Un barco de vela atravesaba la llanura verde. Al fondo, un molino de viento de grandes aspas aumentaba en Blanca la impresión de cruzar una postal. Holanda. Peter conducía y Blanca se dejaba llevar. Regresar a Hamburgo. Recuerdos de Ulrike. Besos de José.

—Estás muy callada.

—Sí.

—¿Has visto ese barco? Parece navegar sobre la hierba.

—Sí, lo estaba mirando, es extraño.

—Va por un canal, la distancia produce ese efecto —añadió Peter, tratando de sacar un tema de conversación—. ¿Ves?

—Me encantan las casas —dijo Blanca por hablar—, con los visillos tapando sólo la mitad de las ventanas, creo que es una costumbre protestante, para demostrar que no tienen nada que ocultar. Son enormes las ventanas.

—Sí, y fíjate, al fondo tienen otro ventanal, para que entre luz por la mañana y por la tarde.

Peter también forzaba la conversación, sabía que algo le pasaba a Blanca cuando había que rescatarla de su mutismo.

Blanca seguía en silencio. Los besos de José. Le diría a Peter que había conocido a José. Se mordía el nudillo del dedo. Se lo diría en Hamburgo. Volver a Hamburgo, allí le pidió Ulrike que cuidara de Peter. Va a necesitarte, le dijo. Volvían los besos de José. No, no le diría nada.

—¿Qué piensas?

Pregunta inoportuna. A Blanca le molestó que Peter intentara colarse en sus pensamientos.

—No, nada. Es Carmela, me he venido preocupada.

Primer error. Peter tenía celos, inconfesados, de Carmela. No entendía la relación entre las dos hermanas, esa necesidad mutua, esa unión matemática y exacta que hacía que una no pudiera ser sin las dos. Carmela se acababa de separar de su marido y se había ido a vivir con Blanca, ahora más que nunca, esa unión era un adversario.

—La podías haber traído.

Blanca conocía bien a Peter. Lo había dicho por decir. El tono era impertinente, la frase era impertinente. Le miró con rabia.

Recorrían Holanda juntos, pero solos; a partir de ese momento, encontraron siempre un motivo nuevo de discusión. Blanca contaba los días para llegar a Hamburgo. Se reconocía culpable de haber provocado una situación que se volvía más tensa a cada paso. Intentaba arreglarlo, pero le exasperaba la tozudez de Peter, su incapacidad de reacción para ponerse en el lado contrario. Si estaba enfadado estaba enfadado, y lo negro era aún más negro. Blanca se estrellaba contra su visión pesimista del mundo, le aburría el aspecto negativo que atribuía a cuanto le rodeaba. Nunca se encolerizaba, pero poseía la facultad de encolerizar a Blanca. Juez de mis actos, implacable, inconmovible, sordo a las ideas de los demás. Oyes pero no escuchas, interpretas, juzgas, y sólo queda reconocer tu juicio y acatar tu condena. La verdad te llena la boca. El otro no existe. Estás tan lleno de ti mismo que te sales, rebosas. También le reprochaba su frialdad. Él le replicaba que la crisis de los cuarenta le estaba afectando demasiado, y la atacaba diciendo que, cuando se enfadaba así, no era ella misma, hablaba a través de un alter ego: su hermana Carmela.

Blanca deseaba llegar a Hamburgo, volver a ver a Heiner, a Maren, a Curt, pero para ir a Alemania había que atravesar antes Holanda. Recorría Amsterdam sin mirar la ciudad, Blanca miraba a la gente. Temía encontrar a José.

—Parece como si estuvieras buscando a alguien —le dijo Peter ante un organillo, en el puente hacia la Estación Central.

—No es a ti —contestó Blanca—. Tú y yo estamos muy cerca, no necesito buscarte —se abrazó a él y le pidió a un turista que les hiciera una fotografía delante del organillo—. Podríamos estar siempre así —se apretó contra Peter y le sonrió—. ¿Ves qué cerca estamos?

—A unos ochenta centímetros —contestó, y se separó de ella una vez que les hubieron hecho la fotografía.

Blanca no entendía nada. Para qué le había pedido que fuera a Amsterdam, por qué esa lejanía. No se daba cuenta de que Peter tampoco entendía nada. Él la había esperado. Ella había llegado ausente.

—Me estás castigando, ¿verdad? Estás aquí, pero no estás. ¿Has venido a demostrarme algo? ¿Crees que no te conozco? Estás callada todo el día, buscando algo entre la gente, y cuando hablas pretendes decirme que estamos muy cerca. Curioso, ¿no?

—He venido para estar cerca de ti.

—Pues yo creo que no.

Un día de sol, en La Haya, Blanca intentó una reconciliación.

—Imaginemos que el viaje empieza aquí, hoy, ahora —le dijo regalándole una flor—. Toma, para que veas que no es todo tan feo en el mundo.

Peter cogió otra flor y se la entregó a Blanca.

—Para que veas que tampoco es tan bonito como dices tú.

Blanca le miró extrañada. Se acercó la flor a la nariz y vio un insecto en su interior. Nunca supo si Peter escogió la flor porque tenía un insecto dentro, o había un insecto en la flor que escogió. Nunca se lo preguntó.