Conservas un recuerdo claro del día del entierro, que se oscurece en la mirada de Matilde, o en la del Modigliani que ella enmarcó para ti, y que te mira sin verte. Cuánta inquietud en un rostro que siempre te había parecido sereno. Cuántas preguntas. Y quieres contestarlas ahora, cuando sabes que ya es tarde.

Ulises caminaba en el cementerio unos pasos por delante de ti. Abatido miraba hacia el suelo. Qué había visto Matilde en esa apariencia tosca, en su fisonomía vulgar. Qué vio en sus ojos pequeños, hundidos y achinados sobre su nariz negroide. Qué vio. En sus manos grandes. En sus dedos anchos y cortos, quizá torpes. Qué vio. Le observas, él saca de su bolsillo un pañuelo. Y tú sigues buscando una respuesta.

No puedes acusar a Matilde de traición. Te dejó una carta, la que reposa en tu escritorio. La carta que tocas mientras miras el cuadro, la que te niegas a leer de nuevo para evitar los sentimientos que te provocó la primera vez que la leíste.

Querido Adrián; hubieras deseado quedarte con eso, Querido Adrián: querido, pero sabes que es mera fórmula. Hemos tenido tiempo suficiente para conocernos, y nunca nos hemos conocido, tú te habías enamorado de ella sin conocerla, desde el mismo instante en que la viste, hermosa. La amaste porque era hermosa. No habías necesitado conocerla para amarla. Durante el tiempo que hemos estado juntos, era una despedida, lo supiste en el momento en que te entregó el sobre y te pidió que lo abrieses cuando ella no estuviera presente, he vivido a tu lado, pero no contigo. No quiero buscar un culpable, yo pensaba que amarte era estar a tu lado, tú me amabas para tenerme junto a ti, ¿y no era eso amor?, ¿no se había quejado siempre Matilde cuando tú le anunciabas una ausencia por motivos de trabajo?, ¿qué quería decir?, eso ya no me vale, y ahora te desprecio, por no haberme amado más allá, y me desprecio a mí misma, por no haber comprendido antes lo que buscabas en mí: complacencia. Te desprecio, seguías sin entender nada, ¿complacencia?, Matilde siempre había estado dispuesta a complacerte, He reconocido tu disfraz, y el mío. Los disfraces sirven para confundir a los demás, pero deben engañarnos también a nosotros si quieren ser eficaces. Yo ya no me engaño. Nuestro amor ha sido siempre una palabra, un sonido que se pierde en el aire. Pero qué clase de carta te había escrito Matilde. Esta mujer ha leído demasiado últimamente, y no está preparada. Te desprecio, y por eso debo marcharme, porque me avergüenzo ante ti.

Matilde

Recuerdas la furia con la que arrugaste el papel. Cómo podía despreciarte Matilde. Cómo podía escribir así. Cómo podía decirte adiós de aquella manera. Cómo pudo entregarte la carta después de hacer las maletas ante tus ojos atónitos, separando sus cosas de las tuyas, justo después de asistir a un entierro. Cómo pudo hacerlo.

—Léela cuando me haya ido, por favor —te dijo, y cargó con una sola maleta, la suya.

Bajaste las escaleras con el papel apretado entre tus dedos. Necesitabas una explicación. Tenías derecho a una explicación. Exigirías una explicación. Bajaste las escaleras corriendo.

Matilde había subido ya al deportivo rojo de Ulises, te vio llegar con la carta en la mano. Dejó la portezuela abierta al verte avanzar hacia ella. Su mirada dirigida hacia el papel arrugado hizo que te encontraras más vulnerable que nunca, te llevó a detenerte, a que te sintieras descubierto, y al instante, te quedaste clavado, miraste a Ulises, y guardaste deprisa la carta en el bolsillo de tu chaqueta, como quien esconde una herida inconfesable. Y ella cerró la puerta.

Venciste tu parálisis y te acercaste a Matilde:

—Tenemos que hablar.

—No. Ya no —te dijo, acariciando la gata de Aisha.

QUINTA PARTE

Un tiempo agoniza y desde el alba

unos corceles desbocados

esbozan la imagen antigua

de mis amigos perdidos

en las riberas desoladas,

en el confín de los desiertos.

ADONIS