—Órdenes de Achtmann. Dice que no podemos dar pábulo a la fábula de que Hare no ha muerto.

—Me parece horrible —dije.

—Sí —admitió el coronel—. Es horrible. Pero nos encontramos en estado de emergencia, y nos vemos obligados a hacer muchas cosas que a todos nos parecen horribles, mientras dure el estado de emergencia. Sargento... no, está ocupado ahora... cabo, vaya a ver qué diablos pasa con el café.

Me encontré con mis hijos uno a uno, a medida que salían de sus escondites en respuesta a mis llamamientos radiofónicos. Hubiera besado las plantas de los pies de Achtmann.

Luego volví a la Universidad. Ocupé otra vez mi antigua habitación, aunque durante la revolución habían quedado destruidas tantas viviendas, que ahora tuve que compartirla con otro hombre.

El Presidente había resultado muerto a consecuencia de una bala perdida, en Bloomington... Era un individuo insignificante, al cual no odiaba nadie. El Vicepresidente y el Gabinete habían sido decididos partidarios de Hare. De modo que Achtmann nombró una nueva rama ejecutiva. En cuanto a él, rechazó todos los cargos y pasó cosa de un mes visitando el país y recibiendo todos los homenajes que podían serle dedicados; luego regresó a la capital. Al año siguiente, cuando las cosas se hubieran tranquilizado, se celebrarían elecciones.

Entretanto, desde luego, era necesario liquidar los restos de las bandas de Ns, y la nueva policía Federal tuvo que ser dotada de poderes especiales a fin de que pudiera localizar y detener a los partidarios de Hare que continuaban emboscados entre la gente normal. Algunas unidades del ejército intentaron una contrarrevolución y fueron suprimidas. Una mala cosecha en China exigió la requisa de una gran cantidad de arroz de Burma, lo cual provocó una corta pero sangrienta guerra con los nacionalistas burmanos.

Me disgustaba sobremanera pensar en todo esto. Había alimentado la esperanza de que íbamos a acabar con el imperio y a devolver a todo el mundo su libertad. Un nuevo partido, el Libertario, estaba siendo formado para concurrir a las anunciadas elecciones; el punto principal de su programa era la abolición del Protectorado. Yo ayudé a organizarlo en el plano local. Nuestros adversarios eran los Federacionistas, más conservadores. El gobierno establecido en Bloomington era no-intervencionista, una especie de comité que debía ocupar el poder sólo mientras durase el estado de emergencia; pero, desde luego, no podía permanecer pasivo, y casi cada instante se veía obligado a adoptar alguna medida positiva. Al parecer, cada día se presentaba una situación de urgencia.

En el mes de diciembre, la A.A.A.S. celebró una asamblea en BIoomington y decidí asistir a ella, principalmente para verme libre del compañero de habitación que me había sido asignado. La verdad es que no simpatizábamos demasiado el uno con el otro.

Al salir del local donde se celebraba la asamblea, decidí dar un paseo por las calles de Bloomington. Su aspecto era muy triste. En algunos escaparates veíanse unas ajadas alegorías navideñas, pero no podía hablarse de una verdadera campaña de ventas: allí no había ninguna mercancía que anunciar.

Sin embargo, el día anterior se había celebrado un vistoso desfile militar.

Paseé lentamente bajo un cielo plomizo, arrebujado en mi abrigo. Por la calle circulaban muy pocas personas, y ninguna de ellas tenía un aspecto alegre. Bueno, la cosa era comprensible, ya que la mitad de la ciudad estaba aún por reconstruir. Eché de menos al Ejército de Salvación y sus villancicos de Navidad. Hare lo había disuelto hacía muchos años, con el pretexto de que aquella caridad particular era ineficaz, y el nuevo gobierno no se había preocupado, al parecer, de derogar aquel decreto. Los miembros del Ejército de Salvación habían alegrado las esquinas de las calles con sus cantos cuando yo era joven, y hubiera resultado sumamente agradable verlos de nuevo en acción.

Pasé por delante del Capitolio. Un nuevo edificio se estaba levantando sobre las ruinas del antiguo. Se decía que había de ser un edificio imponente, de maravillosa estructura, lo cual producía un efecto sumamente desagradable teniendo en cuenta que la gente seguía viviendo en alojamientos miserables, pero por entonces no era más que un frío esqueleto de acero, erguido hacia el cielo.

Yo no iba a ningún lugar concreto. Aquella tarde no se celebraba ninguna reunión que me interesara. Me limitaba a pasear. Confieso que recibí un gran susto cuando dos hombres altos me agarraron por los brazos.

—¿A dónde va usted?

Parpadeé. A mi izquierda había una alta pared de piedra rodeando un enorme edificio.

—A ningún lugar determinado —dije—. Sólo estaba dando un paseo.

—¿De veras? Déjeme ver su carnet de identidad.

Se lo mostré. Un automóvil pasó por nuestro lado y cruzó las verjas del edificio que había a mi izquierda, con una numerosa escolta de hombres armados que llevaban uniformes de color gris. Tal vez aquélla era la residencia del nuevo Presidente. Hacía semanas que no había visto un noticiario, ya que había estado muy ocupado.

Unas manos me cachearon, en busca de posibles armas.

—Creo que está O.K. —dijo uno de los hombres.

—Sí. Siga su camino, Lewisohn, y no vuelva a pasar por aquí. Está prohibido. ¿No ha visto usted las señales?

Un hombre de uniforme salió corriendo por la verja.

—¡Eh, usted! —gritó—. ¡Alto!

Me detuve. El hombre se acercó a mí.

—¿Es usted el profesor Lewisohn? —me preguntó.

Asentí.

—Entonces, tenga la bondad de acompañarme.

No pude resistir a la tentación de dirigir una sonrisita burlona a los muchachos del Servicio Secreto.

Nos dirigimos hacia el edificio. Ante la puerta principal había centinelas, pero en el interior todo eran mayordomos y un extraordinario lujo. Al final de un largo pasillo había una amplia estancia suntuosamente amueblada. La temperatura era allí tropical, en pleno invierno.

El hombre que estaba de pie, asomado a uno de los ventanales, dio media vuelta cuando yo entré en el salón.

—¡Profesor! —exclamó, en tono de sincera alegría—. Pase, pase, mi querido amigo. Vamos a echar un trago.

Era Achtmann. Llevaba un lujoso pijama, pero era el mismo infatigable fumador, el mismo incansable Achtmann de siempre. Cogió mi abrigo y se lo entregó al criado. Otro criado apareció como por arte de magia con una botella de whisky, un recipiente lleno de cubitos de hielo y un par de vasos. Sin apenas saber cómo, me encontré sentado en una butaca, mientras Achtmann paseaba de un lado para otro delante de mí.

—¡Santo Cielo! —exclamó—. No tenía la menor idea de que estuviera usted en la ciudad. Si no llego a verle desde mi automóvil... ¿Por qué no me lo hizo usted saber? Mis secretarios tienen una lista de todos los miembros del Comité, y cualquier carta de uno de ellos pasa directamente a mis manos.

—Yo... no he mantenido contacto... —Sorbí cuidadosamente mi whisky, tratando de recobrar mi equilibrio—. He estado muy ocupado, y... bueno, en las actuales condiciones, no he podido dedicarme a...

—¿Qué condiciones? —Sus ojos me traspasaron—. ¿Hay algo que marcha mal?

—¡Oh, no, no! Mi alojamiento es muy reducido, mi horario muy apretado... lo de siempre.

—¿Cómo que lo de siempre? Un hombre que actuó como usted lo hizo no tiene que vivir en las condiciones de siempre —Achtmann se inclinó sobre un dictáfono—. Me hago perfecto cargo de sus dificultades: un miserable alojamiento, una ración miserable, una paga miserable... ¿no es cierto? Bueno, vamos a arreglar eso. —Dio unas cuantas órdenes por el dictáfono: sin la menor dilación, pongan una casa a disposición del profesor Lewisohn, fondos en consonancia, ración especial, etc—. ¿Por qué no me lo hizo usted saber? —volvió a preguntarme—. He situado a todos los chicos del antiguo Refugio Secreto, o a la mayor parte de ellos.