Las ventanas abiertas. La brisa despertó a Blanca. Tenía frío. Se arropó con la colcha abandonada en el suelo y arropó a José. No pudo volver a dormir. No recuperaba el calor. Se abrazaba al cuerpo dormido y pensaba en la insensatez. Hay demonios que dejan de serlo. Entregarlo todo. Perderlo todo. Se levantó sin hacer ruido. Miró a José. Conocer al enemigo no era necesario, podría ser el principio de su propia derrota. Mejor huir. Buscó su vestido verde y lo encontró arrugado en el suelo. Se agachó, lo miró como quien se mira una herida, y se quedó en silencio y quieta, examinándolo. Así permaneció, inclinada sobre su vestido sin tocarlo, hasta que advirtió que José la miraba.

—Tengo que irme —dijo de espaldas a José, cubriéndose con su vestido.

—¿Por qué? —él se incorporó.

—Tengo que irme.

Comenzó a vestirse ante la mirada perpleja de José.

—¡Por favor! —le rogó desde la cama.

—Tengo que irme —ella pudo mirarle a los ojos—. Tengo que irme —corrió hacia la puerta.

José la dejó marchar sintiendo que la perdía. Te quiero, balbuceó, cuando Blanca ya se había ido.

Creer que el tiempo todo lo cura es negar las enfermedades crónicas. José no creía en los poderes mágicos del tiempo. Sabía que el amor tiene sus exigencias, tendría que soportar su dolor. Algún día, cuando vuelva a encontrarla, le dirá que la quiso.

Desnudo, como lo había dejado Blanca, apoyó la frente en la puerta cerrada. Se miró el pecho, los brazos, el sexo. Reconocerse en su dolor. Acercó sus manos a la nariz. Hueles a ti. Olerse. Regresó a la cama para buscar su propio olor, no el de ella, que lo llevaba dentro.

Era domingo, y julio.