Habían pasado diez días desde la muerte de Ulrike. Diez días retrasaron el sepelio los trámites policiales y forenses. La burocracia. Diez días lloró la familia la ausencia de Ulrike, que aún tendría un regreso, un momentáneo y fugaz regreso, durante diez días la esperaron por última vez, la última y definitiva espera. Ulrike estaba en el Instituto Anatómico Forense y Peter seguía con la incertidumbre, qué le estarían haciendo. Sufría, en silencio, aún Blanca no le había visto llorar, tampoco a Curt. Maren deambulaba con un pañuelo siempre en la mano, sin saber qué hacer, mirando de cerca la sortija a cada momento, haciéndola girar en su dedo.

Heiner llamaba por teléfono dos o tres veces al día, o se acercaba a llevar comida, anfitrión en casa ajena, conocedor de secretos y rincones. Llevaba cuatro años compartiendo la vida de Ulrike, cuidando su jardín. No se habían casado. Nunca habían vivido juntos. Viudo sin título. Ulrike era el motivo de su vida, pidió permiso a Maren para seguir cuidando de su jardín y, por supuesto, Maren se lo concedió.

Heiner no quería asistir al entierro. Cocinó para que todos comieran al regreso del cementerio. Había llevado una gallina y los condimentos necesarios para hacer una sopa, también llevó la cacerola. La comida estaba hecha. Heiner salió de la cocina señalando el reloj.

—Faltan veinticinco minutos. Deberíais iros, no vaya a llegar ella antes que vosotros, no le gusta esperar.

Se acercó a Blanca, le tomó las manos. La ternura.

—¡Estoy solo! —exclamó, dejando escapar una lágrima. Una.

Blanca no supo de dónde había sacado esas palabras en español.

—Todavía nos hubiera dado tiempo de ir a Madrid —le dijo a Peter.

Durante los dos últimos años su obsesión fue reunir dinero suficiente para comprar un coche. Descargando camiones en el Mercado Central, y pagando su chantaje, no podía ahorrar mucho, aun así lo intentaba, lo conseguía, quería llevar a Ulrike a España.

—Su enfermedad le permitía viajar, y quería despedirse de ti. ¡Maldita nieve! —añadió, mirando por la ventana—. ¡Maldita!

Todos sintieron su congoja, y se apenaron por él.

Nevaba. La casa de Ulrike daba a un pequeño bosque. Las ardillas se distinguían sobre el blanco, juguetonas. Los árboles estaban cubiertos por completo, la nieve se había adherido incluso a los troncos, como el azúcar a un pastel.

—¡Maldita sea! —repitió Heiner, pensando que le habían robado el tiempo que le quedaba con Ulrike, culpando a la nieve. Creyendo que la muerte rondaba la esquina esperando a otro, que no pasó por allí, o tardó en pasar, y se llevó a Ulrike por llevarse a alguien.