La primera carta enfureció a Victoria. Ella había visto llegar a Zacarías, y corrió a su encuentro sonriendo, convencida de que era su novio quien escribía. Pero la sonrisa se le cayó de los labios al recoger el sobre que le entregó el cartero, y al leer el nombre de Aurora y el remite del doctor Palacios. Se sintió humillada por haber corrido, por haber dejado de sonreír, y por haber sonreído. Buscó a sus padres y les mostró la carta.

—Mirad, esto es indignante. ¿Vais a consentir que un republicano mande cartas a esta casa?

La animadversión contra su hermana aumentó en el momento en que su padre le recriminó su tono de voz. Y creció aún más cuando su madre le explicó que el doctor Palacios les había pedido permiso para escribir, que ellos se lo habían dado convencidos de que la correspondencia sería un estímulo para la enferma, y le ordenó que le llevara la carta a su habitación.

—A Aurora le vendrá bien pensar en otra cosa que no sea la muerte de Felisa.

Victoria entregó aquella primera carta a su destinatario. Interrumpió bruscamente el rosario que su hermana rezaba con su tía Ida, y bajó luego la escalera jurándose que nunca más volvería a correr hacia el cartero. Y cumplió su juramento. Cuando Zacarías se acercaba al cortijo, ella lo esperaba en la entrada, lo escuchaba vocear los nombres que traía en su saca y, si ninguno era el suyo, se retiraba. Sin saberlo, comenzó a competir con su hermana, aunque su hermana tampoco lo supiera.

El bullicio de los preparativos de su boda se había convertido de pronto en un desconcierto general. Victoria asistía desolada a la transformación del ambiente festivo de «Los Negrales». El día que el médico se marchó, escuchó entre sollozos la noticia de que el convento había sido quemado y saqueado. El altar donde se celebrarían sus esponsales, convertido en un montón de escombros. Sus sueños de boda se derrumbaban uno a uno. Las monjas huyeron, abandonando tras de sí las guirnaldas de flores que habrían de adornar la capilla. Todos se marchaban. Y se marcharon también la mayoría de los hombres que habitaban las viviendas de la aparcería y los que trabajaban las tierras; casi todos los jornaleros del cortijo y muchas mujeres. Isidora fue una de ellas, se incorporó a la milicia con Modesto, el hombre con el que iba a casarse; y con Marciano, el marido de Joaquina; y las dos dejaron de coser su vestido de novia.

Los invitados que habían llegado a «Los Negrales» con la intención de pasar en familia los días previos a la ceremonia también se sumaron a la desbandada general. Tan sólo se quedó la hermana pequeña de doña Carmen con sus tres hijas, a la espera de saber algo de su marido, que la había llamado desde Pamplona diciendo que la situación era muy peligrosa y que no se moviera de allí hasta que él fuera a buscarla. Doña Ida permanecía atenta a la radio, como todos, y se sobresaltaba ante las continuas llamadas telefónicas.

Había pasado una semana desde el comienzo del conflicto cuando sonó el timbre del teléfono a primera hora de la mañana. Doña Ida se levantó de la cama y salió en camisón al pasillo. Pero su hermana había cogido ya el auricular.

—¿Es Fede?

—No. No es Fede.

—¿Quién es? ¿Le ha pasado algo a Federico?

—No, Ida, déjame hablar que no oigo nada.

—¿Seguro que no le ha pasado nada a Federico?

—Seguro. Vuelve a la cama, ya verás como pronto pasa todo esto.

—Gracias a Dios.

Las noticias que eran buenas para unos eran malas para otros. Y la certeza de que el desastre se prolongaría más de lo que habían pensado llegó con los primeros muertos. Cada uno lloraba a los suyos.

—Me voy a volver loca, Carmen.

Doña Carmen escuchaba a su consuegra, la marquesa de Senara, que cuando pudo controlar el llanto, le contó que se habían llevado a su cuñado y a sus sobrinos de madrugada.

—Dicen que los han fusilado a los cinco.

—¿Pero quién lo dice?

—Todo el mundo lo dice.

Y le contó también que su marido había caído prisionero. Y lo habían encerrado en la parroquia.

—Han ido buscando casa por casa, a los monárquicos, y a los que hayan hablado alguna vez contra el gobierno. Los van a matar a todos. A todos.

Mientras hablaba, se oían detonaciones procedentes de la iglesia, situada en la mitad izquierda de la plaza Mayor, a menos de cien metros de su casa.

—¿Oyes eso?, les están tirando bombas dentro.

—Jacinta, no te pongas en lo peor. Serénate, que vas a despertar a las niñas y no deben verte así.

Presa de una desolación que le impedía continuar hablando, la marquesa colgó el teléfono. Al mismo tiempo, dieron tres golpes en la puerta trasera de su casa. Ella no los oyó. Pero la hija de Quica, su lavandera, la única de sus sirvientas que no se había marchado a la milicia, esperaba asustada el regreso de su madre, que había salido a comprar unas barras de hielo y aún no había vuelto.

—La puerta falsa. Esa es mama.

Sentada en el umbral de la cocina, en una silla baja de costura, la niña miraba fijamente el portón sin atreverse a ir a abrir. Los golpes volvieron a sonar y buscó a la marquesa. La encontró junto al teléfono y le dijo que estaban llamando, en voz baja, como había que hablar cuando alguien dormía en la casa. La señora no la escuchaba, y ella le tiró de la manga, volvió a decirle que estaban llamando y preguntó si la dejaba abrir. Doña Jacinta no contestó, y Catalina repitió la pregunta.

—Señora, ¿me da usted su permiso para ir?

—Anda, vete, déjame un momento sola.

La hija de Quica entendió que le daba permiso. Y corrió hacia el portón. Cuando atravesaba el patio, el rebote de una bala contra la pared la alcanzó en una mejilla. Los disparos procedían del campanario de la parroquia, y la pequeña continuó oyéndolos después de taparse la cara. Se agachó. Y seguían disparando.

—Señora, que me han matado.

Miraba la sangre. Ovillada en el suelo, paralizada ante el sonido de los proyectiles, no sentía dolor, pero la sangre le empapaba las manos.

—Que me han matado.

Y seguían disparando. Cuando la marquesa acudió a sus gritos; cuando sintió que la cubría con su cuerpo en mitad del patio; cuando la llevó a la carrera para esconderse, casi en volandas; cuando la abrazó detrás del pozo y cuando le apartó las manos de la cara, siguieron disparando.

—Déjame ver, Nina.

—¿Me han matado, doña Jacinta?

—Bendito sea Dios. Es un arañazo nada más. No te lo toques.

Doña Jacinta recuperó la calma al comprobar que el escándalo de sangre era sólo una incisión, profunda pero limpia. El corte le abría en dos una mejilla. La bala había pasado de largo, hiriendo como punta de cuchillo. La marquesa presionó los bordes de la herida con su pañuelo para frenar la hemorragia mientras intentaba consolar a la pequeña.

—Sana sanita culito de rana. Si no se cura hoy se cura mañana.

Los golpes de la puerta trasera volvieron a oírse. La niña hizo ademán de levantarse. Y volvió a gritar.

—Mama. Mama, que me han dado un tiro.

—No, quieta, yo abro. Tú quédate aquí. Y no llores. Sujétate el pañuelo. Así, apretando un poquito. ¿Te duele?

—No, señora.

—¿Ves? Anda, no llores. No querrás asustar a tu mamá por una pupa de nada, ¿verdad?

Nunca hubiera pensado que el patio fuera tan grande. La marquesa miró hacia el cobertizo que techaba la entrada. Temió la enorme distancia que debía recorrer para cruzar la otra mitad del patio. Las armas. Los puntos de mira. Los ojos. El campanario.

—No te muevas de aquí. ¿Me oyes?

—Sí, señora.

—¿Me lo prometes?

Sin dejar de hablar a la niña, avanzó a gatas lo más aprisa que pudo.

—No te muevas de ahí. No te muevas.

Vaciló antes de ponerse en pie bajo el cobertizo. Aún a gatas, se giró hacia el patio para asegurarse de que estaba fuera de tiro. Comprobó que la niña seguía agazapada. La vio temblando junto al pozo, con las rodillas dobladas, sujetándose el pañuelo en el rostro. Y confió en que fuera su madre la que volvía a golpear el portalón por tres veces.