Numerosa, y gente principal donde las haya, la familia de don Leandro. Y juntan entre toda la parentela no sé cuántas alcurnias, una hartura, no se vaya usted a creer que aquí se ha trabajado hasta dejar la vida para unos cualquieras. Aunque la buena cuna no salva de la mala fortuna, y a éstos también les tocó penar lo suyo. La primera desgracia que les cayó encima fue la ceguera de su primo el duque, y luego después se pierde la cuenta de tantas que les vinieron detrás.

La que se encontró con la Isidora fue la del marido masón, y carlista, que lo mataron los otros. Y era tía de doña Victoria. ¿Me va siguiendo usted, señor comisario?

Una Paredes Soler, efectivamente, y si la memoria no me engaña, le decían doña Ida.

Ida es un nombre, claro que sí.

Ida se llamaba esa señora. Sí. Se lo doy por cierto. Tenía salero la doña Ida, y era una persona de las buenas, como usted. Se le reía el alma, ¿sabe? Llevaba la risa puesta desde que el sol levantaba. Yo la conocí un día que vino a ver a mi hija, y de paso me compró unos botijos. Se movía entre los cacharros de puntillas por miedo a romper algo, y daba saltitos como una niña chica que no quiere pisar la raya del lile pintada con tizón en el suelo. Me pagó unas cuantas perras de más. Yo me negué a cogerle el dinero de sobra, que uno tiene su dignidad y no pone precio sin razones, amén de que a mí las riñas de pesetas no me gustan bastante. Pero ella se lo dio a mi santa. Una propina para tu hija, le dijo. Y ahí sí que ya no hubo manera, porque entre mujeres es mejor no meterse.

Total, que la Isidora se encontró con la doña Ida. Que a ésa, recién viuda, no le quedó otra que huir a un campo del sur de Francia, adonde llegaban los republicanos y los tenían como presos. Con las tres niñas bien chicas se fue la pobre señora, y se llevó a una criada con ella.

Lo mismo que la monja, sí, ni más ni menos, que se llevó a la Felisa al convento. Pero ésta se llevó una criada a un campo de refugiados republicanos. Si la Nina estuviera aquí, se lo contaría mejor que yo, porque ella le había escuchado a la doña Ida relatar sus cuitas. Mi santa, que en paz descanse, decía que lo contaba como si allí hubieran estado para un jubileo. Y ella me lo refería a mí, imitándole la voz a la doña Ida. Imagínate, Catalina, imagínate que llegas a un campo de concentración lleno de comunistas y de ateos con una criada. Bueno, tú no; imagínate que llego yo a un campo lleno de comunistas y de ateos con mis tres hijas pequeñas y una criada, y nos meten a todas en un albergue con muchas camas, todas juntas. Imagínate por un momento cómo lo pasé yo, cuando esas mujeres me miraban de reojo porque rezaba el rosario; imagínate un poco más, imagínate ahora cómo lo pasaría yo cuando me insultaban, sólo porque Elo me lavaba la ropita de las niñas, y las peinaba, y les daba de comer; un bochorno, Catalina, un bochorno.

Dije que quiso el demonio que la Isidora se encontrara a la doña Ida porque lo primero que le contó la buena señora fue que su hijo no iba a volver, que no lo buscara allí porque allí no había de encontrarlo. Y de seguido, ¿sabe qué se le pudo ocurrir?

Decirle que ojalá no estuviera en Francia, donde ella lo había pasado tan mal, que ya conocía por la señorita que se había marchado al extranjero. Usted me dirá si no fue cosa del demonio que se enterara así. ¿Es, o no es?

Es. Pues claro que es. Cuando la Isidora ni siquiera había recibido la carta, la pobre.

Sí, ahora ya le puedo referir la carta del hijo de la Isidora.

Entera, sí señor. Si tiro una mijina de la memoria, capaz que se la cuento sin que me falte una letra.

14

El mismo día de la muerte de Felisa, la señora de Albuera decidió trasladar a la menor de sus hijas a su antigua habitación, e inmediatamente después del entierro, continuó ayudando a la mayor en los preparativos de su boda.

Por respeto a la muerte que había visitado la casa, las criadas trabajaban en silencio. Aun así, sus faldas volanderas recorrían el cortijo en una actividad que ocupaba habitaciones, patios y corredores, produciendo un rumor incesante que llegaba a los oídos de la enferma. Pero ella no lo escuchaba. Sólo los pasos del médico y los tacones apresurados de su madre, que reconocía en cuanto empezaban a oírse al final del pasillo, la sacaban del letargo al que se había abandonado.

A través de los balcones, ajena al creciente ajetreo que la rodeaba, la enferma contemplaba a todas horas los arcos del pabellón de caza, donde comenzaron a alojarse los invitados que acudían con tiempo de pasar unas pequeñas vacaciones familiares antes de la boda. Postrada en su hamaca, mantenía la mirada fija en la marquesina donde vio a Felisa con vida por última vez, sin permitir que nadie cerrara los balcones. Su madre lo intentaba cuando entraba a verla, pero, a pesar de su insistencia, permanecían abiertos desde que se instaló en aquella habitación.

—Déjame al menos que eche las persianas. Entra mucho sol, Aurora.

—Es igual, mamá, déjalas así.

—Está bien, como quieras. ¿Necesitas algo?

—No, nada.

—Bueno, pues entonces me voy, que no acaban de traer regalos y Victoria está muy nerviosa. Ni siquiera deja que Joaquina nos ayude a desempaquetar.

¿Has desayunado ya?

—Sí.

—No sabes cómo está la salita verde, nos estamos volviendo locas para colocarlos todos a la vista y que no tengan que estar unos encima de otros. Y por si fuera poco, ya ha llegado el traje de novia. Por cierto, don Andrés vendrá hoy más tarde.

—¿Más tarde?

—Sí, pero no mucho. Lorenzo tiene que ir a por el vestido antes de recogerlo a él. El novio de Victoria se empeñó en que lo mandaran a su casa contra reembolso.

Ya ves qué ordinariez. Con lo fácil que hubiera sido que lo enviaran aquí y lo cargaran a su cuenta. Pero claro, como no tienen una peseta, no me extrañaría que no tuvieran cuenta en esa casa, ni en ninguna otra casa de modas francesa. ¿Qué quieres para comer?

—Me da igual.

—No se lo digas a tu hermana, pero seguro que hasta los sombreros se los hacen aquí. ¿Quieres escabeche de pollo? Lo han hecho con patatas y judías verdes, como a ti te gusta.

—Bueno.

—Para las muchachas hay sopa de tomate. Se creen que porque tienen un título son más que nadie. Me río yo del rancio abolengo. La madre, cuando se casó, no puso ni los muebles. Si no te apetece el escabeche le digo a Justa que aparte un poco de sopa para ti, y que mande a alguien a las viñas a por uvas, alguna habrá ya.

—¿Es que viene tía Ida?

—Llega esta noche con tus primas, ¿por qué?

—Siempre que hay sopa de tomate, viene tía Ida.

—Qué tonterías se te ocurren.

La madre le dirigía siempre las últimas palabras sujetando va el pomo de la puerta.

—¿Te apetece sopa de tomate con uvas, o no?

Y escuchaba las suyas mientras la cerraba.

—Me da igual. Que me suban lo que tú quieras, mamá.

Aquellas visitas fugaces le hacían recobrar su niñez, las numerosas ocasiones en las que enfermaba y su madre le ponía la mano en la frente. Se sentaba junto a ella y le daba el desayuno. Medialuna de crema, con ralladura de coco empapada en los bordes. Y cuando se iba, el perfume que la acompañaba permanecía en el dormitorio para recordarle su presencia, hasta que volviera a entrar quizá para llevarle la merienda, gallegas de nata y piononos; o un gran cofre lleno de fotografías, unos recortables y unos cuentos de hadas, o una campanilla que dejaría a su alcance, para que la tocara si necesitaba alguna cosa. Una campanita de cobre, para llamarla. Su tintineo resonaba en toda la casa, y a veces era su padre el que acudía, se sentaba a los pies de su cama y le recitaba unos versos.

—Isidora, ya puedas arreglar a la señorita.

La voz de su madre le llegó desde lejos. Se mezcló con los poemas de su padre y con un fandango de Huelva, el que solía cantar el guarda mientras regaba las plantas.