En el sofá, sentada con un cojín sobre su regazo, Blanca parecía armada de un escudo. José se sentó a su lado. Ella se retiró al extremo del sofá, aferrada al cojín como si temiera caer, como si quisiera protegerlo, protegerse. Se hundió en el asiento marcando distancia.

—¿Por qué has desaparecido? —le preguntó José.

—No he desaparecido, estoy aquí.

José no sabía si acercarse a ella. Cruzó las piernas y apoyó un brazo sobre el respaldo del asiento. Con la mano le tocaba el pelo. Blanca abrazaba el cojín.

—Ven aquí. No necesitas protegerte con esto —le quitó el cojín—. No tienes por qué tenerme miedo.

—Ya te lo dije: no quiero otro demonio —contestó ella cruzando los brazos sobre el pecho.

—Te demostraré que hay demonios que dejan de serlo.

Se acercó a besarla y Blanca retiró la boca. No, le dijo. Se levantó del sofá. José la siguió. Se colocó a su espalda y rozó su oído con los labios. Blanca se estremeció. No. No. Casi un gemido. Iba a dar un paso hacia delante. José la inmovilizó con los brazos. Sus manos en las de ella cruzadas sobre el pecho. No, no.

—Así te besé por primera vez. ¿Te acuerdas?

La giró hacia sí y la besó. La ternura de José en sus labios. Se conmovió. Blanca dejó que su ternura le alcanzara en la boca. Volvió a estremecerse. Quiso retirarse. Decir no otra vez, no. No. No. José se aferró a ella.

—No tengas miedo —dijo.

Blanca cedió a su estremecimiento, lo paladeó mientras se convertía en excitación. Entreabrió la boca a la boca de José. Le besó. Se rindió. Todo su cuerpo le besaba. Era de noche. Era julio. Hacía calor. Se entregó. Se abandonó al deseo. Los dos se abandonaron al deseo.

—Blanca, eres la mezcla de todas las cosas que me gustan.

Los cuerpos se reconocieron. Se atraparon. El sudor de uno resbalaba en el otro.

Después de hacer el amor, se ducharon juntos. José enjabonó a Blanca. La secó envolviéndola en una manta de baño. La cogió en brazos y la llevó al comedor. La sentó en una silla frente a la mesa. La cena estaba preparada.

—Ahora sí voy a cuidarte —dijo.

—Ahora yo sé cuidarme sola —le contestó Blanca.

Cenaron desnudos. Sentados el uno al lado del otro. Se miraban. Se tocaban. Se besaban. Se reían. Se reían. Se reían. Volvieron a hacer el amor. Volvieron a ducharse juntos. José volvió a secar a Blanca. La cogió de nuevo en brazos, y la llevó a la cama.

—Me encanta tu olor —dijo Blanca ovillándose en el hueco del hombro de José.

—¿A qué huele? —él la abrazó esperando la respuesta que ya sabía, la que deseaba escuchar.

—A ti.

Y se durmieron juntos. Abrazados. Unidos. Pegados.