Es.

Y más calentitos, que allí nos estábamos quedando arrecíos.

¿Por el principio?

Me va a perdonar usted, pero es que ahora mismo no caigo en qué carajo estábamos.

Ah, ya, ya. No hace falta que me diga más. La consoló requetebién consolada. Según me relató mi Catalina, la señorita dejó el lloriqueo, siguió con la carta en la mano y le dijo que no podía ir a su fiesta como le tenía prometido porque se iba a marchar.

Al extranjero.

¿Quién va a ser? El hijo de la Isidora.

Eso le contaba en la carta, que se iba al extranjero.

 Y le contaba también que el señorito Julián, el más chico de doña Victoria, se había enterado de que el hijo de la Isidora tenía pensamiento de ir al cortijo a ver a la señorita el día de su cumpleaños. Y no me pregunte usted cómo se había enterado, pero se había enterado, y le fue con la copla a su madre. Doña Victoria cogió en un aparte al hijo de la Isidora y le espetó que era un impertinente y un desgraciado, que no lo quería ver más en su casa y que no se le ocurriera ir al cortijo a ver a su hija. Y que no se le pasara por el pensamiento volver al pueblo, porque allí nadie le quería, ni sus padres. Fíjese usted lo que le dijo, que ni sus padres le querían, y que por eso se lo habían vendido a ella. Vendido. Mi Catalina no quiso decirle nada a la Isidora, pero a mí sí que me lo dijo. Todo eso le ponía en la carta a la señorita. Todo eso. No se me despinta la carina de pena de mi santa cuando me lo estaba relatando. Le ha dicho la señora que la madre lo vendió, Antonio, que se lo cambió por algo. Lástima de criatura, que se lo ha creído. Qué coño le habrá contado, para que el hijo haya dado por cierto que la Isidora lo había vendido, al trueque. Vendido, como ganado en feria. ¿Habrá Dios, Antonio?

12

En el patio interior del pabellón de invitados, la enferma esperaba al médico reclinada en una mecedora junto a una buganvilla de flores moradas. La primera visita después de tres días, los mismos que había durado la estancia de sus familiares en el cortijo. Los tres días que llevaba en un encierro silencioso, simulando que había regresado al convento, que no estaba enferma y que no estaba allí. Ella no estaba allí, por eso sus tías y sus primas no habían ido a verla, ni el médico tampoco. Tan sólo su padre se acercó un momento al pabellón, al atardecer del segundo día, y estuvo con ella unos minutos sentado a la sombra de la buganvilla. Pero ahora que los invitados a la fiesta de pedida de su hermana se habían marchado, ahora que sólo debía ocultarse a las miradas del servicio, y que el chofer podría llegar hasta el pabellón con menos posibilidades de ser visto, ella volvía a estar allí, y volvía a estar enferma, y el médico ya podía volver a visitarla. Y se impacientaba por su tardanza. Porque estaba allí, y llevaba un vestido de verano con las mangas ajustadas hasta el codo, el que más le gustaba, de color azul y diminutos lunares blancos, con el escote cerrado y falda de vuelo. La última vez que se lo puso fue aquella mañana antigua que salió del cortijo para ingresar en el convento.

Sin dejar de mover las puntas de sus zapatos, se impulsaba con los talones mirando el crucifijo del rosario abandonado en su regazo. El Cristo también se mecía en su cruz de plata, al ritmo del balanceo de su hamaca, y agitaba la corona, y los brazos, y las piernas cruzadas, y el letrero imperceptible donde había que adivinar la inscripción. Descanse en paz. Aferrada a los brazos de su mecedora, con las manos extendidas a lo largo de la madera curvada, la enferma calculó los minutos que faltaban para que Felisa abriera la puerta del garaje. La miró a hurtadillas, para que ella no advirtiera su impaciencia.

Pero Felisa no la miraba. Entretenía su tiempo regando las aspidistras de los soportales. Después de regar cada planta, agachándose con dificultad, se sujetaba los riñones y se erguía con una torpeza recién adquirida, antes de volver al grifo y echar apenas un poco de agua en la regadera de zinc, porque ya no podía con su peso si la llenaba entera. Iba de una maceta a la otra arrastrando los pies, secándose el sudor de la frente con un pico de su delantal. Distraída, con la mente en cualquier otra parte, no oyó las horas metálicas que sonaron desde el reloj de péndulo del comedor de los trofeos.

—Felisa, ya puedes abrir la cochera.

Felisa dejó de regar y fue hacia el garaje. Una mariposa blanca revoloteó un momento frente a ella.

—Mira, niña, una mariposa blanca. Hoy va a ser un día de suerte.

Caminaba despacio, jadeando al respirar.

—Date prisa, mujer.

Apresuró la marcha y le sobrevino un ataque de tos. Se detuvo a sujetarse el pecho con una mano, y con la otra buscó su pañuelo de bolsillo. La novicia se dio cuenta entonces de que había adelgazado mucho. Y la vio cansada y vieja por primera vez.

Antes de que el médico saliera del coche, Felisa le mostró su pañuelo.

—Pero si estaba prácticamente curada. ¿Desde cuándo vuelve a manchar?

—No es de la niña. Es mío.

—Por el amor de Dios, Felisa, ¿cómo no me lo ha dicho antes?

—¿Cómo pretende usted que se lo diga, señor doctor, si hace tres días que no viene, y son tres días los que llevo escupiendo sangre?

Y se le escapó una sonrisa que intentó disimular, como un niño que miente.

—Felisa, dígale a la señorita Aurora que ahora vuelvo.

Sin moverse del asiento, el médico le pidió al chofer que diera la vuelta y lo llevara por la avenida de los álamos a la entrada principal del cortijo.

Allí se encontró de nuevo con la resistencia de los Albuera. Intento convencerlos de que ingresaran a la enferma en un hospital. Insistió en la urgencia del traslado. Y de nuevo escuchó los argumentos en contra.

—Don Andrés, por caridad, usted está curando a mi hija sin necesidad de ingresarla.

Doña Carmen apretó la mano de su marido, sentado junto a ella en el mismo diván del gabinete.

—Sí, pero Felisa es muy mayor.

—Precisamente por eso, ¿cómo vamos a mandarla sola a un hospital?

—No estará sola.

—Estará sin la niña, no se ha separado de ella desde que nació.

La tristeza le empapaba los ojos cuando su hija mayor asomó la cabeza al interior del gabinete, mostrando sólo la mitad de su cuerpo.

—Mamá, Aurora se ha asomado a una ventana, y nos está llamando a gritos.

El médico se levantó de inmediato y corrió hacia la salida. El chofer abrió la portezuela del automóvil para volver a llevarlo dando un rodeo y la cerró al ver que pasaba de largo, seguido en su carrera por los señores y la señorita Victoria. Los vio desaparecer a toda prisa por detrás de la casa, y tomar el camino directo al pabellón.

Al llegar, encontraron a la sirvienta en el suelo. A su lado, Aurora intentaba sin conseguirlo limpiarle la boca con la falda de su vestido azul. La sangre que vomitaba Felisa espantó a los que llegaron. El médico la cogió en brazos y ella abrió los ojos, su pupila dilatada le impedía ver, pero fijó su mirada incapaz en el hombre que la alzaba intentando vislumbrar su rostro, reconocer su ternura. Después de esforzarse en mantener erguida la cabeza, la abandonó en su hombro.

—Juan, qué viejo estás.

—Que alguien vaya a decirle a Lorenzo que acerque el coche. Mi maletín está en el asiento. De prisa.

La llevó al pórtico delantero, la tendió en el suelo y esperó allí al chofer para no perder tiempo en darle los primeros auxilios. En cuestión de minutos, dispuso de lo que necesitaba de su maletín.

—Me la llevo al hospital ahora mismo.

—Qué viejo estás, Juan.

Volvieron a cogerla en brazos, y ella intentó de nuevo pronunciar el nombre de Juan. Sólo llegó a articular un sonido que el médico no pudo distinguir, mientras la colocaba en el asiento trasero recostada en su hombro.

—Yo voy con usted. Vamos, Lorenzo, conduce lo más rápido que puedas.