—Los gitanos son primores, los gitanos son primores y le hacen a la Joaquina en el pelo caracoles, ole, ole y ole y ole.

El alboroto aumentó con el ritmo de un zapateo. Alguna de las criadas estaría bailando las coplas de Marciano. Lo más probable es que fuera Joaquina. Y nadie le ordenaba volver a sus quehaceres. Isidora entró en ese momento en el dormitorio, con una jarra de agua tibia, una pastilla de jabón, una esponja y una toalla.

—Diles que estamos de luto, Isidora.

—¿A quién?

—A Marciano, y a la que esté bailando con él.

—Ande, señorita, que ha quedado usted traspuesta y se está soñando.

—La del taconeo será Joaquina. Y le tenía mucho cariño a Felisa, pero es incapaz de dejar quietos los pies cuando Marciano canta un fandango.

—Aquí todos la queríamos bien, señorita Aurora. Despierte, que la duermevela hace verdades con lo que uno se sueña. Ande, venga conmigo a la jofaina que la voy a asear.

La enferma abrió los ojos. Isidora se acercaba a ella.

—No se escucha nada, ¿lo ve? Quién iba a tener ganas de murga habiendo pasado lo que ha pasado. Que Dios la tenga en su gloria. Ande, señorita, que traigo agüina muy rica que la va a despejar.

Sin dejar de hablarle, Isidora la tomó por los hombros para incorporarla y la ayudó a levantarse de la hamaca.

—Del caño de abajo me la he subido esta mañana, que ayer la del pozo andaba turbia. La he calentado al sol en una tina. Y por dos veces la he colado, una al llenar el cántaro y otra luego después en el aguamanil, por si un acaso alguna sanguijuela se me hubiera escapado. Ande, haga una poca de fuerza, que la voy a quedar a usted la mar de fresquita antes que se siente otra vez ahí y le arregle la alcoba.

La enferma se dejó lavar y peinar. Isidora le cambió el camisón y la bata; la roció con agua de colonia de aroma a limón, la sentó en la mecedora y le acarició las mejillas.

—Déjese ya ese extravío, que de tanto buscara la Felisa allí enfrente acabará por encontrarla, y no habría de verla nunca más. No se deje a la pena, criatura, y rece por ella, que la pena sola no le vale a las ánimas.

De nada servían las palabras. Isidora arregló el dormitorio en silencio. Barrió y limpió el polvo. Antes de terminar de fregar el suelo, notó cómo la enferma retiraba la mirada del pórtico, giraba la cabeza y prestaba oídos a unos pasos que se acercaban.

—¿Qué hora es, Isidora?

—Dieron las diez.

—¿De la mañana?

—Claro, de la mañana.

—¡Qué raro!

Isidora iba a preguntarle qué le parecía raro, cuando vio los zapatos de la señora y los del señorito, a los que no había oído entrar. Alzó la vista del suelo. Iban con el médico. Los tres con la preocupación marcándoles el rostro.

—Deja eso, Isidora. Y sal, ya te avisaré cuando puedas volver.

—Como usted mande, señora.

Doña Carmen esperó a que la sirvienta abandonara la habitación antes de tomar la palabra.

—Aurora, el doctor Palacios viene a despedirse.

—¿Qué?

—Sí, hija.

La madre le acarició el pelo, se inclinó para besarle la frente y le cogió la mano.

—No te asustes, a nosotros no nos va a pasar nada. No hay por qué tener miedo.

—Miedo, ¿de qué, mamá?

Le hablaba a ella, pero miraba a su padre. Y éste, a su vez, se dirigió a su hija mirando a su mujer.

—Tu madre tiene razón. No nos pasará nada. En poco tiempo, todo volverá a ser como antes. Por fin alguien tiene redaños. Por fin.

—Papá, ¿qué pasa?

—Se ha sublevado el ejército.

—¿Y eso qué tiene que ver con Andrés?

El médico pidió a los Albuera que le dejaran a solas con la enferma. Ellos se consultaron uno al otro con la mirada, desconcertados.

—Se lo ruego, es sólo un instante.

Al cabo de un momento, salieron los dos al pasillo sin pronunciar palabra. Una vez fuera de la habitación, la madre comenzó a murmurar.

—¿Quién nos iba a decir que el doctor Palacios estuviera con la República?

—Calla, que te puede oír.

15

«Queridísimo padre, amadísima madre: Me alegrará que a la llegada de ésta se encuentren bien, yo quedo bien gracias a Dios.

La presente es para contestar a la suya, que le debo. Decirle que me voy al extranjero a buscar trabajo. Y que no pienso volver al pueblo. Usted sabe bien porqué. La señora me lo ha contado todo, así es que le ha evitado a usted ponerme al corriente. Decirle que no la juzgo, ni a padre tampoco, sus razones habrá tenido para hacer lo que hizo y los hijos no deben juzgar a los padres, ni pedirles cuentas.

Aunque me voy con una mentira arrastrada en tantos años, y en tantas cartas, no la juzgaré nunca, madre, y tampoco le pediré cuentas de cómo pudo escribirme las suyas. Ni a padre le preguntaré por qué le mandaba que me dijera cuánto me echaba en falta. Decirle que si me las mandó para mantenerme ignorante de todo, y que no le preguntase nada a la señora, le ha salido mejor que eso. Porque a mí me han servido para mucho más, las he leído y releído cientos de veces, cuando me daba la pena de estar solo, y me acompañarán hasta el día en que deje de creer que usted me quiso, aunque sólo fuera durante los cinco años que me tuvo a su lado. Yo se las agradezco, que es de hijo bien nacido el agradecer.

Decirle que cuando usted reciba ésta, yo me habré ido ya. La voy a echar en el buzón justo antes de coger el tren, de forma y manera que no se moleste en contestar porque se la van a mandar devuelta. No le dejo las señas a las que voy, y así usted no se verá en el aprieto de buscar explicaciones y decírselas a Catalina para que ella me las escriba, que yo no se las pido. Siga guardando su secreto, madre, que de mi boca no saldrá, esté tranquila.

Perdone usted, señora Catalina, son cosas de familia y en familia deben quedar.

Y ahora, madre, me queda despedirme de usted, y de padre. Que Dios les conserve la salud.

Decirle también que no tengo corazón para dejar de quererla, y a padre. Y que la vida enreda con sus vueltas y a lo mejor me lleva a escribirle cuando me recomponga, o me lleva al pueblo algún día.

Reciba un abrazo que le mando con ésta, y otro para padre.

De éste, su hijo amantísimo que lo es.»

Después venía el nombre del hijo de la Isidora. Mi Catalina era incapaz de leerlo, porque lo estampaba en mitad de un garabato que lo tapaba entero. Ella decía que no era menester distinguirlo, que bastaba con reconocer la firma, y ésa se reconoce porque siempre es la misma. Yo pongo una cruz. Ya ve usted qué cosa más rara, porque el Tomás hace igual. Y no hay hijo de vecino que diferencie su cruz de la mía.

Pero ahí no se acababa la carta, señor comisario.

Más abajo escribió una P y una D, que quiere significar un añadido.

«Señora Catalina —decía—, me despido también usted y le doy las gracias por las palabras que he recibido de su parte en todas las cartas que le escribió a mi señora madre. Y por las historias que me contaba cuando era chico, después de enseñarme las letras. Nunca le he preguntado dónde aprendió usted tantos cuentos, y nunca los olvidaré. Decirle que le diga al señor Antonio que tampoco me olvidaré de las veces que me llevó en su burro hasta el final del pueblo, encima de las alforjas llenitas de cántaros. Y decirles que Dios los bendiga.»

SEGUNDA PARTE

16

El anuncio de la guerra afectó de muy distinto modo a los miembros de la familia Albuera. Los padres acogieron la noticia con júbilo al pensar que el orden monárquico sería restablecido en poco tiempo; mientras, su hija mayor se sumía en una crisis de llanto por la marcha de su prometido al frente, y el inevitable retraso de su matrimonio, y la pequeña incorporó la marcha del doctor Palacios a su tristeza por la muerte de Felisa. Para la enferma, la guerra suponía esperar a que acabara la guerra, esperar con impaciencia las cartas que le enviaba el médico desde diferentes provincias, cada una desde un lugar más lejano, según fueran cayendo las plazas que se mantenían fieles a la República.