Un hervidero de maletas. Abrazos. Despedidas. Lágrimas. Besos. Bienvenidas. El aeropuerto. A Blanca le encantaba esa ebullición. La alegría contagiosa ante el abrazo de dos amantes de los que nada se sabe. El regreso. La carrera del niño hacia su padre, que vuelve para alzarle más allá de los brazos. Los consejos de la madre al hijo que viaja solo por primera vez. A Blanca le fascinaba el viaje, el entusiasmo del que se va. Pero esta vez pensaba en Carmela.

—Son sólo tres semanas —dijo como pidiendo disculpas.

Mientras Carmela le contestaba, a Blanca se le abrieron los ojos con cara de sorpresa, o de espanto. Carmela miró hacia el mostrador, y ambas exclamaron: ¡José!

José oyó su nombre y giró hacia ellas.

—Hola —dijo Blanca tragando saliva.

José la miró a los ojos. Tardó en reaccionar.

—¡Vaya! ¡El mar! —contestó quedándose por un momento con la boca casi abierta. Movió la cabeza, la sacudió de un lado a otro para recuperarse de su estupor—. ¿Vas a Amsterdam?

—Te voy a presentar a mi hermana.

—Encantado. ¿Vais a Amsterdam?

—No. Sí. Es decir, yo, voy yo sola a Amsterdam —contestó Blanca en medio de un mal disimulado aturdimiento—. ¿Y tú?

—Yo también voy a Amsterdam, solo —José sonrió feliz. Acarició la cabeza de Blanca, y se inclinó hacia su oído—. Es difícil escapar de un avión —le dijo.

Les dieron asientos contiguos. Ventanilla para Blanca. Despegar mirando a tierra. Ver cómo el suelo se aleja. Desaparece. La sensación de huir, de levantarse, dejarlo todo atrás, abajo. El vuelo. Y el cielo azul.

Pero Blanca olvidó mirar por la ventanilla. Olvidó abrocharse el cinturón, saludar a la tripulación al entrar, sacar en el control la tarjeta de embarque, olvidó poner el bolso en la cinta. José sonreía, asistía enternecido a sus torpezas, indicándole lo que debía hacer.

—Ha sido una sorpresa encontrarte.

—Para mí sí que ha sido una sorpresa. Te busqué, y no te encontré. Y ahora te encuentro sin buscarte.

—¿Me buscaste?, ¿dónde?

—En El Retiro. Pero no importa, de aquí no te escapas.

—Me esperan en Amsterdam.

Algún día le dirá que al encontrarla le vino a la piel un estremecimiento, que en sus ojos recordó sus besos, y la inquietud con que la había buscado. Le dirá que no dejó de desearla desde entonces y que guarda su nota, «No quiero otro demonio», entre los versos de Hierro: «Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar». Le dirá que alguna vez, aun sin saberlo, había buscado su perfume en otras caricias, y sus caricias entre sus propias manos.

Sentado en un avión al lado de Blanca, intentaba explicarse por qué aquella mujer había conseguido desconcertarle. Siempre había sido él quien provocara la fascinación del deseo, le atraía el juego de la seducción, y jugaba. Esta vez no controlaba el juego. Blanca le había seducido, y se había marchado. Cómo era posible que, con un solo encuentro, él se sintiera tan lleno de ella. Le gustaría decirle Te quiero, en voz alta, para oírse a sí mismo al decirlo. Palabras que usó como redes para la cacería, no puede usarlas, ahora. Cuántas veces había dicho Te quiero, cuántas, a un amor de una noche, o de dos, o de años. Cuántas veces lo dijo porque se lo pidieron. A Blanca no se lo había dicho, ni ella se lo había pedido. Tampoco ella lo dijo nunca.

Me esperan en Amsterdam, ese «esperan», indeterminado, le colocaba en una situación de desventaja. No se atrevió a preguntar quién, no se arriesgó a que le diera nombre a ese «esperan».

José observaba los esfuerzos de Blanca por abrocharse el cinturón, sus manos pequeñas manipulando el cierre metálico. Los cabellos resbalando sobre su cara inclinada.

—Es al revés —le dijo—. Así —la ayudó.

—Gracias —Blanca sonrió.

José rodeó su cuello con la mano y la besó. Blanca se dejó besar sin responder al beso. Separó sus bocas y reclinó la cabeza en el hombro de José.

—Me gusta tu olor —dijo levantando la nariz hacia su cuello.

—¿A qué huele?

—A ti.

—Estaré en Amsterdam una semana —dijo esperando que Blanca propusiera una cita.

—Voy de paso para Hamburgo, me recogen en coche.

—Podría raptarte.

—No, no podrías.

José estaba desconcertado. Intuía que Blanca no quería hablar de lo que habían sentido juntos y no quiso preguntar. Por qué había huido después de hacer el amor de aquella manera, apasionada, excesiva, sin pudor, con la confianza que da el desconocimiento. Sintió con ella lo que antes nunca había sentido: la emoción de la primera vez, junto al temor de que fuera la última, placer y dolor tan ligados que no supo diferenciarlos. Ella no quería hablar, pero José estaba seguro de haber compartido con Blanca sus propias emociones, quizá no quería recordarlo. La sentía a la vez muy cerca de él y muy lejana.

—¡Mira, San Sebastián! El avión se ha inclinado para que veamos San Sebastián. Es la primera vez que la veo —gritó Blanca emocionada.

—Eres tan pequeña, me gustaría cuidarte —dijo José tocándole el pelo.

Blanca tomó la mano que la acariciaba, la retiró de su cabeza y la besó en la palma. Dio la espalda a José y miró por la ventanilla.

—Yo ya tengo quien me cuide —susurró.

José la tomó por los hombros y la volvió hacia sí. Se acercó a su boca. Blanca respondió al beso. Fue un vuelo de silencios, y de palabras necesarias. Callaron y se besaron.

Al tomar tierra, Blanca miró a José.

—Nos despediremos aquí.

—De acuerdo —José comprendió—. ¿Te veré en Madrid?

—Te llamaré cuando vuelva, dentro de tres o cuatro semanas.

Se besaron más. Se abrazaron más.

Peter la esperaba en el aeropuerto detrás del cristal. José había recogido su maleta y se marchaba mirando hacia Blanca. Ella levantó la mano para saludar a Peter al mismo tiempo que José pasaba por delante de él. Al otro lado del cristal, Peter le decía hola, José le decía adiós, al unísono, ignorando los dos la presencia del otro. Blanca sonreía a ambos agitando la mano.