los estrenos con su guión bajo el brazo; de los compañeros de profesión que no soportan el éxito ajeno, de los que se sienten agredidos por el aplauso que no les pertenece, de los que culpan al mundo de que su teléfono deje de sonar; de los que saben venderse bien, productores y directores que se acercan buscando trabajo. Habían escapado de los críticos, que siempre van juntos, que tienen por costumbre no saludar, que apenas se les ve, que son la distancia, del temor que provoca su pretendida imparcialidad. Y escaparon también de los grupos de «entendidos» que se forman en las fiestas, y que aspiran, todos y cada uno, a incorporar a una estrella en su centro.

Federico y Andrea habían logrado alejar la necesidad de huir rodeándose de gente normal, protegiéndose con la normalidad de los amigos íntimos que no se acercan al glamour para que les ilumine su brillo. Esperaban en el reservado, junto a los componentes del equipo de rodaje, a que pasara un tiempo prudencial para marcharse sin que se advirtiera que se habían ido. Andrea vio entrar a Ulises y le ofreció una copa:

—Hemos organizado una fiesta en la playa. ¿Quieres venir?

—¿En la playa?

—Sí. Federico ha traído música de Fez. Extenderemos una gran alfombra y miraremos las estrellas.

—Una alfombra mágica para una noche de las mil y una. La estrella de celuloide volará en una alfombra mirando las estrellas de verdad. ¿Necesitas otra película, Andrea?